El entierro del enterrador

Written by Libre Online

27 de agosto de 2024

Capítulo X

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

A pesar de la molestia Juana intenta una sonrisa espontánea y responde.

-Creo que sí…

El domingo Felipito, como es usual cuando va de cacería, se levanta más temprano que de costumbre. Juana con voz soñolienta le pide que la deje dormir un poco más, pero él, en medio de bromas, le retira la sábana y la estimula repitiéndole: “¡Mira que nos coge tarde!”.

Aunque los moretones persisten la inflamación empieza a ceder y el color oscuro que circunda las cuencas de los ojos se aclara en tonalidades rosáceas.

Ambientados por despertar de gallos, cacareos de ponedoras lejanas y ladridos urgentes, desayunan café con leche y pan humedecido en una mezcla de aceite de oliva, sal y ajo triturado que satura el aliento.

Luego, entre ambos, preparan un almuerzo frugal compuesto de pan, queso y raspaduras. Felipito con agua fresca llena dos litros que en su momento contuvieran aguardiente y lo coloca todo dentro de una bolsa de lona gris.

A pesar que aún no termina de aclarar y los retorcidos callejones del Barrio del Cementerio están desiertos, Juana, que no desea exponerse a miradas curiosas, disimula el rostro detrás de unas gafas plásticas que Felipito ganara el Domingo de Resurrección del año anterior, en unas carreras de sacos organizadas por el sacerdote capuchino Castor de Villavicencio y la señora Victoria Pichardo, presidenta de la asociación de feligreses de la parroquia La Divina Pastora.

Él lleva la jaula de trampas con el señuelo. Ella la bolsa con los comestibles.

Pronto dejan atrás el Barrio del Cementerio y se adentran en las sabanas de Antón Díaz. Una neblina transparente y lechosa, precursora de un día canicular, se levanta de la tierra y convertida en rocío les moja el calzado.

Alrededor de las ocho de la mañana, con los primeros sudores del día, llegan a un barranco pequeño que se cobija de los rayos del sol gracias al follaje de varios árboles de mangos que están en plena parición. Abajo, donde la hondonada se asienta, corre un arroyo de lajas bruñidas y aguas murmurantes.

-Voy a guindar la jaula en aquella mata de caimitillo -Felipito, con la mano libre, señala para las márgenes del riachuelo.

-Ten cuidado, al bajar, no des un resbalón.

-Conozco el lugar. Aquí hay muchos tomeguines. Siéntate debajo de esta mata de mango -la invita.

-¡Qué fresquito y olor a mango maduro más rico…! -exclama radiante.

-No hay ni que cogerlos de la mata. El suelo está lleno de los que se caen solos. Mientras cazamos tomeguines, podemos comerlos.

Juana se agacha y recoge un fruto recién desprendido del árbol.

-¡Qué linda está esta manga blanca! ¡Con lo que me gusta chuparlas!

Felipito, atento a las irregularidades del terreno, desciende a la orilla del arroyo y en un gajo de caimitillo cuelga la jaula de trampas.

Regresa junto a la joven y se deja caer al pie del frutal. Los flancos se tocan y las espaldas se apoyan contra la corteza rugosa del tronco. Un viento displicente mueve las ramas débiles; suena en las hojas y filtra retazos de sol inquieto.

-Si sigues chupando mangas no vas a almorzar.

-Están tan dulces -y golosa, con los dientes, hiere la corteza de un tercer fruto.

-¡Cállate…! Ya empiezan a llegar tomeguines. ¡El mío es un fenómeno cantando! -exclama excitado.

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