Por Luis Conte Agüero
Para el filósofo alemán Enmanuel Kant la razón es una conciencia moral. José Martí es la conciencia de Cuba; una conciencia moral que predica grandeza, virtud, deber, sacrificio y la patria como ara, no como pedestal.
La conciencia conlleva ciencia: con-ciencia. Con ciencia y con ilusión analiza y enfrenta Martí los problemas. Martí concilia el racionalismo sereno y metódico que obliga a la precisión cautelosa y la sensibilidad de ensueño que vuela y desafia.
Es natural su orgullo cuando proclama que trabaja para realidades y no para sueños; lo que explica el quehacer callado y cotidiano, el hormigueo de tareas, junto a la obra visonaria y vidente que abre espacios en los tiempos por venir. Sin asentamientos pesados y matemáticos no se levantan las altas catedrales culminadas en cruz alada que parece buscar la bendición del cielo.
Terminada la Guerra de los Diez Años en un Zanjón de abatimiento y cansancio, hecha mero símbolo la maceica Protesta de Baraguá. -valiente pero inúltilmente continuada en la rebeldía del general Leocadio Bonachea-, fracasada la Guerra Chiquita que fue insistencia del general Calixto García Iñiguez terminada con broche romántico del general Emilio Núñez, es en estas desoladas circunstancias, cuando poco invita a la esperanza, que Martí proyecta el nuevo desafío independentista en un planteamiento ideológico moderno y mediante la organización pragmática de una guerra que él propone breve.
Cuando los héroes rumian su glorioso y triste retiro en República Dominicana, en Honduras, Costa Rica y otras tierras, Martí se reconoce pino nuevo cuando ve en la Florida romper el sol por un claro del bosque. Este pino no sólo recibe el sol; también lo enciende, enciende el sol; enciende el sol de la epopeya nueva. De ahí mi frase: El sol sale cada vez que lo encendemos.
Sale el sol en Ibor City, en Tampa, en Cayo Hueso, en los lugares que visita; en el New York intenso y frío donde gana el pan y alienta el ala. Es el mismo sol de Cuba y trae la estrella y la paloma en el corazón desgarrado y bendecido. Es el mismo sol ante el cual quiere morir y donde muere, dándole la cara y sin disparar siquiera su revólver en la carga mortal e inmortalizadora de Dos Ríos.
Dicho en términos filosóficos, Martí no es hoy un ente; no es un ser; no es. Sin embargo, existe en el recuerdo nuestro, en la promesa de imitarlo y de honrarlo, en el acatamiento a su palabra como biblia de patria. Es un ente de razón que permanece y que importa Así derrota su finitud, su temporalidad, para trascender y comandarnos.
Vive Martí en sus seguidores vivos. Su siembra continúa germinando y floreciendo. Él lo es todo. Llamarlo el todo sería idolatría ciega. Ocurre que su fulgor es tanto que oculta a otras estrellas del cielo cubano.
Además, priva la tendencia a la comodidad de ir a él, de recurrir a él por ser el pensador más completo y variado. Por eso, no siendo todo, él es parte básica que alienta poderosamente en el cuerpo doctrinal y ético de la nación cubana.
Ante la geografía insular, el clima de subtrópico y genes étnicos que inclinan al bullicio del son, la prédica martiana; es uno de los elementos contribuyentes a la compensación y al equilibrio de nuestra patria festiva y dramática en la que viven y conviven prolongados el relajo y la tragedia, la guaracha y la salsa.
El Apóstol aporta seriedad profunda frente a lo frívolo y a lo superficial. Nos ayuda a vencer la moral de placer con la moralidad del deber. Y él no nos abandona, mientras nosotros no lo abandonemos.
Es una fuente inagotable e inamovible en la cual saciar la sed, sed de consejo orientación, de inspiración, de sabiduría. Esa fuente canta a la victoria de la libertad en todos los escenarios humanos. Es fuente que invita a la esperanza y que mueve al esfuerzo, especialmente cuando la sed es mayor y en la garganta gritan las angustias.
Cuando presiento futuros
reconquistando mi mundo
más allá de los oscuros
tormentos que en lo profundo martirizan nuestras horas:
es que en la nueva mañana toca Martí la campana que despierta las auroras.
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