Wifredo Lam en el Parque Central

Written by Libre Online

12 de octubre de 2022

Dedicado en estos días de conmemoraciones judías a su coterráneo y gran lector de LIBRE Abel Holtz † quien mucho lo admiraba y cuidaba su legado

Por Jorge Mañach (1950)

En el Parque Central, la tierra se ha abierto, dando de si los más extraños monstruos. Sierpes bicorles, telúricas alimañas, criaturas infernales con ojillos espantados o irónicos dardos que atraviesan bajo sombras rojizas señalando que inocultable destino, diablillos raptantes entre gajos frutecidos de senos bajo vagos perfiles… Que se resuelven en geométricos arabescos y en crinea primorosas aves de un mundo extinto a las que se lee creyera escuchar una escalofriante graznido, vapores de tierra y llama donde se ciernen osamentas inverosímiles… Todo eso, un orate espeluznante de un inframundo de pesadilla, es lo que el espectador distraído que topa de súbito en la gran exposición de Wifredo Lam, si es que se le ocurre entrar en la amplia caseta que él alberga, allí adonde el índice de Martí apunta.

¿Qué es esto? Se pregunta la gente. Los niños saben por primera vez que aire tiene el Coco, de que tanto han oído hablar hasta ahora con cierto escepticismo. Yo nunca he visto, la otra noche, una noche propicia de lluvia, prenderse de nuevo a la mano adulta de que se habrían desasidos. Los he oído decir “Eh” con ese tono de burla soberana que solo domina a los niños, y luego quedarse como sobrecogidos, haciéndole al padre o  la madre balbuceantes preguntas. Y los he visto a éstos, a los mayores mismos, cambiar la mueca de desdén escandalizados al frunce de ceño ávido de comprender, y a inquietud de una contemplación que quisiera ser impermeable todavía, pero que se iba entregando a una especie de éxtasis alucinado.

Un joven irreductible, se me acercó para decirme a boca de jarro:  Perdone, doctor.  ¿A usted le gusta eso?

Yo me sonreí. Vacilé un poco antes de decirle sí que me gustaba. Y no por indecisión estética, ni se me permite la frase, sino porque parecía como si esa palabra, “gustar”, no fue ese modo alguno adecuada para expresar mi reacción íntima. Es una palabra que se asocia demasiado aflicciones de pura sensualidad, así de pura burocracia; gustar de una fruta, gustar de una mujer, gustar de una suave música lejana. ¿y qué tenía que ver esto con semejante experiencias?

Si hubiera que decir muy apretadamente cómo ha cambiado el arte particularmente el arte plástico desde comienzos del siglo para acá, acaso bastará afirmar que es un arte que ha renunciado a “gustar” en aquel viejo sentido, que tanto tenía de blanda y apacible normalidad. O bien que el gusto ha cambiado: que ya no nos interesa mucho asomarnos a un cuadro como quien se asoma a una ventana para contemplar un paisaje, sino que es más bien como prefiriésemos que los cuadros mismos sí asomaran a nosotros, que se armaran de una peculiar agresividad para penetrarnos después de habernos atolondrado.

Esto, como experiencia inicial, este trámite previo de shock adquirido categoría casi indispensable en la nueva estética que ya no es tan nueva” ¿Por qué?” sencillamente porque el mundo, la cultura, estaban ya muy cundidos de rutinas con más de convencionalismo que nos dejaban fríos. La aventura, por ejemplo, para no irnos demasiado lejos del motivo presente, se había hecho demasiado mera ilustración de la vida, simple duplicación del mundo habitual. Había acabado completamente por agotarse, y entre bostezos de tedio, aquella venerable idea de Aristóteles tan coreada después por todas las estéticas y preceptivas mansas de que la misión del arte era “imitar” la naturaleza. ¿y para qué había que imitar la naturaleza? ¿no está ella ahí insuperable en sí misma? “Inimitable” Juan Costeau le había dado el golpe de gracia al arte imitativo al menos a la superior pretensión del arte imitativo con aquel dibujillo que representaba una mano pintando con laboriosa exactitud otra mano idéntica que le servía de modelo  “L’Art classique”, decía traviesamente el rubro.

No: ahora ya no se espera que un cuadro de alta pretensión artística sea  esa cosa mansamente familiar. Se espera que nos haga agresión, que nos sacuda, que nos dé un shock. Esta especie de contusión sicológica abre la brecha por donde el artista nos invade para derramar en nuestro espíritu la inquietud,  la alucinación,  la angustia,  la protesta el ensueño o la pesadilla de su propio espíritu. 

El arte que no haga eso, se nos queda curiosamente ajeno. Cuando comenzó esa revolución, Bernard Shaw con su agilidad magníficamente juvenil para irse despojando de pellejos conservadores como dijo aquella franqueza admirable: “ yo no sé si el arte nuevo será bueno o no; lo que sé decir es que, desde que hay arte nuevo ya no puedo aguantar el viejo”.

Claro que… No uno, sino dos “claros” hay que salvar aquí. El primero, que no todo arte de tradición imitativa está desahuciado,  sino solo el de más altas pretensiones estéticas. Seguirá habiendo siempre y convendrá siempre que los haya,  al menos para mi gusto, pintores que cumplen con talento y con sensibilidad “lo que está, ahí”. Ramiro de Maeztu  hablaba de una misión “faraónica” del arte. Se refería a una misión conservadora embalsamadora, por así decir, de imágenes de las cosas esta bella mujer, este bello paisaje,  estas nobles piedras vistas de paso, merecen perdurar en algo más concreto y tenaz que nuestra memoria y siempre nos será grato revivir en la contemplación de un lienzo fiel la fruición de aquella gracia sensual y de aquella poesía.

El error está en suponer que cree arte de “reproducción”, tanto más legítimo cuanto más poderoso sea el talento de que se asiste, sea el único arte con que ya se satisface nuestro gusto. Y no solamente no lo es, sino que ni siquiera es ya el que más profundamente le habla a nuestro espíritu.  En el hombre moderno se enseña o sea ensanchado enormemente digan lo que digan quienes creen que el hombre permanece siempre igual a sí mismo la órbita de sensibilidad. Hoy día sentimos crecer la hierba, Ah no se estremece el paso de los fantasmas,  tremenda ráfagas de misterio nos recorren el alma. Nuevos continentes geográficos con sus culturas mágicas se han incorporado a noticiario de Cultura y desde dentro nosotros mismos ese otro continente misterioso desde la subconsciencia que está hecho de todas las angustias que personalmente vivimos sin que llegaran a formularse y de que todas las experiencias colectivas que se fueron soterrando en el espíritu un pueblo llenan también la oquedad profunda y misteriosa de nuestro espíritu en la cual el artista se dirige con su imagen o con su palabra.

El otro “claro” que había que ventilar es que eso a esa mayor amplitud de nuestra sensibilidad y nuevo derecho al artista a penetrar por la vida del shock en nuestra intimidad más soterrada como el psiquiatra de hoy usa el electroshock para explorar los bajos fondos de la locura,  eso como digo, se presta demasiado a las supercherías, y ahí hay por ahí mucho abrir “arte nuevo” que no pasa de ser un galimatías irresponsable. Discernir en la pintura de semejante pretensiones la que deberá es “buena”, es decir, rica, genuina y sincera , y la que solo el “schok” para epatar al buen burgués, animal éste cada vez más desprevenido es la gran tarea de la crítica de nuestro tiempo con más tarea que no estoy seguro de que esté sabiendo cumplir pues corre también por ahí mucho verbalismo literario encargado de mantener una atmósfera de metáforas en que todos los gatos sean pardos y todos genios. 

Wifredo Lam es uno de los cuatro o cinco pintores modernos genuinos y poderosos a la vez de que podemos blasonar. Nadie está obligado “ gustar” de él, ni maldito ni a él le interesa gustarle a todo el mundo. Lo que él trata de expresar en sus cuadros no es, como no lo era en Ponce,  como no lo es en Amelia Peláez, un mundo visto, sino un mundo sentido. Y en sentido, con esa emoción primaria de lo sentimental, que  es todavía parte de las experiencias comunes y rutinarias,  sino con la peculiar emoción artística en que la sensibilidad para las formas puramente plásticas, los ritmos lineales complejos, las nostalgias de la austeridad geométrica, los caprichos de la invención al conjugar masas y perfiles,  los alardes de sobriedad o de opulencia en el color como se ponen al servicio de la imaginación creadora,  de una imaginación absoluta que no recuerda imágenes sino que las inventa,  pero que no las inventa a capricho sino para que a su vez transmitan con la mayor elocuencia que puedan una misteriosa experiencia interior.

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