VIDA, PASIÓN Y MUERTE DE PERUCHO FIGUEREDO

Written by Libre Online

17 de octubre de 2023

Por Rafael Estenger. (1950) (Ilustración de Carlos).

Tal vez la vocación musical del héroe me ha sugerido la ocurrencia; pero siempre imaginé la vida de Perucho Figueredo como un extraño poema sinfónico, pautado en cinco movimientos, porque cinco fueron las etapas que sustancialmente lo dividen. Sorprende que una existencia tan granada de candorosa poesía, y tan frecuente en dramáticos contrastes, aún no hubiese hallado el intérprete capaz de transmutarla en obra artística.

Para conocer esta vida, a la vez ingenua y trágica, además de las entecas  menciones que consigna el relato autobiográfico de la hija Candelaria, solo merece relectura el discurso académico del coronel Fernando Figueredo Socarrás, que seguimos de cerca en el curso de esta rapidísima semblanza. Habría necesidad de intentar una pesquisa laboriosa para iluminar con nuevos datos aquella singular personalidad de nuestros heroicos: la del hombre que nos enseñó para siempre el canto del sacrificio que redime.

I.- Scherzo

Dos muchachos corretean en la plaza y suben jubilosamente al atrio de la iglesia. Han nacido en caserones muy próximos a la parroquia de Bayamo, donde residen todavía. El más espigado parece menos fuerte que el amigo, y más nervioso de ademanes. Son alumnos de las mismas aulas; pero no han iniciado de igual forma los correteos infantiles. El mayor de edad -aunque solo mayor un centenar de días- podrá decir que se crió sobre el caballo “a la manera de los tártaros”. Le llaman Carlos Manuel. Es un hijo de Don Chucho Céspedes. El otro tiene constitución delicada; pero no hasta impedirle las excursiones campestres, muchas veces a lomo de potro, ni las competencias natatorias en el claro río que arrulla los contornos de la ciudad materna.

Los padres de este muchacho, que había nacido el 29 de julio de 1819, son criollos opulentos y temerosos de Dios. La madre se nombra doña Eulalia; el padre don Ángel Figueredo. Rumórase que la familia posee territorios mayores que el de algunos estados europeos. La naturaleza endeble del muchacho, al que apodan cariñosamente Perucho, había mejorado con el libre retozo campesino. Además, Pedro se distingue como buen estudiante. Suele pintorretear el margen de los libros; pero solo porque tiene un lápiz espontáneamente laborioso, como le ocurre a los niños con vocación para el dibujo. A los quince años finaliza el último curso del Colegio de Santo Domingo, más o menos por igual fecha que su amigo de correrías infantiles.

Los padres le envían entonces a La Habana. Los de Carlos Manuel de Céspedes prefieren el Seminario San Carlos; pero don Ángel Figueredo hace ingresar a su hijo en el Colegio San Cristóbal, ubicado en la barriada de Carraguao, donde profesa José Antonio Saco. Al año siguiente José de la Luz iba a comenzar allí sus clases de Filosofía, con el llamado “Elenco de 1835”. No hay testimonios conocidos en las relaciones entre maestro y alumno; pero cabe imaginar que observaría don Pepe al bayamesito ya muy espigado, que ladeaba y levantaba graciosamente la cabeza sobre el largo cuello, en actitud entre curiosa y retadora. Los compañeros le apodan “El Gallito”; a veces “El Gallito Bayamés”. Siempre mantiene Perucho los primeros rangos de la clase y conquista los mejores premios. Sin descuidar los cursos habituales, “El Gallito” recibe clases de música, como en Bayamo, y por su parte se esmera en la Retórica y Poética, con el objeto de perfeccionar los “renglones cortos” que escribe.

Antes de cumplir los veinte años, a la par que su amigo Carlos Manuel, ingresa en la Universidad de Barcelona, para incorporarse después a la de Madrid, “mediante ejercicio de suficiencia”, el titulo de Abogado de los Tribunales del Reino. No abandona nunca y menos en Barcelona, donde el entusiasmo filarmónico parece contagioso, las clases de música, y especialmente las de piano. Desde luego con menos morosa complacencia que su amigo Carlos Manuel, visita algunas capitales europeas antes de regresar a Bayamo. Precede a Céspedes más de un año en la fecha del retorno: ya en 1843 ha instalado bufete y se dispone a contraer matrimonio con Isabel Vázquez Moreno, bayamesa como él, y también como él, de prestigiosa estirpe criolla.

II.-Allegro Ma NoN Troppo

Pero no tarda en abandonar el ejercicio de la abogacía. La forma de administrar justicia resulta desagradable para cualquier espíritu recto. La hacienda no está lejos de la ciudad de Bayamo. Por rudimentarios caminos, en carruajes de altas ruedas o a lomo de su retinto, Perucho y su familia acuden a los festejos de la Sociedad Filarmónica. Durante el baile en honor a la reina, a los pocos días de la ejecución de Narciso López, una mano incógnita había desgarrado el óleo decorativo y pomposo de Isabel II. Las autoridades intervienen con ardiente celo policíaco y comienzan a encartar una larga lista de vecinos sospechosos, entre los que figuran, desde luego Perucho y Carlos Manuel, pero la causa judicial no tendrá mayores consecuencias que la muerte del portero de la Filarmónica, tal vez por las torturas de que le hicieron víctima para que delatara al culpable. 

Los bayameses no permanecen tranquilos. Ni siquiera dejan en tranquilidad a Perucho, que se entrega afanosamente al fomento de la hacienda “Santa María”. La causa por la cuchillada ha llegado a transformarse en legajo voluminoso; pero nadie consigue descubrir la mano que desgarró la efigie de la reina castiza y rolliza. Los amigos de Perucho comienzan a dispersarse. Tras prisiones y confinamientos. Carlos Manuel ha elegido por residencia a Manzanillo. Pancho Aguilera prefiere el campo, el poeta José Fornaris triunfa en La Habana, donde también gana renombre, aunque muy joven todavía, el bayamés Juan Clemente Zenea.

En La Habana se le asocian a Perucho dos hombres de su edad, poco más o menos, para fundar el diario “Correo de la Tarde”: José Quintín Suzarte y Domingo Guillermo  Arozarena. Desde luego, no es la mejor forma de hallar serenidad al editar un periódico, y menos con ideas hostiles a los que mandan. La muerte de su padre hace que Perucho abandone el diario, como había abandonado el bufete. En 1860, ya con abundante prole, está otra vez en Bayamo. ¡en su Bayamo! Que parece resignadamente tranquilo. Tiene ahora que atender la cuantiosa herencia, sobre todo el ingenio “Las Mangas”, donde introduce excelentes maquinarias de vapor, de las primeras conocidas en Cuba.

III.- Tempo Di Minuetto

Ya “El Gallito“ del Carraguao ha traspuesto la cuarta década. Es un joven patriarca, próximo a completar los once hijos que habían de sobrevivirle. Desde la juventud padece de miopía. No puede andar sin lentes, unos vidrios octogonales como los del presbítero Varela. Camina a grandes pasos, quizás excesivamente de prisa, con ademán resuelto y la cabeza erguida, se conserva enjuto, de manera que parece aún más alto, pero sin que denuncie la sensación de endeblez que ofrecía en la adolescencia. Bajo las cejas casi rectilíneas, la mirada franca y leal resplandece a través de los espejuelos. La frecuente sonrisa le permite lucir una dentadura irreprochable. Algún retrato nos descubre mal encajado el cuello de la levita sobre el hombro izquierdo. No tiene Perucho remilgos de elegante, como su amigo Carlos Manuel; ni cabellera “a lo poeta”. El bigote es bastante espeso; la barba, pobre.

En la casona rústica de “Las Mangas”, como en la señorial residencia de Bayamo, el sitio de honor corresponde necesariamente al piano de Perucho. Los hijos a semejanza del padre cantan y tocan piezas musicales. “Era una familia de artistas”, escribe, sin duda con cierta hipérbole, su pariente don Fernando. Las noches del Ingenio, acribilladas por la linterna minúscula de los cocuyos, la familia suele dedicar largas veladas al arte. Unas veces Perucho mismo se sienta largas horas ante el piano, o canta acompañado de alguna hija. Otras recitan poemas de Espronceda, y con mayor regusto los de Luaces o Heredia, cuando no se decide a declamar los propios. Hoy perdidos acaso para siempre. Las muestras que nos quedan a pesar de la simpatía que nos impone la devoción patriótica, nos llevan a negar la posibilidad de que Figueredo gozase una efectiva capacidad literaria. Es el aficionado inteligente; nunca el poeta, ni siquiera el escritor genuino. Vive la poesía que no es capaz de escribir, como les ocurre con frecuencia, ¡oh, travieso Oscar Wilde!, a muchas almas esencialmente poéticas.

También Perucho entretiene los ocios de administrador de ingenio con el lápiz de dibujante. Prefiere, a juzgar por las noticias, la intención caricaturesca, según el verso se le iba al escozor epigramático. Le entretiene el ilustrar con  grabados y caricaturas las relaciones y cuadros sociales que guarda. Muy pocas veces los publica.

Aunque precisamente no reside en la costa ni en ningún puesto de mar, Perucho desempeña un extraño cargo de la Marina: el de Subdelegado del Ramo. No todo ha de ser canciones y dibujos. Hacia 1861 suscribe la protesta contra el nombramiento de un Alcalde Mayor, que tiene como fiscal el licenciado Francisco Maceo Osorio, y a la postre se enajena la voluntad del Alcalde Mayor y rompe la amistad con Maceo. Las autoridades le imponen, por intrigas del Alcalde o maniobras de la Fiscalía, una prisión de dos años: pero como Perucho es Subdelegado de Marina, en vez de llevársele a la cárcel, se le da como prisión el mismo domicilio.

El prisionero, naturalmente, activa sus aficiones: la del poeta epigramático, la del travieso dibujante y la de músico entusiasta. Pero aún afuera, en la calle se mantiene viva la pugna entre el fiscal y el subdelegado. La criollada bayamesa quedó profundamente dividida en “panchistas” y “peruchistas”. De un lado, según refiere un testigo, los familiares y amigos de Perucho; del otro, los amigos y familiares de Maceo. De ahí que los comisionados para fundar una logia masónica en Bayamo, después de comprender la gravedad del cisma, gestionan la reconciliación como requisito indispensable. Tras el abrazo entre Figueredo y Maceo, surge la logia “Redención”, de claro nombre levantisco, que aparece con Aguilera como Venerable Maestro, Perucho de Primer Orador y Maceo Osorio de Primer Vigilante, el tríptico que integrará después el Comité de Bayamo.

Los acontecimientos se atropellan. Ha fracasado la Junta de Información reunida en Madrid para buscar remedio a las desdichas cubanas. El Gobierno establece un impuesto sobre las rentas, sin disminuir las abusivas tarifas aduanales, cuya eliminación habían propuesto los Informantes de la Junta. Cuatro semanas más tarde, don Francisco Vicente Aguilera adopta la resolución de preparar la rebeldía armada. Una tarde, según narra la leyenda, Perucho contempla silenciosamente el bullicio de la logia en receso. Hay una sana juventud sin esperanzas ni propósitos que parlotea en torno del reflexivo silencio de Perucho. El licenciado Maceo Osorio, con quien había hablado Pancho Aguilera de la necesidad de organizar el movimiento revolucionario, le interroga a Figueredo:

-¿En qué piensas?

-Pienso en esta juventud que nos rodea. Podíamos hacer con ella algo grande, en beneficio de nuestra sociedad y nuestra patria…

-¡Vamos entonces a conspirar!- exclama súbitamente Maceo, que sin duda aguardaba la oportunidad para decidirse, trasmitiéndole al amigo la intención fraguada en la entrevista con Aguilera, y añadió acercándosele al oído-: ¡Vamos a lanzar a Cuba a una revolución!

Perucho se levanta cuan alto era, fascinado por la heroica labor que se le brinda, y repite como un eco:

-¡Vamos a lanzar a Cuba a una revolución!.

Convienen, desde luego, en avisar a Pancho Aguilera, para reunirse los tres esa misma noche. La cita es para el estudio de Figueredo, que está en la casa donde había nacido y donde reside aún en las temporadas que transcurre en Bayamo. Los tres bayameses se hallan de acuerdo. Pero hablan largamente sobre la precisión del sistema a que deben sujetar los trabajos conspirativos. Ya muy avanzada la noche, Maceo recobra su natural humorismo.

-¡Bueno! -dice-, Ya estamos constituidos en Comité de Guerra: ahora toca a Perucho, que es músico y poeta, componer nuestra Marsellesa.

– Mañana-, responde Perucho, que no ha tomado la sugerencia a broma-, cuando volváis, os recibiré con el canto que ha de llevar nuestras huestes a la lucha y a la gloria.

A la noche siguiente, Perucho recibe sentado al piano la visita de los dos conspiradores. Toca una música ignorada. Bajo las notas parece querer brotar un tropel de palabras hasta entonces nunca dichas. El ritmo es marcial; pero a la vez melancólico. Es a un tiempo el canto de la acometida sublime y del sacrificio inevitable. Ante Maceo y Aguilera, Perucho acaba de ejecutar el Himno de Bayamo.

Pronto “la marcha de Perucho”, como la llaman, se hace una música de moda, la tocan, la silban en las calles, la canturrean muchas veces con absoluta ignorancia de su dramático sentido. El propio gobernador de la plaza, cuando duerme a su hijo en las rodillas, suele entonar la extraña música, sin sospechar las palabras que todavía vibran ahogadas bajo las notas.

IV.- Presto Molto Animato

La red de conspiradores se extiende rápidamente por toda la Isla, y con mayor intensidad por los contornos de Bayamo. En la hacienda “El Mijial”, un primo de Perucho está prácticamente alzado en armas. Sin embargo, en ese momento nadie considera oportuno el levantamiento. Perucho visita a don Miguel Aldama. El suntuoso Miguel le hace un obsequio: le entrega un sable-revólver fabricado en Rusia. Y Figueredo regresa con pocas esperanzas.

Mientras la conjura prosigue en Camagüey y en Oriente. De agosto a octubre de 1868, se efectúan varias reuniones para determinar la fecha de la insurrección armada. Los conspiradores son ya personas generalmente en el otoño de la vida. Entre los de mayor edad, los que frisan con los cincuenta años, se halla Perucho Figueredo, que es además de los más vehementes. El plazo que demanda es de un mes. Ya no solo tiene el himno, cuya música es popular en la zona bayamesa. También el ingenio “Las Mangas” se ha convertido en arsenal de todo género de armas y en una rudimentaria fábrica de fulminantes, los laboratorios del ingenio sirven para ensayar la elaboración de pólvora, aunque jamás con acierto.

Antes de que Céspedes se pronunciara en “La Demajagua”, Perucho ya dirige unas tropas a las que llama- ¡desde luego, como el himno!- “La Bayamesa”.

– Me uniré con Céspedes- dijo Perucho- y con él he de marchar a la gloria o al cadalso.

En efecto ya está de acuerdo con Céspedes. Según relata don Fernando Figueredo, el quince de octubre redacta y hace imprimir una proclama. Aunque Bayamo está en estado de sitio, Perucho atraviesa las calles de la ciudad en un nervioso caballo y reparte a galope los papeles levantiscos. La persecución de las tropas resulta inútil: Perucho desaparece milagrosamente con la pequeña escolta que le resguarda. Los relojes indican entre las tres y las cuatro de la tarde.

Al día siguiente Perucho se une a Céspedes en Barrancas. El 18 de octubre ya están los ejércitos libertadores frente a Bayamo. Al centro marcha Céspedes. Por el norte de la ciudad viene Perucho Figueredo al mando de su división “La Bayamesa”, su hija Candelaria va a caballo, tremolando la bandera desplegada. El asedio ha de durar cuatro días. En aquel recinto no hay “víveres ni agua, ni medicinas para curar a los heridos. Pero los defensores amenazan con prolongar la bravía resistencia.

De pronto, Figueredo inventa una máquina terrible, algo así como el moderno lanzallamas y comienza a lanzar petróleo contra el baluarte enemigo, las llamas hostigan rápidamente a los sodados irreductibles y al fin se ve flotar la banderita blanca.

La noticia de la redención echó a los bayameses a la calle. Repicaron las campanas de los templos. Alegres charangas ensordecían la mañana del 21 de octubre. Un jinete ha cruzado la Plaza de Armas en impaciente caballo. Parece tallado en ébano, por el sol que le quemó en las heroicas cabalgatas y por el humo  y el polvo del combate. El pueblo le reconoce: ¡Ahí está Perucho! Y el jinete grita: “Bayameses, ¡viva la libertad! ¡Viva nuestra patria independiente!”, mientras una orquesta popular entona “La Bayamesa”.

Entonces Perucho detiene en firme su caballo. El pueblo le estrecha en circulo. Y el poeta comienza a escribir en hojas de una libreta de bolsillo las dos estrofas iniciales del himno. Copia tras copia, reparte los versos con que invitaría a la muerte y a la gloria:

Al combate, corred, bayameses, 

que la Patria os contempla orgullosa:

no temáis una muerte gloriosa, 

que morir por la patria es vivir.

Inmediatamente, pasando el texto de mano en mano, la multitud puede cantar su frenética decisión patriótica. Más tarde, el 27 de octubre, aparecería la letra del himno en la primera página de “El Cubano Libre”.  Desde que se encontraron en Barrancas.  Céspedes había designado a  Figueredo para ocupar la Jefatura del Estado mayor del Ejército. Al instalarse el gobierno revolucionario en la ciudad de Bayamo, Figueredo despachaba en el Cuartel General, y no lejos Carlos Manuel de Céspedes. Los viejos amigos mantenían una compenetración absoluta. 

A veces, como Céspedes, también Figueredo recorre la comarca, para intervenir en operaciones militares o animar a las tropas con la presencia. El 6 de enero de 1869 habría de abandonar a Bayamo para siempre. Doce días más tarde está en la finca Valenzuela acompañado de la familia. La esposa, por la mañana,  le muestra un cielo enrojecido “parece un gran incendio”, dice. Y Figueredo suspira: “en efecto, responde: es un gran incendio… ¡Es nuestro querido Bayamo!” la hija Candelaria, la bravía abanderada que no tembló ante las balas del asedio, también estaba cerca. Pero “todos empezaron a llorar”. Acamparía Valmaseda entre escombros: más el Ejército Libertador no volverá a tener por sede una urbe populosa.

El 10 de abril se obtendría por fin la unidad de los grupos levantados en armas, a la par que variaría la organización de los mandos militares. Electo Carlos Manuel de Céspedes como presidente de la República y designado jefe del Ejército el general Manuel de Quesada, a Francisco Vicente Aguilera se le hizo, además de Vicepresidente, Lugarteniente General y Secretario de la Guerra. Resultaba casi imposible que Aguilera desempeñara tan variadas atenciones y se le nombró a Perucho como Subsecretario de la Guerra para que en realidad asumiese las tareas de la Secretaría. Dice don Fernando Figueredo, testigo irreprochable: “Perucho no se separaba de Céspedes, era su consejero e inspirador, su verdadero alter ego, y no había una resolución que no fuera consultada. Si no aconsejada e inspirada, por el general Figueredo”.

V.  Andante MAESTOSO

Todavía la guerra no ha llegado a su clímax terrible. Aún Perucho de cierto modo logra vivir como siempre, como en Bayamo en “Las Mangas”.  Le acompaña la familia y numerosa servidumbre. Sus hijas mayores se han casado en tierra libre, con jefes insurrectos. Eulalia es la esposa del coronel Carlos Manuel de Céspedes, el primogénito del héroe de Yara, Blanca,  la del coronel Ricardo Céspedes, hijo de Javier,  y Elisa, la del teniente coronel Juan Ramírez Romagosa. Cada matrimonio le ha dado un nieto a Perucho, que ve florecer su estirpe, con patriarcal abundancia en el sigilo  de los bosques.

Los campamentos criollos suelen alzar sus tiendas en las fincas aún habitadas por familias de alto rango, que distraen las veladas con recitaciones de poesías, cantos, juegos de prendas y otros lícitos de recreos. Allí se destaca Perucho como un huésped admirable. Sabe declamar los versos, entonar canciones y realizar prodigios de malabarista. A veces, como en la Hacienda “Santa María de Morell”, dispone hasta de un piano con que poder acompañar a los cantantes o ejecutar su propio repertorio.

Pero la tempestad arrecia.  Depuesto Manuel de Quesada como General en Jefe, bajo acusaciones que comprometían al Secretario de la Guerra, don Pancho Aguilera y Perucho dimiten de modo irrevocable. “Desde entonces apunta  don Fernando Figueredo, quedó Perucho sin destino: pero su alta categoría, su patriotismo y más que nada su idiosincrasia, que no le permitía jamás estar tranquilo, le obligaron a moverse de un lado a otro, seguido de su escolta y de sus ayudantes, explorando y persiguiendo siempre al enemigo, y al penetrar en nuestras zonas era de los primeros que lo anunciaba con sus tiros”.

Según avanza el año de 1870, y con el año la actividad implacable del Conde de Valmaseda, las familias refugiadas en los bosques son metódicamente perseguidas hasta el exterminio. La de Figueredo, sin embargo, resiste con entereza y buena suerte. Desde luego, hace ya muchos días que vaga desasosegada sin hallar rancho seguro, a las márgenes del río Jobabo, cuando Perucho retorna enfermo, delirante por la alta fiebre del tifus. Encarnándose en las montañas, los Figueredo estiman haber hallado mejor asilo. Disponen ahora de un solo caballo, el que llevó el propio enfermo, para realizar las diligencias necesarias poco a poco Perucho vence la crisis; pero el tifus le ha dejado sin carnes, fantasmal, pálido, transparente. El brillo ha desaparecido de sus ojos, también el entusiasmo,  y aquella romántica seguridad en la victoria de la buena causa,  ha muerto en su corazón. Desde los ranchos construidos en apretado bosque, Perucho ve deslizarse a sus pies las aguas del Birama, que le parecerían un llanto monótono.

Pero Valmaseda no reposa. Ha dispuesto que una fuerte columna se interne en las montañas de Cabaiguán. Los soldados toman por sorpresa un caserío en el estero de Jobabo, donde velaban el cadáver de una muchacha víctima del tifus. Al observar que la presencia de las tropas había provocado la fuga de los dolientes, la tropa arrastró el cadáver por el suelo y dispara los rifles contra los aterrados fugitivos. Después asalta el refugio de don Rodrigo Tamayo,  vecino de los Figueredo y la familia de Perucho se dispersa. La intrépida Candelaria recordaría el Consejo de su padre. “Tú, le había dicho,  huye por medio de las balas,  que te cojan muerta,  pues debes preferir la muerte a caer en sus garras”. Pero la fuga es casi imposible. Un cinturón de guerrilleros cerca los ranchos indefensos.  Los yernos de Perucho solo consiguen escapar a filo de machete: Ricardo Céspedes ya aprendido, derriba a su aprehensor en un momento de coraje heroico. También consigue huir la bravia Candelaria,  y sus hermanitos Luz y Ángel,  además de una criada con un niño en los brazos. El resto de la familia quedó bajo la potestad de las milicias asaltantes.

Perucho se ha internado en el laberinto del bosque. Débil, casi inválido, va solo con el liberto Severino; pero le siguen de cerca los esbirros de Valmaseda. Comprende al fin que no puede salvarse y ordena al liberto que le cuelgue la hamaca entre dos árboles. “¡Huye!” le dice al negro. Pero Severino resiste, aunque no por mucho rato. Pálido,  e inmóvil con los ojos hundidos tratando de penetrar la cortina de hojas, Perucho espera la oportunidad de la “muerte gloriosa”. Empuña el sable revólver que le regaló Miguel Aldama. Cuando descubre las guerrillas, – ¡esbirros criollos al servicio de España!-, Perucho le dispara hasta la última carga del revólver. Después apoya la empuñadura del sable contra el suelo, para lanzarse contra el hierro liberador antes de que le prenda el enemigo. Pero es inútil: los soldados le atrapan y le llevan a Manzanillo, donde van a recibirlo pruebas de bárbara alegría.

Desde el barco de guerra en que ha llegado al puerto, el soñador escucha los gritos aguardentosos que reclaman su cabeza. Las hordas vociferantes se acercan en botecitos y en lanchas. A lo lejos repican las campanas de los templos y hay una jubilosa estridencia de charangas militares. El populacho, enronquecido, deambula con abigarrada inquietud de fiesta. Solo el dolor tiene la voz sigilosa; voz de plegarias y de lágrimas, que no sirve para consolar al prisionero. Por la noche, cuando el regocijo de la turba se adormece, los reos pasan de un barco a otro, que lo conduce hasta Santiago de Cuba.

El tribunal militar celebra un juicio muy rápido. No hace falta un cuidadoso análisis de las circunstancias. Antes de conocer la sentencia, Perucho escribe a la esposa: “Hoy se ha celebrado consejo de guerra para juzgarme, le advierte, y como el resultado no puede ser dudoso me apresuro a escribirte para aconsejarte la mayor y más cristiana resignación: vive para todos nuestros hijos”… En efecto, poco después le dan lectura al fallo: deberán fusilarle a las 7 de la mañana del 17 de agosto. Alguien le brinda a Perucho el perdón de Valmaseda, si jurase “no hacer más armas contra España”. Naturalmente Perucho lo repudia.

-Diga usted al Conde -,  sugiere al emisario – que hay proposiciones que no se hacen sino personalmente, para escuchar personalmente la contestación: que yo estoy en capilla y espero que no se me moleste los últimos instantes…

También morirán con él Rodrigo Tamayo y su hijo Ignacio. También reciben, como Perucho los auxilios religiosos próximo a la hora del suplicio. Perucho cuida su persona. Tras peinarse la ya  luenga y blanca barba, espera que le avisen la ocasión de marchar con el pelotón de fusilamiento. Cuando le esposan  las manos,  dice a la tropilla estupefacta:

– Siento como si una aureola me circundará la frente.

Trata de andar; pero le es imposible. Débil por la convalecencia y las últimas fatigas, tiene además los pies hinchados. Se dirige a la comitiva que ha ido a buscarle:

-¿No ven ustedes que yo no puedo caminar? –  ¡Tráiganme un coche!

Los soldados ríen. ¡Bah! ¿Un coche? ¿Alguien tiene una idea? Porque sería demasiado honor para un insurrecto, podrían ofrecerle un asno. Momento después, cuando Perucho sale de la doble reja de hierro, halla junto a la puerta un apacible burrito con albarda. Los militares presienten la humillación humorística del reo; pero él marcha arrastrando los pies heridos, hasta el pollino de lanceadas orejas.

– Está bien – comenta Perucho,  entre burlón y solemne-: no seré yo el primer redentor que cabalgue sobre un asno.

Debe sentir aún más ancha la aureola sobre la frente.  Con monótono y lento trotecillo, entre un vistoso despliegue de tropas, Perucho desciende por la Calle de la Marina, para doblar finalmente a la derecha, rumbo a las tapias del antiguo matadero, pues se efectuará “la ejecución de los cabecillas”, según reza el texto de la orden del comandante Peralta, “en el lugar de costumbre”.

Los Tamayo se arrodillan ante el cuadro: Perucho, indomable, exige que se le mate de pie y de cara al enemigo. Suena el clarín. Hay un silencio helado en la caliente mañana de agosto. La multitud, desde lejo, observa el espectáculo. Al retumbar la descarga, el viejo Tamayo está bendiciendo al hijo: Perucho levanta los ojos hacia el sol que se rompe en las  espadas y las bayonetas.  Después ruedan por tierra los tres cuerpos exánimes.

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