El entierro del enterrador

Written by Libre Online

16 de julio de 2024

Capítulo IX

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

El enterrador señala con una mano.

-Mira para el panteón que tiene la estatua de la virgen con el niño Jesús.

-Ya… ¡Ya la vi…! ¿Cierras tú solo el cementerio?

-Sí, yo me encargo de cerrar 

-Generoso responde con resignación burlona. El ayudante, en su apresuramiento, no lo escucha.

-Habíamos quedado que nos veríamos enseguida que yo terminara de tapar a los fusilados -la cuestiona.

-Se presentó un cliente. No habías terminado el trabajo y yo no iba a estar perdiendo el tiempo. No me demoré casi nada -razona de manera tan llana que desarma el enojo de Felipito.

-Pensé que te habías olvidado de mí y te habías ido con otro -confiesa tímido.

-¡Tengo palabra! Aquí no podemos seguir -al instante interpone-. El agua está muy fría y no para de caer. ¿Dónde vamos a ocuparnos?

-En mi casa.

-¿Cómo anoche?

-Sí, como anoche.

Ella evalúa la propuesta y aclara.

-Porque sea en tu casa no voy a bajar el precio, ni hacerte un regalo como ayer.

-Nada te pedí. Anoche fuiste a mi cama porque quisiste. Hoy es igual y también puedes quedarte a dormir 

-respira la atmósfera húmeda y añade-. Parece que no va a parar de llover.

-Tengo frío -Juana, con un estremecimiento, admite.

-Vamos; Generoso espera por nosotros para cerrar la reja.

A semejanza de la noche anterior, por separado, se bañan. Luego, en ropas ligeras, sentados en la cocina, comen pan con dulce de guayaba que Felipito prepara.

-¡Qué bueno está este pan con timba! -Juana se relame de gusto.

-¿Tenías hambre?

-Desde el mediodía en que tomé un café con leche no había vuelto a comer. A veces el hambre se me olvida. 

-¿Quieres más?

-Después que terminemos. Para ocuparse es mejor no llenar la panza.

La referencia al inminente lance sexual estimula a Felipito que respira hondo y enrojece.

Ella se percata de la inquietud lujuriosa del joven. Apresura la ingestión del refrigerio y con el último bocado dice.

-Vamos.

Felipito se incorpora. Elude mirarla a los ojos y silencioso la precede.

Juana, al trasponer el umbral de la habitación, se adelanta. Con sencillez se despoja de la ropa y se tiende sobre la cama. Felipito la mira turbado y traga en seco.

-Quítate la tuya -lo invita.

-Primero voy a apagar la luz… -balbucea.

-Me gustaría tener una lucecita prendida.

-Voy al cuarto de mis padres, por el quinqué.

Regresa con la lámpara encendida. La coloca junto al lecho, encima de la mesita e interrumpe la luz eléctrica.

-Acaba de quitarte la ropa y acuéstate -ella insiste.

El deseo carnal acumulado y la voz femenina que lo incita a desnudarse y compartir el lecho, rompen la barrera de la timidez. En un santiamén se desprende de la vestimenta y con crujir de bastidor cae sobre el cuerpo delgado de Juana.

-¡Cuidado que me aplastas! -con voz entrecortada protesta.

Felipito en un lapso de goce supremo atrapa y comprime la vida, en un mundo de interjecciones eternas que se aquietan a impulsos de una eyaculación convulsa. Respira hondo, sudoroso se relaja encima del cuerpo femenino y siente cómo su corazón encuentra eco en el pecho de Juana. -¡Quítate que pesas mucho! -protesta.

Felipito, con un suspiro de satisfacción se echa a un lado. Queda boca arriba y prende la mirada del techo. Está feliz, un sentimiento de realización se apodera de su ser y el anhelo adquiere ligereza al punto que. sin rodeos, le propone a Juana. -Quédate a vivir conmigo. -¡Estás loco!

-Loca estás por llevar la vida que llevas. Conmigo tendrías casa, comida y un compañero.

-¡No me meto en tu vida; no lo hagas con la mía! -protesta.

-¡Si no me meto en tu vida! -se retracta-. Quise decir que me gustas y quisiera que fueras mi mujer. -Quiero estudiar -alega. -Pero no estás haciéndolo.

-Ya lo haré. El capitán Rene Rodríguez lo ha prometido.

-Aquí, en el barrio yo podría pagarte clases de corte y costura. A una buena costurera no le falta trabajo. Te compraría una máquina «Singer», de pedal, y trabajarías en la casa. Como ayudante de enterrador, entre sueldo, propinas y buscas, mes con mes, siempre salgo bien. Generoso se está poniendo viejo; algún día se retirará y yo seré el enterrador. ¿Qué dices?

-Conmigo estás embullado porque nunca te habías acostado con una mujer. Si pruebas a otras, a lo mejor cambias de idea. Las hay muy bonitas. Acuérdate que cobro menos por lo mal encabada que estoy y no tengo, como dicen por ahí, «carne ni para una empanada».

-Te quiero a ti -se empecina.

Ella suelta una risita y repite.

-¡Estás loco…!

-No lo estoy. Todo el mundo me bonchea por el babeo. Tú no lo hiciste y desde la primera vez que estuvimos juntos se me cortó.

-No soporto que se rían de mí, por eso no se lo hago a nadie. Además, en este negocio, hombre que trates mal no vuelve contigo.

-No quiero ser un hombre más, quiero ser tu marido -acentúa en un arranque de audacia.

-Ya terminamos; tengo sueño. Voy para la cama de tus padres. Me llevo el quinqué -cortante, desvía el tema.

-Otra cosa es que no te guste como hombre… -lanza la duda.

Juana queda a medio incorporar y lo mira conciliadora. -Ese no es el problema. -¿Y cuál es…?

-Todos saben de qué vivo; por eso me llaman Juana Regimiento. A la larga eso no le cae bien a ningún hombre. -¡A mí no me importa!

-Prefiero -lo interrumpe -esperar por la promesa del capitán Rodríguez e irme a estudiar a la capital. Allí nadie me

conoce.

-¡No me importa lo que has hecho! -se obstina-. Y si alguien se mete contigo, ¡le parto la crisma! -más reflexivo prosigue-. En el Barrio del Cementerio la gente se fija poco en esas cosas. Aquí la vida no es fácil y todo el mundo piensa en resolver el condumio diario. Por otro lado, en este pueblo, el que no tiene de congo tiene de carabalí.

-Otro día hablamos -dice y se incorpora.

-Quédate a dormir conmigo… -propone tímidamente.

-¡Qué va! Ya hice mi trabajo y ahora quiero descansar.

-¡Por los restos de mi madre te juro que no te toco! -casi le suplica-. Estoy muy solo.

-Yo también. En verdad nunca me ha gustado dormir sola. Desde que nací y mientras tuve familia siempre dormí con dos o tres. En el rancho éramos siete y nada más había dos camas de hierro y una hamaca, para el abuelo. Pero una cosa es dormir con alguien de tu propia sangre y otra es hacerlo con un extraño que cada vez que se despierta quiere montarte como si fueras una puerca ruina. ¡Ese perro ya me ha mordido bastante!

-¡Prueba conmigo! No estoy engañándote, cógeme confianza -ella titubea y él insiste-. Mis intenciones contigo son serias.

-Está bien -accede-. Pero para dormir no te me pegues.

Felipito se hace a un lado y ella vuelve al lecho.

Están tendidos de espaldas y comparten una timidez súbita. Juana disimula y con los ojos, a la escasa luz de la lámpara, cuenta las vigas del techo. Felipito quiebra el silencio.

-Es raro el domingo que no voy a cazar tomeguines. Tengo una jaula de güin con cuatro trampas de remolinos que son un fenómeno. Y como señuelo un tomeguín del pinar que no para de cantar. Acompáñame este domingo.

-¿A cazar tomeguines? -se sorprende.

-Claro que sí. Eres guajira y tiene que gustarte el campo.

-Me gusta el campo -corrobora-. Mi padre, que en paz descanse, con un casillo agarraba guineos jíbaros para darnos de comer. De niña, junto a mis hermanos, lo ayudaba.

-Entonces… ¿vas a acompañarme?

-Hace tiempo que no me entretengo -comenta para sí.

-\Embúllate y dime que sí!

-Para el domingo faltan tres días, luego te digo. Ahora déjame dormir -elude concretar y cierra los ojos.

Felipito al amanecer del día siguiente, como es usual, despierta con el canto de un gallo cercano. De un vistazo comprueba que Juana no está a su lado. Se lanza del lecho y sobre la mesita de noche descubre el peso que le pagó por los servicios sexuales. Inquieto la busca en el resto de la vivienda y no la encuentra. Juana se ha marchado sin despedirse.

Esa noche, antes y después de los fusilamientos, tampoco la ve en el cementerio. Preocupado y con creciente mal humor no disfruta el manejo de la excavadora. Generoso, medio borracho, por ratos lo embroma y por ratos despotrica contra el ruido y el humo que despide la maquinaria.

Aproximadamente, a las once de la noche regresa a la casa. Para su sorpresa, Juana está sentada junto a la puerta y con su cuerpo bloquea el acceso a la vivienda. La joven inclina el torso hacia delante. Las piernas, recogidas, las enlaza con las manos y a la altura de las rodillas oculta el rostro entre los brazos desnudos.

-¡Todo el santo día he estado preocupado por ti! Esta noche tampoco estuviste en el cementerio. ¿Por qué en la mañana te fuiste sin despertarme y dejaste el dinero? -Felipito atropella las palabras y deja escapar el reproche.

Juana no responde ni varía la posición corporal. Sin embargo, exhala un gemido ronco.

-¿Qué pasa Juana…? ¿Por qué no hablas…? -se inquieta y se agacha frente a ella-. ¿Estás enferma? A ver… levanta la cabeza -al no lograr contesta le separa los brazos y la toma por la barbilla. Ella rehuye el contacto y Felipito delicadamente,

I

J. A. Albertini

pero con firmeza, la fuerza a levantar el rostro. Un vestí luna penetra la noche y adivina las facciones de la joven.

-¿Pero qué te han hecho…? -exclama espantado-. ¿’ fue el hijo de la grandísima puta que te ha puesto la cara -ella solloza y busca la protección del hombre-. ¡Dime quién fue que lo mato!

De manera paradójica una retransmisión del programt humorístico «La Tremenda Corte», saturado de risa, brota de una vivienda próxima: «¡A la reja…!», el personaje radial Trespatines grita a voz en cuello para terminar lamentándose. «¡Cosaaa más grande la vida…!»

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