¡AQUÍ ESTÁ LA “MACORINA”!

Written by Libre Online

24 de octubre de 2023

(“Yo fui la primera mujer que en Cuba condujo un automóvil”)

–dice María Calvo

Por Guillermo Villarronda (1958)

Su voz llegaba mojada de angustia, como cansada de estar dentro:

—Detesté siempre ese sobrenombre. Me llamo María Calvo Nodarse.

–Pero la “Macorina” es tan conocida que muchos creen que no existió o que se trata de una invención del pueblo.

—Daría lo que tuve y lo que me falta por borrar ese mote de mi vida. Es desalentador que sepan de nosotros por una 

palabra que nos hiere en lo más profundo.

—Sin embargo, millares de ciudadanos querrían conocer su historia.

—¿Por qué? ¿Soy acaso una heroína de novela? No sabía que una simple belleza del pasado pudiera interesar al extremo de que se le concediera el honor de figurar para una entrevista 

periodística.

María Calvo siguió hablando con miedo, tal como si en cada vocablo que se arrastrara sobre sus labios advirtiera el eco de algo 

terrible.

–Usted ha logrado lo que ningún otro periodista: hablar conmigo y sobre todo, llamarme “Macorina” sin que me haya ofendido. 

–Discúlpeme…

—No, no tiene usted que excusarse. ¿Cómo ha llegado hasta este modesto escondite donde transcurren los últimos años de mi existencia? No quiero saberlo. Después de todo, ¿qué más da? Ya que se lo ha propuesto, sabrá muchas cosas acerca de mí. ¿Por dónde quiere que empiece?

—Pues, desde luego, por el principio.

–Me hubiera gustado hacerlo al revés, por el final. Ocurre así en algunas películas. Resultaría interesante revelar lo peor de mi vida, que es lo que me rodea ahora, para llegar después a lo mejor, que fue sin duda aquella época en que más de una docena de hombres permanecían rendidos a mis pies, anegados de dinero, suplicantes de amor. Pero haré lo que usted me ha dicho: comenzaré desde el principio.

Se apretó las manos largas, inclinó el rostro todavía dulce y no esperó más para dar rienda suelta a un relato que tal vez ella hubiera querido mantener sepultado eternamente en sus tumbas de recuerdos.

En Guanajay

—Yo nací en Guanajay en 1892. Mi familia era honorable hasta donde podía serlo. Es decir, mis padres luchaban por mantenerse dentro de una moral que yo veía de otro modo. Eran personas decentes y buenas que apenas hablaban para no ofender. Yo, en cambio, siempre fui vivaracha, parlanchina, inquieta. Acababa de cumplir los quince años cuando me enamoré de un joven no mucho mayor que yo.

Sentada en la silla de comer perteneciente a la familia que le ha alquilado una habitación en su reducido apartamento de la calle Apodaca, la “Macorina” empujó una sonrisa que unas veces parecía reflejar su amargura y otras un mundo de alegría.

—Todavía no sé a ciencia cierta si en verdad amaba a aquel hombre. Pero su fisonomía poderosa de hombre vinculado a la tierra en cuyas manos había habitualmente un olor de yerba fresca, influía en mí, me quedé con aquella cualidad que egoístamente conservé siempre con celo especial y que ahora mismo mantengo todavía intacta: mi independencia.

Hizo una pausa suave, sin dejar de sonreír.

—Después, yo misma le sugerí que abandonáramos el pueblo y nos trasladáramos a la capital. Así lo hicimos. Y ya supondrá usted lo que ocurrió. Él trabajaba en lo que podía, pero no ganaba lo suficiente para cubrir los gastos que originábamos en las cuatro paredes donde vivíamos. No era culpa suya, claro está, que nos muriéramos de hambre, mientras mis padres nos buscaban desesperadamente. Al fin, mis progenitores localizaron nuestro escondite en un apartado solar de la Habana Vieja. Y entonces sucedió lo que yo había ido planeando en silencio.

“Prefiero la muerte”

–Mi padre, sin poder ocultar su cólera, me dijo que estábamos obligados a lavar la deshonra que mi compañero le había hecho al raptarme. Añadió que teníamos que casarnos inmediatamente y que todo estaba preparado para regresar a Guanajay. Yo respondí resueltamente que eso no sucedería jamás, pues prefería lanzarme desde la azotea del edificio hasta la calle antes de contraer matrimonio. Mi padre por supuesto, no concebía aquella determinación mía, pero no olvidaba que yo había nacido con un carácter definido, inquebrantable, capaz de impulsarme a cometer cualquier despropósito. Y tras interminables conversaciones, en las que no logró sino aumentar mis deseos de mantenerme libre a toda costa, él volvió a Guanajay y yo quedé dispuesta a dejar la miseria y lograr el destino que había soñado apasionadamente desde que tenía uso de razón.

Hacia el bienestar

–Recuerdo que aquella señora –expresó la Macorina– me llamó con gesto maternal y me convenció de que una mujer joven y bonita como yo no tenía por qué soportar quebrantos de la miseria. Ella conocía a los hombres perfectamente y, lo que es más importante: sabía cómo son de obsequiosos cuando algo les interesa. Sin saber que yo estaba dispuesta a todo –incluso a abandonar a mi raptor– estuvo varias semanas tratando de “abrirme los ojos”. Todos los días me traía algún regalo: un vestido, un par de 

zapatos, unas medias.

Hablaba dando la impresión de que por su pensamiento pasaban los recuerdos en tropel e iba atrapándolos.

–Un día llegó con un caballero de alguna edad –prosiguió– cuyos bolsillos estaba repletos de peluconas. Muchas de aquellas monedas de oro fueron cayendo en mis manos con un sonido que alegró sobremanera mi corazón y…

Después de una pausa del tamaño de su mirada, la Macorina siguió adelante:

–Desde aquel instante, en mi existencia se operó una total transformación. Distanciada de quien había sido mi primer amor, mi armario se armó de costosos vestidos. Mis dedos se metieron en las sortijas más valiosas. De la noche a la mañana me convertía en una mujer rica que por día aumentaba su caudal. Detrás de aquel caballero que me presentó la señora amiga, conocí otros y otros, todos mayores, pero todos ricos y espléndidos. También de la noche a la mañana mis manos se vieron acariciando un objeto que me había desvelado incesantemente: el volante. Pero el volante de automóvil está tan estrechamente relacionado con mi existencia, que merece una mención especialísima. Sobre todo, porque es conveniente que se sepa lo siguiente:

Tuvo cuantos quiso

–Yo poseía los mejores automóviles de la época –contó María Calvo–. Y todos me fueron obsequiados por aquellos amigos cuyos nombres me niego a revelar. Uno de estos me llegó a regalar dos carros en el intervalo de tres días. Pero no habían transcurrido cuatro semanas cuando me antojé de otro coche. Mas como habían sido dos los autos que acababa de poner a mi disposición –ya lo he dicho–, al mencionar un tercero, que yo había separado en la agencia para recogerlo a las cinco de la tarde de aquel día de 1917, L.P. se negó al principio a compla-cerme. Sin embargo, bastó que yo le dijera que un amigo suyo estaba dispuesto a comprar el auto para que inmediatamente me entregara los 4,500 que valía el mismo. No hay que decir que L.P. era el más generoso y amplio de mis admiradores. Nunca le pedí nada que no me concediera con creces. Desde luego, había junto a mí otros que, si no tenían las virtudes económicas de L.P. por lo menos se le parecían.

Añadió, esta vez imprimiendo un acento jubiloso a su voz:

–A no ser por los automóviles, mi vida privada no hubiera trascendido tanto.

Yo fui la primera

–Yo fui la primera mujer que condujo un automóvil en mi país. En el citado año 1917, ¿quién que llevara faldas se atrevía a manejar, a menos que no se dispusiera a recibir la censura de todos, especialmente de su propio sexo? Pero a mí me daba igual que me elogiaran o vituperaran. Yo era una mujer que hacía lo que realmente me daba la gana. Los hombres 

sollozaban a mis plantas. Todos querían complacerme, verme feliz, sabiendo que yo valía mucho dinero. ¿Cómo, pues, iba a sentir vergüenza o miedo de guiar un automóvil a través de las principales calles de la capital?

Se alisó los cabellos blancos y se acarició la frente en donde los años han dejado las huellas de su paso. Orgullosa de lo que acababa de decir, la “Macorina” se adentró en otro episodio de su accidentado existir.

–Como esto que voy a contar sucedió hace mucho tiempo –en el ya mencionado año de 1917– no tengo inconvenientes en declarar que en mi juventud tuve ideales e idolatré a grandes figuras de mi país. Por ejemplo, una de ellas fue el general José Miguel Gómez. Y ahora verá usted por qué.

María y la Chambelona

–Los acontecimientos políticos conocidos por “la Chambelona” encontraron en mí a la sincera admiradora que siempre fui de José Miguel. Él era mi amigo y cuando se vio envuelto en aquel suceso, yo le ofrecí todo mi apoyo, trasladando a sus partidarios de un lado a otro en mis automóviles. Eso me valió ser arrestada y permanecer presa durante veinticinco días en la cárcel de La Habana, de la que era alcaide Andrés Hernández, quien al llegar yo a la prisión se hizo cargo de mis prendas, habilitó un local exclusivamente para mí, y en fin, me trató como una reina, a pesar de que el Presidente Menocal le había ordenado que fuera severo conmigo. La “Macorina” agregó: —El doctor Herera Sololongo se hizo cargo de mi defensa, pero no evitó que L. P. tuviera que poner una fianza de $5.000.00 para que yo pudiera gozar de libertad. Por fortuna no fue necesario depositar esa suma, pues la causa quedó interrumpida indefinidamente, hasta el día de hoy. En la calle de nuevo —manejando mis automóviles, quiero decir— las mujeres hacían la cruz cuando yo cruzaba. Probablemente creían que yo procedía del mismo reino de Satanás. Por cierto, que sólo sufrí un solo accidente de 1917 a 1934, y ello permitió que entre un conocido abogado y yo culminara un romance que él hacía tiempo había iniciado sin ningún éxito.

El amor salió del polvo

María Calvo afiló estas palabras evocadoras:

—Regresaba yo de Guanajay con Amalia Izquierdo (“la China”) una de mis sirvientas favoritas, cuando un preeminente hombre de apellido… —el que me enamoraba, como ya he señalado— chocó su auto con el mío por causas que no vienen al caso. El accidente produjo una polvareda enorme. Sólo cuando se disipó, el letrado y yo advertimos, no sin sorpresa, en qué difícil momento nos había colocado el destino. Pero como dispuso que un automóvil particular me condujera hasta La Habana, ya que el mío estaba seriamente averiado, y él llevaba en el suyo a su esposa e hijos, opté por callar y resignarme.

Empapando su pañuelito blanco del tenue sudor que le llenaba el rostro, apuntó la “Macorina”: —Hacía sólo un par de horas que había regresado a mi casa de La Habana cuando un sirviente me anunció que el doctor… enviaba un agente con un auto de paquete para mí, reparando así los daños que le propiciara a mi coche en las ca-rreteras. Salí a la calle corriendo y efectivamente, allí frente a mi casa, estaba el regalo de mi respetable pretendiente.

–¿Siguió siéndolo, María?

–Dejó de serlo desde aquel instante. Quien se portaba tan correctamente conmigo, ¿no merecía mayor atención de mi parte y hasta la gracia de integrar la relación de mis amigos predilectos?

Quedó navegando en el silencio. Al cabo de unos segundos regresó a la charla:

–Hoy puedo decir que aquel amor salió del polvo para llegar a ser un poco perdurable en la realidad de mis sentimientos.

–¿Ha dicho un poco perdurable?

–Exacto.

—¿Cuál ha sido el hombre más preciado de su corazón?’

—Sabía que me lo iba a preguntar ¿Quiere saberlo? Merece que le hable de él, aunque sea brevemente.

Los ojos le dieron vueltas mientras comenzaba a iluminarse.

“El más feo»

No diré tampoco el nombre de este hombre. No tenía las cualidades, ni siquiera la posición económica de mis demás amigos. Es más, se trataba de un hombre feo, aunque de una bondad que llamaba la atención. Aún con esa virtud, todavía no me explico por qué viví enamorada de… Por nada digo de quién se trata. Lo cierto es que influyó de extraña manera en mi sensibilidad. Y le amé profundamente. Le amé como jamás pensé que yo, que siempre fui inconmovible, pudiera amar en un mundo donde el lujo, la holgura y la vanidad tienen más importancia que los atributos del espíritu. Pero aquella mirada cargada de ternura, aquellos gestos viriles, aquella conversación llena de dulcedumbre me llenaron el alma de algo que nunca había concebido. Con aquel hombre viví el más puro idilio de mi existencia, entregada por completo a la lisonja y la disipación.

—¿Entonces?

—Fue el único amor de mi vida, pero, como todas las cosas buenas, duró lo que el descendimiento de una estrella fugaz. ¿Por qué la felicidad —la mía— fue breve como la vida de una flor?

Miró hacia ninguna parte. Sus manos volvieron a entrelazarse. Su pecho comenzó a palpitar hasta que la blusa blanca denunció los latidos desesperados de su corazón.

—María, ¿llegó usted a tener mucho dinero?

Respondió, después de unos segundos de nerviosa meditación:

—¿Quiere usted saberlo ahora mismo? Le responderé con una sola expresión:

—Pues tuve todo el dinero que quise. ¿Cuánto, exactamente? Cuando se obtiene todo lo que una ha ambicionado, ¿es posible dar cifras determinadas? Le repito que a mis manos llegaron tantas sumas de dinero como gastaba para sostener mi casa —más de dos mil dólares mensuales— sin contar las cantidades de que tenía que disponer para mantener a catorce familiares. En aquella época yo pagaba cien pesos mensuales a un chofer, que es mucho decir. Conmigo ocupó cargo, durante tres años Fernando López de Mendoza y Scull, miembro de una de las mejores familias de La Habana. Tuve casas lujosas en Calzada y B. Línea y 8, Habana y Compostela y San Miguel, entre Belascoaín y Gervasio. Pero, contestando de nuevo a su pregunta: ¿cuánto dinero he llegado a tener? Pues todo, lo que deseé.

—¿Qué día se sintió totalmente arruinada?

Una mueca de amargura torció sus labios.

–Esa es la pregunta más terrible que me han hecho. Ahora bien, ¿no le estoy haciendo confesiones que jamás pensé conceder a nadie? Pues oiga usted:

El año de la angustia

— No recuerdo bien el día, ni el mes, pero si sé que fue en 1934. El famoso crac bancario (1920) me había propiciado muchos quebrantos económicos. Sin embargo, mis joyas estaban valuadas en cien mil pesos. Los efectos de la moratoria, por eso, me llegaban a una mano, pero no a las dos. Además, estaba en el apogeo de mi belleza. Los hombres seguían colmándome de atenciones. No importaba que mi bolsa se hubiera extenuado algo, ¿acaso se habían agotado las palabras para pedir? De suerte que, a pesar de la sangría que había sufrido, el optimismo continuaba siendo mi leal compañero.

Se echó a reír con inquietante carcajada.

—En esta ocasión, al saber mis amigos que mis fondos bancarios habían desaparecido —¡ya he olvidado a cuanto ascendían! — me escribieron largas cartas ofreciéndome el dinero que necesitara. Les di a todos las gracias y decliné la gentileza.

Acentuó su reír 

incesante

—Pero, de entonces a 1934, que es donde concluyó mi felicidad, pasaron los años sin que apenas los notara. Si, aquel año —1934, repito— fue decisivo y trágico para mí. Comprendí en aquel instante que me quedaba un solo automóvil, cuyo precio era mucho menor de lo que yo imaginaba. Ya los carros norteamericanos estaban triunfando sobre los europeos -siempre preferí éstos— y aquel coche, por el que un amigo había pagado una importante suma, no valía ni quinientos pesos.

Una sombra de tristeza yacía estacionada en sus pupilas.

—1934 fue sin duda, el año de mi angustia. Obligada a quitar mi casa, a vender las últimas joyas que me quedaban, a deshacerme de mi noveno automóvil, comenzó la miseria más espantosa.

—¿Qué hizo entonces?

—A pesar del drama que comenzaba —el drama que continúa desarrollándose todavía— pensé que tal vez mis antiguos amigos, muchos de las cuales vivían en aquel momento, podían socorrerme, no por agradecimiento, pero si por piedad. Pero el correo, el teléfono y hasta mi presencia personal fueron inútiles. Ninguno estaba en su casa. En sus oficinas, donde en el pasado mi voz era como una campana de felicidad, nunca se encontraban para mí. En ocasiones encontré a algunos, pero… Las primeras veces respondieron con promesas, y las últimas, ni siquiera con eso.

Los ojos de la “Macorina” estaban humedecidos, casi a punto de estallar en lágrimas.

—Poco a poco fui convenciéndome de que ya no interesaba. Mi cuerpo se había ajado de un día para otro. Mi pobre cabeza ya no era una extraña flor de tentación. Aquel pecho que enloquecía a los hombres ahora cubría un corazón que comenzaría a cansarse de latir.

De repente me vi entre cuatro paredes, como cuando me trajo a La Habana el hombre que me había raptado. Amigos, comodidades, joyas, automóviles, vestidos, caballos —¡también tuve los mejores caballos! —: todo, absolutamente todo, había desaparecido. ¡Ya sabía que solamente me quedaba un mote odioso que no podría opacar ni siquiera con dinero irremediablemente seguiría siendo la “Macorina”, la mujer que andando el tiempo se vería arruinada para siempre!

—María, ¿quién le puso la “Macorina”?

Respondió sin mirarnos de frente, como si tuviera miedo de regresar con el pensamiento a la plenitud de su pasada y destruida felicidad.

El borrachito de la acera

—No sé por qué, a mí me llamaban la “Fornarina”, que era una artista que estaba de moda. Recuerdo que en muchas ocasiones atravesaba la calle de San Rafael, casi esquina a Galiano, y no fallaba el joven que decía en voz baja o sus compañeros: ahí va el doble de la “Fornarina”. Pero una noche, al cruzar la Acera del Louvre, lugar donde, como es sabido, se reunía en la noche la juventud galante de La Habana, un mozalbete que siempre estaba ebrio, que había sido preguntado por alguien sobre quién era yo, con la lengua enredada por el alcohol, respondió:

“Chico, ésa es… es la… la Macorina”.

Trazó una pausa con ostensible desazón.

¡Si el imprudente hubiera pronunciado la “Fornarina”, no la “Macorina”, hoy no pesaría sobre mi vida el terrible mote que tanto me ha hecho padecer!

—Por ahí anda el estribillo de un danzón: “Ponme la mano aquí, “Macorina”.

—Le juro que no sé quién escribió esa barbaridad. Pero al fin y al cabo no le guardo rencor ni al borrachito de la Acera ni al compositor que produjo esas notas. En cierto modo, ellos no tienen la culpa de lo que hicieron. Y si la tienen, ¿qué podremos hacer a estas alturas, en que María Calvo se esconde tras ese apodo que en realidad nada me dice, pero que sabe Dios si es elocuente para los que lo conocen, lo gritan y lo cantan?

—¿Qué piensa del mundo que actualmente la rodea?

Suspiró hondamente, tal vez disfrutando de un extraordinario desahogo:

Lo que ve

—Metida en mi habitación, en compañía de mi desamparo, apenas advierto lo que ocurre en torno mío. Hay momentos, sin embargo, en que tengo que salir a la calle y las mujeres me llaman poderosamente la atención. ¿Por qué se visten así? Lo que yo veo, por lo menos, es censurable. En aquel tiempo, cuando yo cobraba por enseñar las pantorrillas. Cobraba y había muchos que pagaban abundantemente. Desde luego, yo era lo que era. Pero, de todas maneras, creo que las mujeres de hoy hacen mal con ir vestidas del modo ligerito que recomiendan los mandones de la moda. Lo digo por experiencia: interesamos más cuando ocultamos mejor nuestros encantos. No me explico por qué mis semejantes se regalan de ese modo.

Final

María Calvo Nodarse, la “Macorina”, apretó los labios para sellar sus confesiones, probablemente las primeras y últimas que hace. Tal vez se quedaba sin exteriorizar muchos capítulos de su dramática vida, pero lo más esencial de cuanto sobrevino a su existencia en la época de su mayor florecimiento se lo llevaba el repórter en la memoria. Un chorro de colores —la tarde comenzaba a alzarse sobre la ciudad— envolvía su cuerpo vestido de años. Ya en el umbral de la puerta, la sonrisa de la primera mujer que condujo un automóvil en Cuba fue como una despedida. Es indudable que la “Macorina” se ha refugiado en la soledad para olvidar inútilmente que fue una de las figuras femeninas que más se destacaron en el mundo galante de ayer.

En la humilde casa de Apodaca quedaba una anciana contando el invisible rosario de sus recuerdos. Ya hacía tiempo que el crepúsculo habanero había comenzado para ella.

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