Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Silencio
Los pájaros se han dormido
y un quedo rumor de hojas
anuncia un viento vencido.
Sylvia Landa.
Del poemario Mar de adentro.
Jacinto a duras penas se aseaba y el afeitado ya no fue diario. Perdió apetito y un anochecer de remembranza asfixiante puso, con furia, en el pequeño altar hogareño, de espaldas a la pared la imagen de la Virgen de La Caridad del Cobre de la que Florinda y él fueron devotos y cuyo santuario en la provincia de Oriente, municipio del mismo nombre, visitaron dos veces, coincidiendo la primera con la ocasión en que el escritor norteamericano Ernest Hemingway le donó al templo, de La Patrona de la Isla Prodigiosa, la medalla del Premio Nobel de Literatura.
Impotentes, los familiares asistían al deterioro paulatino de Jacinto y hubo hasta quien vaticinó: No le queda mucha vida. No obstante, una mala noticia le hizo reaccionar. Una noche de lunes Selena y Eutimio, de manera inusual, lo visitaron a una hora en que se suponía descansaban de las labores diarias. ¿Qué está pasando…? , indagó, tan pronto les abrió la puerta. Hoy, un examen médico, confirmó que papá tiene un avanzado cáncer estomacal, Eutimio fue directo. ¿Ulises con cáncer…? No, no, ¡eso no puede ser…!, negó la realidad. Sí, papá, mi suegro; tu compadre Ulises se nos muere y tú, más que nadie, tiene que acompañarlo en este trance, Selena le dijo categórica. ¿Lo sabe él? Fue el primero en enterarse, Eutimio respondió. ¿Y Artemisa…? Mañana él mismo se lo dirá, pero quiere que tú, mis hermanos y nosotros estemos presentes para que mamá sepa que no está ni estará sola en esta desgracia, Eutimio aclaró. ¡No faltaba más!, Jacinto exclamó y desde ese mismo instante depuso su dolor y abandono de viudo inconsolable para acompañar, en la penuria, al matrimonio apreciado.
Jacinto en beneficio del amigo enfermo recuperó el humor y prácticamente se mudó para el hogar de Ulises y Artemisa. A la Virgen de La Caridad del Cobre, le levantó el castigo; se disculpó por la ofensa y a raíz de entonces con frecuencia le ofrendaba flores amarillas, acompañadas de oraciones en las que fervorosamente pedía un milagro sanador que beneficiara a Ulises.
No obstante, ciencia y plegarias nada pudieron contra el mal que paulatino pero implacable engullía la existencia del condenado. Ulises, poco antes de caer en la inconsciencia definitiva, le solicitó al personal médico que lo atendía, así como a los hijos y nietos presentes que le concedieran unos minutos para hablar, en privado, con Artemisa y Jacinto: Florinda, poco antes de morir nos encomendó que cuidáramos de ti, Ulises fue directo. Por supuesto, fue un pedido innecesario, porque nosotros, los cuatro, siempre funcionamos con armonía absoluta. Ahora yo, sé que no hace falta que lo diga, puntualizó, seré el próximo en partir y quiero que cuides de Artemisa como yo lo he hecho y tú lo hiciste con Florinda, que en paz descanse y a quien espero ver en breve.
Tanto Jacinto como Artemisa, con independencia uno del otro, experimentaron cortedad y no desprendieron las miradas respectivas del rostro de Ulises que, haciéndose cargo de la situación embarazosa que estaba creando, sonrió enigmático y suavizó al recordar: Florinda nos dijo, más o menos, que hijos y nietos no son lo mismo, porque la juventud toma distancia de la vejez y los viejos; viejos somos. ¡Te la encargo!, determinó.
Ulises dejó de respirar horas después. Sucedió al amanecer de un día que despertó bajo una fuerte tormenta de verano que en el cielo oscuro trazaba el zigzagueo de centellas que eructaban truenos. Y bajo aguaceros que derivaron en temporal se veló y sepultó el cuerpo del que en vida todos quisieron.
(Continuará la semana próxima)
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