Nuestra memoria no es permanente, víctima inevitable del olvido y muy dada a ser selectiva. Me atrevo a probarlo haciendo esta pregunta: ¿desde cuándo no habla usted con Dios? Generalmente tiene que suceder una desgracia, un desplome financiero, una frustración amorosa o un inesperado desempleo para acordarnos de que existes. Lamentablemente solamente recuperamos nuestra memoria cuando el dolor o las pruebas nos abrazan.
Gracias a Dios estamos celebrando el Día de Dar Gracias, oportunidad gloriosa para decirle a Dios que le amamos, que le profesamos una genuina gratitud por sus bendiciones y contarle, aunque Él lo sepa, que no olvidamos su santa e imprescindible presencia. Es curioso el hecho de que el Día de Dar Gracias a Dios se haya convertido en una fecha oficial, la única en la historia de Estados Unidos con un claro sentido religioso.
El 3 de octubre de 1862 el presidente Lincoln dio a conocer su Proclamación del Día para dar Gracias a Dios y al mes siguiente la misma se convirtió en fecha oficial aprobada por el Congreso para ser celebrada anualmente el último jueves del mes de noviembre. Las palabras del inolvidable presidente para dejar instalado legalmente este trascendental proceso han sido conservadas históricamente y textualmente las damos a conocer: “este año que se acerca a su conclusión ha sido de abundantes cosechas en nuestros campos y cielos límpidos y hermosos.
A todas estas bondades que constantemente celebramos y que a menudo somos inclinados a olvidar, se añaden muchas otras. Son tantas las mercedes de Dios y tan evidente la vigilante providencia de nuestro Hacedor que debemos caer de rodillas ante Él para expresarle gratitud y alabanza. En medio de una guerra civil de incalculable magnitud y severidad que pudiera haber despertado en otras naciones su interés en agredirnos, la paz finalmente ha sido establecida con todos los pueblos, el orden se ha instituido, las leyes han recuperado su respeto y con excepción dolorosa de todos los campos de batalla en todas partes la armonía y la conciliación han prevalecido.
Yo, por lo tanto, invito a mis conciudadanos en todo el territorio de los Estados Unidos, así como a aquellos que se hallan de travesía por los mares y aún a los que residen en tierras extranjeras, a que separen el último jueves del mes de noviembre para que celebremos un día de Dar Gracias y alabar a nuestro misericordioso Padre que reina en los cielos”.
Han pasado cerca de dos siglos del día en los Estados Unidos en que fuera reconocida oficialmente la activa presencia de Dios, privilegio concedido gracias a la visión de un estadista que no era reconocido como afiliado a ninguna entidad religiosa. Hoy día, tristemente, vivimos en tiempos de ausencia de nuestra devoción religiosa. El Día de dar Gracias es una celebración abierta, no tan solo para quienes nos llamamos cristianos, sino para todos los que crean en Dios de forma diferente, con meridiana libertad. Los hebreos, los musulmanes, los budistas, los practicantes de religiones particulares, y en fin, todo el que sienta en su corazón la presencia de un Ser Divino tienen su espacio el Día de dar Gracias.
En La Biblia hay suficiente material para construir un programa personal de adoración que no tiene que ser adecuado a rituales propios de un Santuario. En la epístola de Santiago me encontré un versículo que me vino muy bien: “Dios se opone a los orgullosos, pero bendice con su presencia a los humildes”. Incidentalmente, hojeando revistas me impresionó un formidable pensamiento que se atribuye a John Fitzgerald Kennedy: “al expresar muestra gratitud, nunca debemos olvidar que la mayor apreciación no es pronunciar las palabras, sino vivir de acuerdo con ellas”.
Estábamos hablando con un matrimonio telefónicamente sobre el Día de Dar Gracias y la señora me dijo que su esposo estaba dispuesto a celebrarlo limitadamente en su casa, pero sin tener que orar. “Me dice que no tiene por qué darle gracias a Dios por las cosas que permite y las tragedias en las que mueren inocentes”. Con una persona en esa posición es difícil dialogar, pero no me quedó más remedio que someterme a su itinerario de quejas.
Le pregunté a un compañero pastor qué haría en una situación como esa y me dijo que él no entraba en ese tipo de conversaciones porque era perder el tiempo. No obstante no pude evitar el encuentro y decidí decirle al señor de la historia que si me dejaba hacerle tres preguntas, yo me quedaría escuchándole el tiempo que fuera necesario. Las preguntas: “¿qué recuerdes, nunca te ha pasado alguna vez algo bueno?” La segunda pregunta, “¿te gusta tener hijos saludables e inteligentes como los que tienes?”, y la tercera pregunta, ¿por qué si crees en Dios, porque de otra manera no lo criticarías, no te das un tiempo para pensar en cosas positivas y tratar de hablar con él?”.
No me olvido de la petición que finalmente me hizo “¿por qué no me enseña a creer?” La vida no está hecha de acuerdo con muestra voluntad; pero cuenta con recursos a menudo no explotados para tratar de entender que hay leyes que no están sujetas a cambio. Una caída es inevitable, una enfermedad mortal no puede superarse y hay conflictos, problemas y circunstancias que escapan a nuestro control. Creer en Dios es entregarse a su voluntad, creer en sus promesas y confiar en el destino que nos ha preparado. La gratitud no es un negocio que podemos practicar con Dios, siempre en nuestro beneficio.
Cuando le puse título a este trabajo lo hice después de haberme sentado un rato y pensar en diez cosas importantes de mi vida que nunca agradecí a Dios. Una bendición muy especial de parte de Dios fue concederme el privilegio de conocer a la persona que me invitó a la iglesia y me regaló una Biblia. Sin ese encuentro probablemente yo nunca hubiera llegado a ser un ministro del Señor.
Una idea que se me ocurre para la celebración hogareña es que cuando terminemos de cenar acordemos que cada uno de los participantes de la cena contará una bendición especial de su vida que quisiera agradecer a Dios de forma abierta y emotiva.
Hice este ejercicio en mi hogar hace alrededor de más de cuarenta años, ya mi hija había olvidado el suceso, y aunque corra el riesgo de que no le guste, anuncio que está al cumplir 66 años. Contó que en una estación de correos conoció a una joven muda que estaba tratando de pasar un telegrama. Como pudo trató de ayudarla, pero aquel momento marcó el resto de su vida. Fue a una Universidad dedicada a esos estudios y se hizo profesional en la tarea de ayudar y representar a personas impedidas del habla. Hoy día es reconocida en su profesión y se siente muy feliz y orgullosa de ejercerla. Un minuto en la vida a veces es suficiente para establecer un definitivo compromiso de gratitud con Dios.
Creo que es mi deber ponerle punto final a este ya extendido artículo para compartir con mis amigos lectores una oración familiar que puedan usar en el servicio cristiano de gratitud del Día de dar Gracias:
“Nuestro amado Dios queremos ofrecerte nuestra más pura oración de gratitud.
Te damos gracias por nuestras familias y amigos que descansan hoy en tu presencia y por lo que significaron en nuestras vidas. Gracias por la familia de hoy, los matrimonios que disfrutan de felicidad, los niños y el futuro generoso que les espera, nuestros jóvenes llenos de aspiraciones y que quieren honrar sus vocaciones. Gracias por los ancianos que nos regalaron la compañía de sus años idos.
Gracias por el techo que nos cobija, los recursos de que disfrutamos, la salud de nuestros cuerpos y la pureza de nuestros corazones. ¡Gracias, Señor, por tus bendiciones, tu compañía protectora, tu cuidado generoso y, sobre todos, por la infinitud de tu amor y el gozo de poder adorarte, hoy, y en la eternidad con la que sellas el final de nuestra vida terrenal”.






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