MARTÍ EN MI VIDA  

Written by Rev. Martin Añorga

23 de enero de 2024

Pocas veces escribo artículos personales, pero en esta ocasión no puedo resistirme a la necesidad de contar mis experiencias sobre la vida y la persona de José Martí.

De muchacho mi familia vivía en una estrecha calle cerca de la terminal nacional de trenes en La Habana, a pocas cuadras de la linda casita donde nació el Apóstol en la calle Paula. Incontables las veces que recorrí aquella casa, modesta, pero limpiamente acomodada. Hace unos setenta años  no había limitaciones. La casa de Martí estaba abierta para todos, y era continuamente visitada por estudiantes, jóvenes y adultos que atesoraban amor y admiración agradecida por el más extraordinario cubano de la historia.

Recuerdo específicamente una mañana del 28 de enero en la que La Habana estaba siendo azotada por una inusitada ola de frío. Antes de irnos al desfile en el parque central frente a la estatua del Apóstol para dedicarle la ofrenda de sus preferidas flores blancas, fuimos parte de una comisión escolar que teníamos como obligación adornar de flores la casita de la calle Paula, cantar el himno nacional y disfrutar de las citas de algunos de sus pensamientos y de sus versos. Tendría yo apenas unos trece años y borré de mis ojos la pena y me eché a llorar. Todavía hoy, al escribir estas palabras más de setenta años después las lágrimas empañan mis ojos.

Probablemente muchos recuerden el desfile martiano anual que todas las escuelas de la capital realizaban para honrar la obra y vida del Apóstol Martí. Había siempre palcos en los que tomaban asiento las figuras públicas más prominentes del país,  entre éstas el presidente de la República y su gabinete de gobierno, los legisladores y dignatarios procedentes de otros horizontes. Muchas veces, a solas con mis pensamientos, me senté a la sombra de algún árbol contemplando la efigie del Apóstol. Nunca imaginé que mi vida iba a tomar otros rumbos y que me tocaría la tristeza cubana de venerar a Martí desde tierras amigas, pero ajenas.

Una experiencia imborrable fue  la de nuestra visita a la finca El Abra, en  Isla de Pinos donde en su adolescencia ya Martí llevaba grilletes atados a sus piernas mientras realizaba trabajos forzados por el santo delito de amar a Cuba y su libertad. Temblé como una hoja expuesta a la intemperie cuando vi La Biblia de Martí atrapada en una urna de cristal y oía el vibrante discurso de mi maestro de historia, y posteriormente gran amigo,  el Dr. Carlos Iñíguez. ¿Habrá cubano cuya voz no se quiebre cuando repite estos versos escritos para su madre por José Martí cuando apenas contaba diecisiete años? “Mírame, madre, y por tu amor no llores, si esclavo de mis ideas y mis doctrinas, tu mártir corazón llené de espinas, piensa que nacen entre espinas flores”.

Nunca más pude volver a Isla de Pinos; pero la imagen del joven delgado y de débil complexión, sufriendo por su patria y enviado al destierro con insólita crueldad, me la grabé para siempre en el alma. Martí no solamente ha sido mi héroe, sino la mayor inspiración humana para mi  propia vida.

Corrieron los años y a lo largo de los mismos he pronunciado decenas de discursos sobre Martí y he escrito incontables artículos sobre su vida; pero probablemente ésta es la única ocasión en que hablo de manera personal acerca de mis relaciones anímicas con el Apóstol. Estaba yo radicado en la provincia oriental y adopté  como una fijación irme una tarde a Dos Ríos, donde cayera fulminado por balas enemigas el  Apóstol de nuestras hoy frustradas libertades. Recuerdo que desde la ciudad de Victoria de las Tunas, en compañía de un joven experto y transitando por un rústico camino de piedras, llegamos a la confluencia de los ríos Contramaestre y Cauto. Medio cubierto por la maleza  se erguía un modesto obelisco, con borrosas inscripciones, que señalaban el sitio en el que había caído, “de cara al sol” el Apóstol. Me impresionó el solitario paisaje. Me sentí como si estuviera en una catedral cuyo techo es el cielo y cuya música sacra eran los ritmos de las aves que revoleteaban por el lugar. Había restos de flores; pero centenares de mariposas convertían en santo jardín el desolado lugar. Tengo entendido que hoy el santuario de Dos Ríos ha sido remozado, con instalaciones que exaltan la Memoria del héroe cuya sangre santificó ese agreste rincón de Cuba.

No sé cuántos años han pasado de mi visita a Dos Ríos; pero todavía, en  una que otra tarde primaveral, siento sobre mi rostro el beso de la suave brisa de aquel lugar donde entregó su vida a la conquista de la libertad uno de los más grandes hombres que ha dado América.

No puedo terminar este recuento personal sin mencionar el miércoles 28 de enero de 1953. En una excursión que preparamos desde Placetas, pueblo en el que desempeñaba mis labores pastorales, nos dirigimos a Santiago de Cuba para participar de la celebración del centenario de nuestro Apóstol José Martí.

Se estaba dedicando el Memorial en el cementerio Santa Ifigenia que conmemoraba los 100 años del nacimiento del Apóstol de nuestra redención nacional. Aquella mañana eran miles las personas que dejaban caer una flor blanca sobre la estrella, iluminada con la presencia de una bandera que indicaba el sitio donde descansan los sagrados restos martianos.

Es increíble, pero desde aquella mañana, cada vez que escucho estas dos estrofas martianas, se me anega el alma en un silencioso correr de lágrimas:

“Yo quiero, cuando me muera,

sin patria, pero sin amo,

tener en mi losa un ramo

de flores, ¡y una bandera!”.

“Yo quiero salir del mundo

por la puerta natural:

en un carro de hojas verdes

a morir me habrán de llevar.

No me pongan en lo oscuro

a morir como un traidor.

Yo soy bueno, y como bueno,

Moriré de cara al sol.”

Desde lo profundo de mi corazón quiero, agradecer profundamente a Dios la vida de nuestro Apóstol José Martí. Dentro de mí, como un secreto que no puedo ocultar, me siento como si hubiera sido amigo y discípulo del más grande cubano que le ha concedido Dios a nuestra patria.                 

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