Por Gerardo del Valle (1934)
Cuando el administrador lo supo, le preguntó a Sánchez si le molestaba ese trabajo. El joven sonrió, alegando que estaba agradecido al maquinista por el cambio, y pues las máquinas eran harto pesadas para un hombre como él.
A los pocos días de convivir en el Central, Genaro halló amigos de rango económico y social. En aquella finca, enclavada en el corazón de la selva, las personas de roce distinguido escaseaban: el joven había corrido mundo, sabía hablar de todo y además plañía magistralmente la guitarra. Varios colonos le propusieron trabajo en las pesas y tras bordadores de sus haciendas y lo rechazó. Hallaba voluptuosidad en su humilde empleo, que le servía para conocer más a fondo a los hombres. ¿Era acaso un filósofo? Era distinto a todos los individuos de la fábrica de azúcar. Su pequeño sueldo de cuarenta pesos al mes no le permitía abonar en la “mesa de primera” de la fonda, circunstancia que regocijaba al maquinista. Algunas veces era invitado a almorzar en los chalecitos.
Arnaldo censuraba acremente al administrador por querer retenerle en el Ingenio. ¿Por qué no le regalaba el sueldo, ya que tanto interés ponía en protegerle? Sánchez era la obsesión de día y de noche del maquinista.
Un día, Arnaldo pudo coordinar serenamente su pensamiento, sentado sobre el césped de una loma. Las ráfagas de aire puro llevaron alguna luz en su cerebro. Pensaba en su tema favorito: el barrendero. Verdaderamente la popularidad del peón se basaba en su roce social, en la amabilidad innata de sus gestos y sus palabras y en el resultado de sus viajes. El maquinista estaba dotado de una voluntad de hierro, de esas que jamás se doblegan ante nada por lograr un propósito. No le sería difícil adquirir conocimientos, refinarse. Faltaba un mes para finalizar la zafra; tenía ahorrados más de tres mil pesos y mil más que seguramente le darían de regalo.
Podría muy bien viajar por los Estados Unidos durante el tiempo muerto. Meditó por los motivos que tuviera para sentir aquella gratuita animadversión hacia Sánchez. ¿Envidia? ¡ Ca, hombre! ¡Era risible pensarlo! ¡Un ser débil, sin arrogancia en su figura y sin estar preparado para ganar sueldos en el Ingenio! ¿Qué le iba a envidiar? Su cólera contra Genaro era la cólera del noble que ve al plebeyo, por un golpe revolucionario, usurpar sus derechos y sus privilegios. Era la cólera del capitán contra el alistado que por circunstancias del destino llega a coronel. Su alto cargo y la cifra que ganaba debía a su juicio, elevarle muy alto en la estimación de ricos y pobres en el Ingenio. ¿Cuánto dinero no ahorraba su pericia a la compañía? ¿No representaba ello un gran concurso para la patria? Su cólera tenía también el calor del que se cree flagelado por la injusticia. ¡Atenciones y simpatía para aquel miserable aventurero, punto inadvertido en la empresa millonaria mientras que la de él, el primer maquinista, era indispensable! Su renuncia irrogaba perjuicios al central y se habrían hallado dificultades para el reemplazo. Para el puesto de Sánchez los había por millares y mejores.
Resolvió dar el viaje a los Estados Unidos.
Seis meses en los Estados Unidos, si bien le ilustraron algo por su constancia al estudio, en lo referente a la dulcificación de su carácter, que él juzgaba falta de lecturas, volvió en las mismas condiciones. Hay cualidades que no se adquieren porque forman parte innata de la personalidad del individuo y la simpatía que emergen ciertos seres en el fluido psíquico que hace los caudillos llevar al triunfo a las masas y cambiar el escenario de las cosas que parecen indestructible para los cerebros dogmáticos. Hay personas buenas, desinteresadas, de fondo bondadoso, como Arnaldo, pero jamás logran ser apreciadas.
Cuando descendió en el andén del batey dirigió la vista a su alrededor. Notaba animación extraordinaria: músicas, y cantos, y risas, llenaban el aire con su regocijo. Se dirigió a un chalecito sin que nadie se diera cuenta de su llegada. Dejó sus maletas y a poco se halló con el mayordomo.
– ¿Qué fiesta es esa? le preguntó.
– ¿Será posible que lo ignore usted?
-Acabo de llegar de La Habana, después de haber permanecido seis meses en los Estados Unidos.
-Esta noche se casa el nuevo administrador. Don Felipe se retiró por su mala salud.
-No conozco ese nuevo administrador. Tendré que verle enseguida.
-Conocerle, le conoce usted, como todos los del Ingenio…
-No acierto a adivinarlo.
-Es una cosa rara que jamás se había visto, pero el muchacho se lo merece y parece que ha probado que sirve para el puesto. El nuevo administrador es Genaro Sánchez, el joven simpático que barría en el Ingenio. ¡Qué cambio de fortuna! Es verdad que él venía preparado para cualquier cosa.
Arnaldo quedó helado. Una palidez amarillenta corrió por todo su cuerpo como si recibiera una noticia fatal. ¿Bromeaba el mayordomo? ¡Lo absurdo de lo absurdo! ¡Sánchez administrador del Ingenio! ¿Cómo pudo el mendigo conquistar puesto tan alto? ¿Qué medios utilizó para persuadir a la directiva, conocedora de su origen en el Ingenio? O Sánchez era un brujo que daba brebajes a todos o todos se habían vuelto locos.
Todavía le restaba otra sorpresa.
– ¿No sabe usted con quién se casa?
– Ni quiero. No me importan los asuntos ajenos.
-Pues con Margarita, la hija del presidente de la compañía. A las ocho es la ceremonia, en la capilla del Ingenio.
Arnaldo creyó que de improviso le habían amarrado a la cola de un caballo cerrero y que le arrastraban por todo el central. Por muchas vueltas que daban sus células, no atinaba a comprender. El mayordomo, percibiendo su anormalidad, le brindó su concurso. Arnaldo bruscamente le abandonó y comenzó a andar apresuradamente de un lado para otro del batey sin orientación. Al fin se sentó junto a una palma. ¿Cómo era la vida? ¿Cómo podían suceder esas cosas? ¿Como el último podía ser el primero de la noche a la mañana? ¡Sánchez, el odioso barrendero, casarse con la hija del presidente, a quien él miraba como si fuera una diosa! Él no podía, en lo adelante, ser el subalterno del muchacho.
Se levantó furioso y recogió de su casa todos los objetos que allí le quedaban. Luego llegó a casa del mayordomo y le dijo furioso:
-Tome, García. Entréguele esto al mismo presidente: Es mi renuncia irrevocable. Adiós.
Y sin esperar respuesta corrió al andén donde todavía estaba el tren, próximo a partir. Subió. Sentado junto a la ventanilla se sintió algo calmado en su fiebre, pero no así en su cólera. Fue hasta la plataforma y al arrancar el tren gritó, agitando los puños crispados:
– ¡Maldito seas, Ingenio! ¡Que vueles con todos los que en ti viven!
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