Un Relato Histórico. LA SINIESTRA NOCHE DE NAVIDAD DE 1800

Written by Libre Online

22 de diciembre de 2021

Nada conviene más a un relato, por verídico que sea, que suprimir por medio de la inicial el apellido del principal personaje. Este procedimiento se impone aquí, precisamente porque el drama que va a leer es rigurosamente auténtico. La noble muchacha que fue la verdadera heroína quiso al retirarse del mundo, suprimirse de la historia. Y no se debe arrancar el velo con el cual intentó ocultar para siempre el apellido que llevaba y la incurable angustia de su corazón.

Una familia al día siguiente del terror

La joven que vamos a llamar Ana María de D…tenía veintitrés años en los últimos meses del siglo XVIII. Pertenecía pues a aquella generación, singularmente desorientada, que, criada en la calma del antiguo régimen, había sido arrastrada, a la edad en que despierta la inteligencia, por el formidable torbellino del huracán revolucionario. De la noche a la mañana, esos muchachos que nacieron en el los primeros años del reinado de Luis XVI vieron venir tras la apacible existencia provinciana el tumulto y los azares de la vida de aventuras: fugas precipitadas por la noche a la hora de la visita domiciliaria, tiroteos, disfraces, escondrijos, zozobras incesantes. El padre estaba en la cárcel, destinado al patíbulo; los hermanos mayores se habían unido al ejército de los Príncipes o a los chuanes de Bretaña; el castillo había sido quemado y confiscada la casa que poseían en la ciudad.

Los que sobrevivieron, acosados, fugitivos, escondidos usando nombres falsos en casa de campesinos desconfiados o aterrorizados, y otras cuyas familias trataron de reunirse al pasar el terror, no encontraron  hogar ni fortuna y se resignaron a vivir una vida miserable, con pánico de náufragos o de personas que hubiesen asistido al fin del mundo.

Tal era al principio el Consulado de la suerte de muchas familias francesas; tal había sido la suerte de Ana Marí D…Terminada la tormenta, ella y su madre se fueron a vivir a Versalles donde se agruparon, uniendo sus miserias, sus lamentos, sus rencores, muchos emigrados que volvieron, viudas de insurrectos realistas o de guillotinados, nobles arruinados cedientos de hallar un pobre cuarto en aquella ciudad donde habían poseído grandes residencias y numerosos domésticos.

Una de las personas visitadas con más frecuencia por las damas de D… era la señora de Limoelán, una bretoña que vivía retirada con sus dos hijos, uno había desaparecido, asesinado probablemente; el otro, de temperamento apacible, según ella y poco aficionado a las aventuras. Él vivía tranquilamente en Mantes. Le llamaban “el caballero”.

El caballero de Limoelán iba frecuentemente a Versalles para ver a su madre y sus hermanas. Era un hombre de treinta y dos años, esbelto y elegante; tenía el rostro largo y flaco, el pelo rubio, la nariz aguileña, los ojos azules, perfecta la dentadura y ancha la frente. Era muy presumido, pero ya fuese por miopía o  porque se sentía más cómodo protegiendo su mirada con lentes, usaba generalmente, gafas con gruesa armadura.

Desde el principio de la Revolución, el caballero había combatido a los republicanos, asaltando algunas diligencias -deporte puesto de moda en la época del Directorio-y conspirado con todo el mundo.

Muy juicioso después de la pacificación de la Vandea, decía a todos que soñaba con la vida regular; se jactaba de acatar las leyes, de admirar a Bonaparte y de tratar solamente a algunos realistas arrepentidos y a buenas damas consagradas a la devoción. La señora Limoelán, la madre, decía también que se adhería al nuevo régimen.

La belleza, el delicado encanto de Ana Maria hicieron una viva impresión en el corazón del caballero; por su parte, la muchacha experimentaba una romántica admiración por aquel hombre frío, reservado, casi tímido, que se había conducido como un héroe en tiempos de guerra. Se amaban, y se confesaron mutuamente su amor.

Las señoras de Limoelán y D…dieron su consentimiento para el matrimonio. Un sacerdote, que vivía escondido en Versalles, bendijo sus esponsales y aplazaron el casamiento para más tarde cuando Francia recobrara definitivamente la paz gracias a Bonaparte; entonces se olvidarían las discordias pasadas y se podría obtener la supresión del apellido de Limoelán de la lista de los emigrados, permitiendo así la celebración del matrimonio.

Mientras tanto, los novios se veían frecuentemente; su proyecto había recibido el consentimiento de un venerable religioso. Ese fraile había educado al caballero, inspirándole los deberes religiosos. Ana María era piadosa con esa piedad ciega de los corazones ingenuos. Era ardiente, realista, y lo único que le reprochaba a su novio era su resignación al nuevo régimen.

Además, el caballero, le ocultaba algo. Parecía resignarse, efectivamente, pero era para fingir mejor: había resuelto asesinar al Primer Cónsul.

El secreto del caballero

Limoelán, en París, desde hacía tres meses, tenía por cómplice a un antiguo compañero de insurrección. También había asociado a su proyecto a uno de sus domésticos, cuyo principal recurso era el asalto a las diligencias. El plan de los conjurados era meter en el coche un barril lleno de pólvora y metralla, situar el carruaje en el camino de Bonaparte, un día que éste saliera de las Tullerías, y provocar la explosión por medio de una mecha azufrada, matando al Cónsul y su escolta.

La vida que llevó Limoelán durante los días anteriores a Navidad, fue extraña, se trataba de no despertar en nada las sospechas de la policía más desconfiada y más hábil que podía existir. Conservando su domicilio en Mantes, donde residía oficialmente, había conseguido varios asilos en Paris.

Tenía un cuarto en la calle des Moineaux, en casa del ciudadano Leclere, pastelero, quien se asombraba mucho de las metamorfosis de su inquilino: éste se había presentado el primer día con cabellos negros y rostro completamente afeitado, reapareciendo el día siguiente con cabellera rubia. Dos días más tarde, era castaño: una semana después, su cara estaba provista de opulentas y espesas patillas. Y Leclere, que había presenciado muchas revoluciones, se reservaba sus asombros por temor a crear preocupaciones al gobierno.

Limoelán, había alquilado también un cuarto en casa de la viuda Jourdan, reparadora de medias de seda, y había conseguido otro en casa de una planchadora, la ciudadana Vallon. En casa de esta mujer, el barril debía recibir su carga de pólvora y metralla.

Todavía tenían que procurarse la pólvora, averiguar la hora de las próximas salidas del Cónsul y estudiar el lugar preciso donde su coche se encontrara con el otro.

Sin duda, cuando el caballero estaba al lado de Ana María, en el tranquilo domicilio de la señora D…, angustiado, preocupado por su poyecto, necesitaba hacer un esfuerzo sobrehumano para ahuyentar la obsesionante pesadilla y callar su terrible secreto, charlar libremente, bromear, interesarse por los pequeños detalles de su próxima vida conyugal. ¡Qué suplicio en semejantes horas! ¡Y qué sufrimiento disimulado cuando la muchacha, presintiendo tal vez algún misterio, miraba fijamente a su novio sin atreverse a preguntar.

Esos dramas íntimos, propios de las grandes tragedias de la historia, son más impresionantes a veces, en la discreción de su penumbra, que los mismos acontecimientos.

Víspera de Navidad

Cuando llegó el 23 de diciembre los amigos de la casa de Versalles, cuya piedad conocemos ya, se ocuparon de la manera con que asistirían la noche siguiente a la misa del gallo. Las iglesias no se entregaban todavía al culto católico, pero el gobierno autorizaba tácitamente la celebración de las misas en los oratorios particulares. El sacerdote que había bendecido los esponsales del caballero y Ana María, debía celebrar la misa del gallo en un cuarto en su domicilio; las señoras de Limoelán y de D…se creían obligadas a asistir.

Limoelán, invitado a acompañarlas, alegó una excusa. Aquella noche de Navidad debía ser la del atentado; a la hora que su novia se arrodillaría delante del altar, él estaría allá lejos, al lado de la máquina infernal.

Le dijo a Ana María que asistiría a la misa del gallo que el padre Cloriviere debía decir en París, en una casa particular, se citaron para un día próximo y después Limoelán se separó de su amada. Si volvía a verla, sería en medio de la alegría del triunfo; pues opinaba que su tentativa tendría necesariamente uno de estos dos resultados: el éxito o la muerte. Sin embargo, había otro, tan sorprendente o inesperado que no se le había ocurrido imaginarlo: no debía triunfar ni sucumbir, aunque vería por última vez esa noche a Ana María.

El 24 de diciembre, a eso de las cinco de la tarde, el doméstico y Limoelán llegaron a la calle Paradis, vestidos ambos con chaquetas azules como las que usaban los carreteros. El doméstico enganchó el caballo al coche. Al cabo de media hora pareció Saint-Rejant, llevando en una carretilla el barril lleno de pólvora y metralla; en seguida se colocaron en el coche y lo cubrieron con lona.

Los tres conjurados emprendieron la marcha hacia el lugar escogido.

El Primer Cónsul debía ir aquella noche a la Opera para asistir a la primera audición de un oratorio de Haydn; el espectáculo empezaría a las ocho. Tenían que esperar cerca de una hora. Frente al hotel de Longueville había un café, dentro del cual charlaban o jugaban apaciblemente unos veinte consumidores. A corta distancia de allí había una taberna y un expendio de carnes asadas; todos estos establecimientos estaban muy animados.

Eran ya las siete y media. Limoelán y Saint-Rejant se separaron; el primero, situado a un sitio conveniente, debía avisarle a su compañero en el momento oportuno, éste último sería el encargado de encender la mecha.

Se acercaba el momento. En el reloj de las Tullerías sonaron las ocho. Los jinetes de la escolta salían ya del patio del castillo.

El paso del Primer Cónsul

Pero Limoelán no se movía, estaba pensativo. En medio de la ansiedad de lo que se preparaba, su pensamiento había tomado un giro imprevisto: había volado hasta la tranquila casa de Versalles, junto a la muchacha que había adivinado su angustia y que rogaba por él seguramente. Y después como dominado por una luz interior, el caballero experimentó una duda, un remordimiento.

Cerca de él, en torbellino, pasaron sobre sus caballos lanzados al galope, los granaderos de la guardia, formando la escolta del Cónsul. Rodearon el coche; por el cristal, Limoelán distinguió el pálido rostro, el perfil del César que iba a morir dentro de un minuto. El cortejo se precipitó en la calle Saint-Nicaise, obstruyendo la estrechez de la calzada.

Un resplandor desconcertante, una formidable detonación, y seguidamente, unos clamores horribles, un tropel enloquecido. Los cristales de las ventanas, las armazones, las tejas de los techos, las fachadas de las tiendas, los ladrillos, las piedras de las paredes, las puertas, proyectados sobre el barrio, cayeron con un estruendo espantoso. En la noche, entre el tumulto, se oyeron alaridos. ¿Qué ocurría? Se ignoraba. El carruaje del Cónsul está lejos ya, Bonaparte entraba en la ópera en ese momento. ¿Pero quiénes eran los muertos? No se sabía.

Delante del hotel  de Longueville, el espectáculo era horroroso. Bajo los escombros amontonados, los cadáveres yacían deformes; de todas las casas desmanteladas salían rugidos de dolor. Los cafés estaba convertidos en carnicerías. En la brumosa oscuridad se veían arrastrarse sobre el fangoso pavimento seres desfigurados, algunos estaban desnudos, desvestidos por la conmoción; varios infelices, ciegos de repente, gritaban desesperados; otros se habían vuelto locos y reían a carcajadas. Y nadie podía explicarse el motivo de la catástrofe. Un momento antes había por allí obstruyendo la calle, un coche cuidado por una niña, pero no queda nada de eso: el caballo, el coche, la chiquilla, todo había desaparecido, aniquilado.

Después de la explosión

Dos horas más tarde Limoelán tocaba a la puerta de la casa donde residía Saint-Rejant; una mujer abrió.

-¿Regresó ya el señor? -preguntó el caballero ansiosamente.

Ante la respuesta afirmativa, entró en casa de Saint-Rejant. Este estaba acostado en su cama, jadiante, fatigado.

Después de haber encendido la mecha, había perdido el conocimiento; no se había dado cuenta de lo ocurrido. Al cabo de un rato, se había arrastrado hasta su casa y había podido subir hasta su cuarto.

Limoelán llamó a la mujer.

-Está bastante mal -dijo-, hay que buscar un confesor.

La mujer interrogó:

-¿Qué tiene?

-Un caballo lo lanzó al suelo y lo pisoteó. Voy a buscar un confesor.

-Un médico más bien -sugirió la mujer.

Limoleán salió, a las once reapareció con su tío, el padre Cloriviere, pues lo había encontrado preparándose para celebrar la misa del gallo en la sala de una casa amiga. Después de la confesión , un médico que llegó en ese momento le aplicó una sangría.

Al día siguiente, el herido estaba mucho mejor; quiso salir. A pesar de las advertencias de la mujer, salió al fin y no volvió. Se refugió en casa de la señora Jourdan, donde permaneció veinte días.

Después del atentado el doméstico que ayudó a Limoelán, se había refugiado en casa de su hermana, la señora Vallon. Preocupándose por la suerte de su cómplice más que por su propia seguridad, Limoelán fue a buscarlo una noche, bajo una lluvia torencial, y utilizando la influencia del padre Cloriviere, lo escondió en un convento.

Persecución

La policía no descansaba, naturalmente había recogido algunos pedazos de la yegua negra y había reunido a todos los traficantes en caballos de París para que los examinaran. Así pudieron conocer, por medio del comerciante, las señas personales del doméstico. Pero cuando buscaron al hombre, todas las investigaciones resultaron vanas, y hubieran seguido así si el cómplice de Limoelán, sin habituarse a la vida del claustro, no se hubiese arriesgado a salir. Un policía lo siguió en la calle y lo reconoció. Lo arrestaron el 18 de enero y lo encarcelaron en el Temple.

Diez días después una patrulla encontró a Saint-Rejant; desde hacía una semana, éste andaba por las calles, sin atreverse a tocar en ninguna puerta. Lo recluyeron en el Temple, y encarcelaron aquella misma noche a la mujer en cuya casa había vivido, al pastelero Leclere y a la señora Jourdan. Los interrogatorios revelaron que el principal autor del atentado era Limoelán, su captura parecía ser una cuestión de horas.

El 1 de abril de 1801 los acusados comparecieron frente a un tribunal criminal, el cual los condenó a muerte. Limoelán no apareció. Sin embargo estaba todavía en París y la policía lo buscaba con tesón.

El adiós a la novia

Limoelán se había refugiado en los sótanos abandonados de la iglesia de San Lorenzo, donde permaneció cuatro semanas. Pero en mayo se atrevió a salir y llegó a Bretaña. En Bretaña anduvo de refugio en refugio, escondiéndose sucesivamente en el castillo de Limoelán y en las diversas aldeas cercanas. Cuando encontró un sitio seguro y los medios para embarcarse a América del Norte le escribió a Ana María. Le proponía a la novia que lo acompañara a Baltimore. Ana María tardó mucho en contestar y, al fin, su respuesta fue una despedida. Le había prometido a Dios encerrarse para siempre en un convento si Limoelán se salvaba, y en la soledad del claustro no cesaría de dar gracias al cielo por su milagrosa intervención.

El fin de un conspirador

Seis años más tarde, un francés nómada tocó a la puerta del seminario de Santa María, en Baltimore. Dijo que se llamaba Cloriviere, pidió una celda y el favor de ser admitido allí. Era el caballero Limoelán.

Su retiro de Baltimore duró tres meses, había perfeccionado su latín y decidió tomar el hábito religioso.

En los Estados Unidos ignoraron siempre la verdadera identidad de Limoelán y su tenebrosa historia. Bajo el seudónimo de Clodiviere recibió la tonsura eclesiástica en la cuaresma en 1807. En agosto de 1812 le confirieron las sagradas órdenes, y el arzobispo de Baltimore, monseñor Carroll, le entregó el curato de Charleston. Limoelán se hizo capellán del convento de la Visitación de Georgetown. Las damas del convento lo considerabana como un santo y algo también como un mártir.

Con piedad infinita, humilde y ferviente, oficiaba todos los años en la noche de Navidad. Durante las horas anteriores a la misa, permanecía prosternado, rezando delante del tabernáculo, y nadie podía sospechar el trágico perenigraje que efectuaba entonces su pensamiento. Recordaba aquella trágica noche de Navidad, el coche con su barril de pólvora y metralla, la inocente chiquilla que sujetaba la rienda de la yegua negra, la terrible explosión, los cadáveres despedazados y los espantosos gritos de los heridos. Se acordaba de sus dos amigos muertos en el patíbulo.

La lápida, bajo la cual reposa, desde el 29 de septiembre de 1826, en la cripta de la capilla de su convento, tiene el nombre de Clodiviere. Desde entonces nunca faltan las flores y los cirios encendidos sobre aquella tumba, casi anónima que las personas piadosas de la región visitan como un lugar de perenigraje.

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