El Barrendero (I)

Written by Libre Online

29 de julio de 2025

Aquel imperturbable carácter, aquella sonrisa serena al parque su mirada compasiva, anteponiéndose siempre a las explosiones iracundas de él, aumentaban su antipatía. ¡Cuánto odiaba al joven subalterno, desde el mismo instante en que fue designado bajo sus órdenes! No podía deshacerse de él con la facilidad que con otros de más categoría: estaba recomendado por el mismo administrador del Ingenio como persona de su propia familia. Le puso a engrasar máquinas, le confió menesteres pequeños para los que no se precisaba experiencia, pero en todo ello, a su juicio, fracasó. Y fue entonces cuando le dio una escoba para que barriera el áspero piso del Central.

Arnaldo juzgaba a los hombres por la importancia del trabajo desempeñado y el resultado monetario que el mismo le produjera. Por ejemplo, un ingeniero de 500 pesos mensuales, en su concepto pertenecía a la nobleza; los mecánicos y maquinistas de seis y ocho pesos diarios eran dignos de gran deferencia. Los empleados de la oficina, aunque no tenían mucho valor, algo pesaban. ¡Pero aquel Sánchez, sin un centavo en el bolsillo, que había llegado al batey con una mano delante y otra detrás; que solo servía para desempeñar el cargo más humilde y menos retribuido; aquel Sánchez, se había propuesto revolucionar su juicio dogmático sobre los hombres!

Fuera de su trabajo, el joven fingía no advertir a su jefe. ¡A un maquinista que ganaba más que muchos ingenieros por su práctica en los centrales! Le encolerizaban sus más mínimas acciones. Cuando Sánchez cobró la primera mensualidad, se compró un traje nuevo, una corbata y un sombrero. ¿Pretendería el muerto de hambre hacerse pasar por hijo de hacendado ante las personas que visitaban el Ingenio los domingos? Sospechándolo, le cambió sus turnos, en forma que tuviese que barrer también esos días. 

Arnaldo quería que su animadversión se propagara. Habló a varios peones y operarios haciéndoles notar el aislamiento premeditado de Sánchez, como si en compañía de ellos se sintiera menos.  ¿Era acaso de sangre real? Pues en Cuba no valían otros títulos que los del trabajo y el dinero. Más, a pesar de ese supuesto desprecio los obreros en general trataban al barrendero con involuntario respeto y consideración que sacaba de quicio al maquinista.

-¿Qué diablos les habrá contado? Quizás si les habrá hecho creer que representa a la Tercera Internacional.

Tampoco tenía lógica esa deducción. Sánchez no se preocupaba exteriormente de problemas sociales y trataba por igual a ricos y pobres. Eso le recibían, lo que constituía otra de las obsesiones de Arnaldo. ¿Qué medios utilizaba el barrendero para que los chalet de los colonos y altos empleados del Central lo acogieran con simpatía? Él, primer maquinista, con seiscientos pesos mensuales y una regalía a fin de zafra, recibía cierto trato despectivo de las señoritas ricas del batey que, sin embargo, sonreían al barrendero, sin escrúpulos, y muchas de ellas, de pasear en su compañía por el parque del Ingenio. Intentó humillarle algunas veces, y en presencia de ellas:

-¡Oiga; Sánchez! ¡Mañana me barre mejor el piso de azúcar! Ni el joven se avergonzaba ni las muchachas despreciaban al triste peón.

Arnaldo Roque tenía treinta años. Alto, de espaldas cuadradas con una ligera jiba en los hombros; fuerte como un toro, cuando caminaba sus pasos parecían querer hundir el piso; rostro de fieros gestos y a pesar de su juventud, hondas arrugas surcaban su frente; las pupilas hundidas, de indefinible color, cuando no brillaban por la ira (lo más frecuente), mostraban una ironía antipática. Vestía siempre pantalón de kaki, camisa azul con corbata y una gorra de visera roja, igual en el trabajo que en él asueto. Donde quiera que se parara, quería proclamar que pertenecía a la clase obrera y así, a su entender, ejemplarizaba a los proletarios de dos pesos diarios con aire de marqueses que dentro de su uniforme valía diez veces más que ellos.

Los obreros a sus órdenes le querían por su cordialidad, rectitud y justicia empleada para seleccionar a cada hombre hábil; los señores de la empresa estaban contentos con su labor y se lo demostraban con espléndidos regalos. Indiscutiblemente era la autoridad máxima mecánica. Pero era tosco en sus ademanes y hablaba disparatadamente. Nacido en un pueblecito, de padres tenderos sin ninguna cultura,  a los diez años comenzó a trabajar tras el mostrador. No le gustó el comercio y entonces lo emplearon en un taller de mecánica donde reveló su vocación y se convirtió en un excelente operario. A los veinte años le nombraron primer maquinista del Central “Rosales”, provincia de Camagüey.

Para su carácter ultrademocrático y popular era raro su sueño de amor.  No quería casarse con una obrera, con una campesina de rústicos modales, aunque tuviese el supremo don de hermosura. Solo le interesaban las muchachas de buena posición, educadas escrupulosamente en los grandes colegios de La Habana y del extranjero. Había declarado su amor a cuatro y en todos había obtenido fracaso, desaires. Era la gran tristeza de su vida.

Cuando llegaba el “tiempo muerto”, una vez se lo pasaba en la capital de la República y otras en su pueblo natal. Gastaba el dinero ganado con furia, en desenfrenadas y continuas orgías y tornaba al Ingenio con las manos vacías. Tenía derecho: para eso era hábil y podía permitirse esos lujos.

Muchas tardes, paseando por los campos de caña, meditaba sobre el origen de esos desdenes. Su figura no era espantosa: fuerte, honrado y ganando dinero de sobra para alejar cualquier sospecha sobre sus cálculos interesados. En la inteligencia de Arnaldo, cerrado para comprender los grandes secretos de la vida, parecía absurdo que su alto cargo no interesara las mujeres de su gusto. Las hijas de sus compañeros, muy bonitas, muy graciosas y alegres, le hacían fiestas; pero él rechazaba con desdén, sin percibir que su decantada democracia se desmentía en ello; al juzgarles fuera de la igualdad de su rango y hacerlas esposa. Una de sus perennes exclamaciones consistía en esta frase, compendiadora de su amor a la verdad:

-¡Me gusta decirle al pan, pan y al vino, vino!

… Carecía de toda clase de delicadeza para tratar con las damas; su tono duro, su gesto autoritario, las alejaba. En su poco tacto residía la causa verdadera de las “calabazas” cosechadas. Estaba muy lejos de comprenderlo y nadie hubiera sido capaz de indicárselos. Para él las galanterías y las estrategias del amor eran “hipocresías”; los jóvenes de la oficina y muchos obreros eran ridiculizados en su opinión a causa de ellas por usar de tales artificios. Estaba dispuesto a permanecer soltero toda la vida antes de ponerlos en práctica.

Genaro Sánchez, Delgado, de tez morena, representaba 25 años. Había en su rostro un sello de bondad fascinadora y sus pupilas dulces, atraían sin poderse explicar la causa; poseía ese don innato que en todas las circunstancias de la vida producen el triunfo en las aspiraciones de la vida: el soplo de la simpatía que conquista amigos. Sobre su amplia frente caían dos mechones de pelo castaño y al mirar parecía leer los pensamientos con la intención de servir o prestar un servicio; era suave y tranquilo el timbre de su voz y su conversación revelaba que estaba lejos de ser su posición en el ingenio lo que realmente merecía. ¿Por qué raras razones aceptó el cargo de peón de la limpieza? ¿Por qué no trabajaba en la oficina, donde quizás sus facultades serían de más importancia para la fábrica de azúcar? La mala fortuna persigue a los seres inteligentes que no saben intrigar ni lisonjear; Genaro, hallándose en la situación sin parientes ni amigos que pudieran impulsarle, porque el país atravesaba espantosa crisis se presentó en el Ingenio. 

Sabía que todas las plazas de la administración estaban cubiertas y para obtener trabajo con mayor seguridad, solicitó como ayudante de mecánico. El administrador, hombre bueno y mundano, comprendió enseguida que aquel joven de cuidadas manos y culta expresión no estaba acostumbrado a esos trabajos rudos. 

No podía ayudarle en otra forma que recomendarle a Arnaldo, maquinista y jefe del personal de maquinarias. Fue lo suficiente para que el obrero le tomase odio. Vio en el muchacho “un enemigo”, “un señorito de buena educación”, al hipócrita que sabe con buenas palabras granjearse el afecto de los superiores. Y que hubiese gente tan imbécil que creyera y ayudara a esa clase tan improductiva. 

El “señorito”, como le llamaba, sin mediar parentesco con algo de la compañía, sin recomendaciones de buen trabajador, entraba en el ingenio bajo la égida protectora del administrador. ¿Por qué ese privilegio sobre los demás peones que se reventaban cargando leña, gruesos tubos y exponiendo la vida? Al segundo día de haberle designado, le increpó bruscamente. No “servía” para ese trabajo… le daría uno suave. Le entregó en persona la escoba y la recomendación de unirse a una cuadrilla de muchachos y negros viejos para barrer y limpiar el piso.

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