Una historia de amor (I)

Written by Libre Online

10 de junio de 2025

Por Eric María Remarque (1934)

En una pequeña ciudad universitaria de Alemania Central, se crio Anita Stoll. Era ágil, fresca, pequeña, con un corazón ligero y una acentuada propensión a la risa. Atendía la escuela con singular moderación y adoraba los dulces y el cinematógrafo. Gerhard Jager había sido compañero de sus juegos infantiles, tenía tres años más que ella, era alto y delgado y prefería los libros y las conversaciones serias.

Eran vecinos y la armonía de relaciones existentes entre los padres de ambos fue motivo de que crecieran juntos, como dos hermanos. Las aventuras de uno lo eran también de la otra; los jardines desiertos, los domingos con repique de campanas, los campos primaverales, los atardeceres, las estrellas, el encanto de los pocos años, todo ello fue gozado en común por Anita y Gerhard.

Con el tiempo, sin embargo, cambiaron las cosas.

La muchacha, madura y bella, se entregó a la plena posesión de sus dieciséis años. Rápidamente se escurrió del jardín familiar de su vida infantil para penetrar en el crepúsculo de los secretos intrigadores. Por su parte, el joven Gerhard Jager, que hasta entonces había sido su más antiguo amigo, le pareció extraño, mucho más joven que ella, y en la irreflexión de sus pensamientos, llegó hasta a encontrarlo un poco ridículo.

Ella comenzó a gustar de las cosas sencillas de la vida. Nada de complicaciones. Buscaba el destino burgués, una existencia pacífica y ordinaria en compañía de un respetable esposo y sanos hijos.

En la época en que Gerhard completó su primer semestre universitario, la vida de los dos jóvenes diferencióse más aún.

Fue entonces que estalló la guerra. La fiebre llegó también a la pequeña ciudad. Los jóvenes universitarios cambiaron sus gorras y capas de estudiantes por los grises bonetes de los regimientos de voluntarios.

Y aquellas caras hasta ayer alegres, casi adolescentes, se tornaron graves, más viejas y serias, pero sin perder belleza, preparados todos ellos para el holocausto de su juventud, y, sin embargo, visiblemente encariñados con los bancos escolares, el club de remo y las escapadas nocturnas; estaban aún demasiado cerca de la paz para comprender el lugar fatal hacia el cual se dirigían. Gerhard Jager fue uno de los primeros en alistarse como voluntario. El muchacho reposado, taciturno, pensativo, apareció desfigurado. Parecía irradiar un fuego singular, pero muy distinto al de sus profesores, intoxicados por las extravagancias de la guerra. Él,  como sus amigos, no vio en la guerra más que el peligroso juego de pelear y defenderse; para ellos, era el gran ataque que destruiría los moldes de una vida anticuada, rejuveneciendo una existencia que habíase tornado senil.

Partieron todos juntos un domingo en el cual la estación desbordaba de gente: amigos y parientes, llorosos, entusiastas y excitados. Casi toda la ciudad se había dado cita en aquel lugar. Se veían flores por todos los lados, hasta en las mortíferas bocas de los fusiles se colocaban pequeños ramilletes. Una banda tocaba marchas y aires alegres. Gerhard Jager vio de improviso a Anita delante de la ventanilla de su compartimento. Ella saludaba a alguien que partía en otro vagón. El trató de tomarle una mientras dejaba escapar emocionadamente de sus labios el nombre de ella:

—Anita…

Ella le sonrió indiferentemente y le arrojó también algunas flores.

—¡Tráeme lindas cosas de París.

Él asintió con la cabeza, pero no pudo responder, porque el tren, tomando velocidad, lo alejó de ella en medio de los clamores de las canciones militares y de los gritos de despedida. El remolino de los trajes blancos de verano de las muchachas fue la última visión que llevó en sus ojos.

Durante los primeros meses, Anita Stoll supo poco de su viejo amigo Gerhard. Después, las cartas y tarjetas enviadas desde los sitios de combate se hicieron más frecuentes. La joven se sintió mareada por la rapidez de los acontecimientos, y no alcanzó a comprender por qué, a medida que transcurría el tiempo, las cartas, en vez de acortarse, volvieron más extensas con el relato de los recuerdos de su infancia común.

Ella esperaba descripciones violentas de ataques audaces, pero cada nueva carta la desilusionaba con la repetición de cosas conocidas y pasadas.

La brigada de Gerhard sufrió un terrible contraste en la batalla de Flandes. Pocos días más tarde, sus parientes recibieron una carta en la cual contaba que solamente él y un grupo de veintisiete compañeros, de un total de doscientos hombres, habíanse salvado. Anita recibió una carta del lejano soldado, en la cual le hablaba extensamente de una mañana del mes de mayo y de  las flores blancas que crecían tras el claustro.

El padre del muchacho sacudió su cabeza al leer aquella triste carta. Era partidario de cosas más fuertes y hubiera preferido ver mayor heroísmo en las relaciones de su hijo. Anita tiró la carta de escritura apretada. Total, ella no recordaba aquella luminosa mañana de mayo.

Tal vez por ello fue la enorme sorpresa de los dos cuando supieron que la heroica actitud de Gerhard durante la acción de Flandes le había significado una condenación y una promoción  sobre el campo de batalla.

Algún tiempo después   obtuvo permiso para visitar al pueblo de su familia. Delgado, quemado por el sol, era un hombre distinto del que Anita había soñado a través de las cartas.

Contrastando con el orgullo de su padre, el joven Gerhard mostraba modesto, solemne y casi siempre distraído. El primer encuentro que tuvo a solas con Anita quedó largo rato sin hablar. Luego, tomóle suavemente la mano y le preguntó si ellos podrían casarse. Y pese a los argumentos que se le hicieron que eran ambos demasiado jóvenes, persistió en su resolución.  Tenía entonces diecinueve años y ella no había cumplido diecisiete.

En aquella época no llamaba la atención los noviazgos y casamientos ultra-rápidos. 

El entusiasmo general que la guerra había encendido, quitaba solemnidad a ceremonias que eran antes sagradas. 

Después de la momentánea sorpresa, Anita se acostumbró rápidamente a la idea de su casamiento. Le agradaba ser la primera entre sus compañeras de clase que se casaba. Le gustaba también la figura alta y recia del joven oficial en que se había convertido el grave Gerhard de sus juegos infantiles. 

Los parientes, ricos e inflamados de patriotismo, consintieron en la boda y se alegraron por la ocasión que se les presentaba de dar una gran fiesta. La ceremonia llevóse   a cabo al mediodía.   Durante la tarde, mientras se servía el “lunch”, apareció una edición extraordinaria del periódico local informando de una nueva gran victoria el frente Este. El padre de Gerhard salió en busca de un ejemplar, el cual leyó en alta voz a la entusiasta concurrencia. 

Diez mil rusos habían sido tomados prisioneros.

Los invitados al casamiento festejaron aquel suceso con verdadera orgía de regocijo. Se pronunciaron discursos, se cantaron canciones bélicas y Gerhard, con su severo uniforme gris, resaltaba como un héroe.

El cura le estrechó la mano con fuerza, el maestro de escuela  le palmoteó el hombro y su padre lo incitó a beber con todos, asociándose al entusiasmo colectivo y con él brindaron los presentes por la “victoria, fama y buena suerte en las batallas”. Gerhard, a quien aquel ambiente sólo había conseguido poner más taciturno, levantóse de un salto de su asiento y empuñó la copa mientras los demás quedaban en silencio expectativo, bajándola con tanta fuerza que al chocar con la mesa se rompió en mil pedazos.

—Usted…—dijo él—Ustedes—y mirando con ojos terribles a todos los comensales, ¿Qué saben ustedes de la guerra…—y se marchó?

Durante toda aquella noche, habló apasionadamente con Anita de la juventud, de sus propósitos futuros, de la vida. Todo el tiempo lo pasó hablando con ella, y sin embargo la muchacha creía que ni se refería a ella.

(Continuará la próxima semana)

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