Desde el 28 de septiembre de 1945, día en que nació mi hermano, yo dejé de ser “Estebita en singular” para convertirnos en “Estebita y Carlos Enrique”.

Cuando pasábamos por las casas de los coterráneos todos decían: “Ahí va Ana María con Estebita y Carlos Enrique”.

No recuerdo una sola vez en que mi madre me llamara a mi solito, constantemente, diariamente, la escuchaba decir: “Vengan acá, Estebita y Carlos Enrique”.

Yo era egoísta, él era la persona más noble, altruista, y desinteresada que yo he conocido en mi vida.

Los Reyes Magos nos traían regalos e invariablemente él me decía: “Mi hermano coge todo lo que tú quieras y déjame lo que no quieras”.

Yo lo quería mucho, pero él -en todo momento- me demostraba con hechos que él me quería más.

Muchísimo más inteligente que yo, mucho más educado que yo.

Mientras yo pedía un guante para jugar pelota, él quería libros para leer.

Yo iba al estadio de béisbol de Güines y él me decía: “Yo voy contigo, pero brinco al frente para hablar de poesía con Barima Gort”.

Mil veces más religioso y católico que yo; yo fui anticastrista desde el primero de enero del 59, y él lo fue antes.

Sin embargo, nunca pidió, ni intentó, ni aceptó salir de Cuba.

Jorge Riopedre fue a buscarlo por Camarioca, Milton Sori intentó sacarlo por el Mariel. Él no demostró el menor deseo de salir.

Hace un mes le pregunté: “¿Ya estás listo para salir?” Y me dijo: “No, no estoy en condiciones físicas para salir”.

Tres amigos míos -y de él- cooperaron muchísimo ayudándome (ayudándolo) y se portaron como si fueran también sus hermanos: Manolo Amich, Jesús Ysidro Hernández Torres y su hijo Jadir Hernández.

La mujer que más respeto me instaba siempre a ayudarlo y a comunicarme con él. Daysi Dávila me informaba sobre su precaria salud.

Mi prima Indira Gómez fue a visitarlo al asilo de El Cangre donde se encontraba recluido.

A todos muchas gracias. Descanse en Paz mi hermano.