Vigencia de José Martí

Written by Libre Online

23 de enero de 2024

Para  Cuba que sufre, la primera palabra. De altar se ha de tomar a Cuba, para, ofrendarle nuestra vida, y no de pedestal, para levantarnos sobre ella, y ahora, después de evocado su amadísimo nombre, derramaré la ternura de mi alma.

Ser cubano ahora no es tan ameno como cuando vivíamos, en driles y jipijapas del crimen diario que a todos nos daba de comer; ni tan fácil como en aquellos años de la primera heroicidad, cuando no se le veían las espinas a la gloria, y pareció bastante el sacrificio de la muerte para la fundación de la república. Ser cubano ahora no es gualtrapear y ventanear, ni encintarse el pie y desvanecerse por no salir del ladrillo, alrededor de una cintura libidinosa. Ni es montar a caballo, sin más pericia que la ansiedad de lo sublime, y merodear, entre chispazos épicos, por una guerra en que el desacuerdo inevitable había de poder, al fin, más que la virtud. El cubano ahora ha de llevar la gloria por la rienda; ha de ajustar a la realidad conocida el entusiasmo; ha de reducir el sueño divino a lo posible; ha de preparar lo venidero con todo el bien y el mal de lo presente; ha de evitar la recaída en los errores que la privaron de la libertad; ha de poner la naturaleza sobre el libro. Ferviente ha de ser como un apóstol; y como un indio, sagaz. De todas sangres estamos hechos, y hay que buscar al compuesto modos propios.

Todo lo de la patria es propiedad común y objeto libre e inalienable de la acción y del pensamiento de todo el que haya nacido en Cuba.

La patria es dicha de todos, y dolor de todos y cielo para todos, y no feudo ni capellanía de nadie; y las cosas públicas en que un grupo o partido de cubanos ponga las manos con el mismo derecho indiscutible con que nosotros las ponemos, no son suyas solo, y de privilegiada propiedad, por virtud sutil y contraria a la naturaleza, sino tan nuestras como suyas; por lo que, cuando las manos no están bien puestas, hay derecho pleno para quitarlas de sobre la patria las manos.

¡Triste patria sería la que tuviese el odio por sostén, tan triste, por lo menos, como la que se arrastra en el olvido indecoroso de las ofensas, y convive alegre, sin más enmienda que una censura escurridiza y senil, con los tiranos que la estrujan, los soberbios que prefieren la dominación extraña al reparto de la justicia entre los propios, y los cobardes, que son los verdaderos responsables de la tiranía!

Desde sus raíces se ha de construir la patria con formas viables, y de si propias nacidas, de modo que un gobierno sin realidad ni sanción no lo conduzca a las parcialidades o a la tiranía.

Ni llevársela de arremetida, con la muchedumbre que se va detrás de los tambores: es nuestro pueblo, nuestro corazón, que no hemos de querer que nos lo engañen ni nos lo destrocen: es nuestro pueblo, el pueblo de nuestras entrañas, que no hemos de convertir, por un empeño fanático, en foro de leguleyos ineptos o en hato de generales celosos, o en montón de cenizas.

No son los admiradores ciegos del prestigio militar los enemigos más terribles de la república; sino los que, en la hora de ser soldados, se niegan a ser soldados.

Débiles y ciegos, suelen ser fuera de sus quehaceres militares, los hombres de armas.

Lo que en el militar es virtud, en el gobernante es defecto. Un pueblo no es un campo de batalla. En la guerra, mandar es echar abajo; en la paz, echar arriba. No se sabe de ningún edificio construido sobre bayonetas.

Lo que se borra de la Constitución escrita, queda por algún tiempo en las relaciones sociales.

Se habrá de defender, en la patria redimida, la política popular en que se acomoden por el mutuo reconocimiento las entidades que el puntillo o el interés pudieran traer a choque; y ha de levantarse, en la tierra revuelta que nos lega  un gobierno incapaz, un pueblo real y de métodos nuevos, donde la vida emancipada, sin amenazar derecho alguno, goce de todos.

El déspota cede a quien se le encara, con su única manera de ceder, que es desaparecer: no cede jamás a quien se le humilla. A los que le desafían respeta: nunca a sus cómplices. Los pueblos, como las bestias, no son bellos cuando, bien trajeados y rollizos, sirven de cabalgadura al amo burlón, sino cuando de un vuelco altivo desensillan al amo. Un pueblo se amengua cuando no tiene confianza en sí; crece cuando un suceso honrado viene a demostrar que aún tiene entero y limpio el corazón.

Un pueblo está hecho de hombres que resisten, y hombres que empujan: del acomodo, que acapara, y de la justicia, que se revela; de la soberbia, que sujeta y deprime, y del decoro, que no priva al soberbio de su puesto, ni cede el suyo; de los derechos y opiniones de sus hijos todos está hecho un pueblo, y no de los derechos y opiniones de una clase sola de sus hijos; y el gobierno de un pueblo es el arte de ir encaminando sus realidades, bien sean rebeldías o preocupaciones, por la vía más breve posible, a la condición única de paz, que es aquella en que no hay un sólo derecho mermado.

Los pueblos dormidos, invitan a sentarse sobre su lomo, y a probar el látigo y la espuela en sus ijares.

Es un crimen valerse de la aspiración gloriosa de un pueblo para adelantar intereses o satisfacer odios personales.

Un hombre que oculta lo que piensa, o no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado. Un hombre que obedece a un mal gobierno, sin trabajar para que el gobierno sea bueno, no es un hombre honrado. Un hombre que se conforma con obedecer leyes injustas, y permite que pisen el país en que nació los hombres que se lo maltratan, no es un hombre honrado.

Quien ve a su pueblo en desorden y agonía, sin puerta visible para el bienestar y el honor, o le busca la puerta, o no es hombre, o no es hombre honrado.

Los que intentan resolver un problema, no pueden prescindir de ninguno de sus datos. Ni es posible dar solución a la honda revuelta de un país en que se mueven diversos factores, sin ponerlos de acuerdo de antemano, o hallar un resultado que concuerden con la aspiración y utilidad del mayor número.

La república no debe ser el predominio injusto de una clase de ciudadanos sobre los demás, sino el equilibrio abierto y sincero de todas las fuerzas reales del país, y del pensamiento y deseo libres de los ciudadanos todos.

La libertad ha de ser una práctica constante para que no degenere en una fórmula banal. El mismo campo que cría la era, cría las ortigas. Todo poder amplía y prolongadamente ejercido, degenera en casta. Con la casta, vienen los intereses, las altas posiciones, los miedos de perderlas, las intrigas para sostenerlas. Las castas se entrebuscan, y se hombrean unas a otras.

Quien dice unión económica, dice unión política. El pueblo que compra, manda. El pueblo que vende sirve. Hay que equilibrar el comercio, para asegurar la libertad. El pueblo que quiere morir vende a un solo pueblo y el que quiere salvarse, vende a más de uno.

El hombre debe dormir alguna vez al aire, desafiar la lluvia, manejar las armas que defenderán mañana la patria o el derecho, velar al pie de algo más que un mostrador o una ventana. ¡El único modo de librarse del soldado es serlo!

Cuba vive exclusivamente -dejando por un momento a un lado el tabaco, el que no cuida como debe- de los azúcares que envía, por mar y con los derechos través de exportación e importación, a los Estados Unidos. Bien se sabe cómo crea maravillas, con un soplo de fuego, la vida moderna; tabaco, no parece que pueda producirlo México tan bueno como Cuba; pero azúcar sí puede producirlo tan bueno.

Hay que volver los puestos públicos a las manos respetuosas de hombres probos y graves, que defiendan los intereses públicos como el caballero de otro tiempo defendía a su dama, y recibía el cargo de dirigirlos como investidura venerable y como depósito sagrado. 

Los politicianos, de cervecería y esquinas, estos falseadores de la opinión pública, estos corredores de votos, son como los cerdos de las instituciones políticas.

Muy mal conoce nuestra patria, la conoce muy mal, quien no sepa que hay en ella, como afana de lo presente y garantía de lo futuro, una enérgica suma de aquella libertad original que cría el hombre en sí, del jugo de la tierra y de las penas que ve, y de su idea propia y de su naturaleza altiva. Con esta libertad real y pujante, que sólo puede pecar por la falta de la cultura que es fácil poner en ella, han de contar más los políticos de carne y hueso que con esa libertad de aficionados que aprenden en los catecismos de Francia o de Inglaterra, los políticos de papel. Hombres somos, y no vamos a querer gobiernos de tijeras y de figurines, sino trabajo de nuestras cabezas, sacado del molde de nuestro país.

Los grandes derechos no se compran con lágrimas, sino con sangre.

¡Pues alcémonos de una vez, de  una arremetida última de los corazones, alcémonos de manera que no corra peligro la libertad en el triunfo, por el desorden o por la torpeza o por la impaciencia en prepararla; alcémonos, para la república verdadera, los que por nuestra pasión por el derecho y por nuestro hábito del trabajo sabremos mantenerla; alcémonos para darle tumba a los héroes cuyo espíritu vaga por el mundo avergonzado y solitario. Y pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: “Con todos, y para el bien de todos”. (1953)

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