A.M. Fernández (1956)
UNA REUNIÓN DE HOMBRES
Hasta esos momentos, desde Hatuey a Narciso López –un dominicano y un venezolano que murieron por Cuba–, la Libertad era cosa de un hombre. Un hombre aquí, un hombre allá… Hatuey primero y Guamá después reclamando la tierra, que es lo eterno. Los vegueros de Jesús del Monte, Bejucal y Santiago de Las Vegas, exigiendo lo transitorio, el tabaco que es el lujo de la tierra. El Padre Varela y Don Pepe de la Luz, uno pidiendo el deber de aprender y el otro el de enseñar. Aponte clamando el derecho de ser negro. Y Heredia el de poeta. Todos fueron hombres aislados, gritos individuales, hasta que un día, 376 años después de la pedrada a Pánfilo de Narváez, surge la conciencia colectiva cubana.
Por fin Oriente apremia. Y hacia Tunas se dirigen las máximas cabezas decididas. Bien lejos del alerta ojo español, en un rancho de la hacienda “San Miguel” se reúnen los conjurados. Por Jiguaní viene el dominicano Donato Mármol; un marqués encarna a Camagüey; Holguín ha mandado a Peralta; por Tunas hay un hombre desconfiado, el regionalista Vicente García; un patriarca, Francisco Vicente Aguilera, representa a Bayamo; y Manzanillo envía como emisario a Carlos Manuel de Céspedes.
Cuba Libre es la consigna de estos hombres. El puro entre todos es Aguilera. Pero Céspedes es el enérgico. Y aunque Aguilera lleva meses de preparación colectiva, un ritual de la Asamblea, una simple cuestión de forma hace que Céspedes, por ser el miembro de más edad, sea el Presidente de la sesión. Cuarenta y nueve años tiene este hombre. Son solo cuarenta y nueve años repartidos en una humanidad robusta y pequeña, donde hay una cabeza que guarda los conocimientos de un abogado, el extra de un poeta y la energía de un carácter.
Se encauza el debate y hablan los doctos. Hay un recuento de tareas. En todos alienta el mismo propósito. Hacer de Cuba una república libre y soberana. El que más ha contribuido, y esto es innegable, es Aguilera, el señor de las barbas bíblicas y la bondad callada y pródiga. Pues, mientras que uno a uno cada cual ha sido un gesto aislado y romántico contra la España feroz, Aguilera, más que con su dinero, con su dialéctica y psicología ha emprendido tareas colectivas. Todo lo que se ha hecho hasta el momento es obra suya. Desde la casilla de carne de Agüero Artega para atraer a los analfabetos; hasta la Logia “Redención” instalada en la rebotica del Licenciado Maceo Chamorro, para captar intelectuales.
Hablan los doctos. Únicamente tres hombres han permanecido callados. El cantonista Vicente García que mira de reojo. También Aguilera queda callado, pero con paz y anhelo. Ve que todo aquello es resultante suya y que, aunque no tiene expresión si revuelo en la palabra, hablan por él. Céspedes inquieto, nervioso, frenada la cortesía, teniendo ante sí posturas de oradores y narcisos, cuando la realidad era la acción del brazo y las agallas del carácter.
Las cosas estaban así. La Habana aceptaba si Villa Clara respondía. Además, a Ulises Grant, el general de Lincoln, no le convenía para su aspiración presidencial que ardiera Cuba en revolución. El enviado especial del futuro presidente norteamericano prometía ayudar a los criollos a condición de que esperaran un poco. La Habana, por el momento, abre un proceso expectante, sin saber que todo aquello fue demagogia y que solo el exilio, a pezuña y sigilo, iba a salvar vidas.
En el recuento que se hizo, todo eran promesas y ramajes. Pero ahí estaban ellos, representantes de Oriente para estudiar el asunto. Y entonces entra el debate en calor. Camagüey pide por boca de Salvador Cisneros Betancourt, el demócrata marqués, seis meses de preparación; y Peralta por Holguín, solicita más tiempo. Pues no es poco lo que se pretende. Nada menos que la libre determinación de un pueblo chico. Nada menos que hacer entrar en razón lo animal de un imperio. Céspedes no puede más. Irrespetuoso se adueña de la palabra. Y si la edad lo proclamó árbitro por un momento, estas convicciones suyas, gritadas con vehemencia, le hacen pese a todo, desde ahora y por siempre, el Jefe Supremo. Por encima del poeta y del aristócrata se yergue el hombre cansado de que se humille al hombre.
Con elocuencia encendida pinta la situación política de la isla. De España no se podía pedir nada que no fuera más que esclavitud y explotación. A 1500 leguas de la despiadada metrópoli, los cubanos tenían un solo camino: ¡Guerra al Malo! Pues para ello, de su parte estaba la geografía y la Ley de la Evolución Humana. Calla y busca en los ojos de los presentes la fe en sus razones. Luego lentamente termina: “Señores: la hora es solemne y decisiva. El poder de España está caduco y carcomido. Si aún nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos que lo contemplamos de rodillas. ¡Levantémonos!”.
Los asistentes se consultan. Algunos fruncen el ceño y miran con dureza al intruso. Sobre todo Maceo Osorio, que junto con Perucho Figueredo venían en la misma misión de Aguilera. ¿Pero este hombre, este Carlos Manuel derrochador no se da cuenta dela realidad? No era una partida de alzados lo que se pretendía, sino la organización justa, lenta y total de un pueblo hacia lo más difícil en la Historia como es su independencia de pensar y su libertad en comerciar.
¿Dónde estaban las armas necesarias para los nervudos brazos cubanos? Y hasta los que hace un momento fueron arrebatados por la emoción, se tornan prudentes.
En definitiva, una opinión se hace unánime y la Asamblea acuerda esperar, dar tiempo a organizarse para hacer un potente movimiento que, por lo menos, encienda cuatro de las seis provincias. Frente a la opinión de esta Asamblea se empina la convicción de un hombre, uno solo, que exige la acción inmediata, la pelea rápida sin más dilación.
Y como pasa siempre que la Humanidad inicia un nuevo capítulo, el hombre tuvo razón. Porque pese a la lógica, a la cauta prudencia y al análisis frío de una Asamblea fue Carlos Manuel de Céspedes el hombre del 10 de octubre.
UN MOSQUITERO, UN VESTIDO Y UN TROZO DE LIENZO
Por las serventías y caminos, hacia “La Demajagua” van hombres y bestias. Son los amigos de Carlos Manuel, los de confianza, que acuden a una cita importante. Pronto el batey es un colmenar de preguntas y conjeturas. Desde que vinieron de África, enristrados en aquellos horribles barcos, los negros viejos no recuerdan acontecimiento parecido. Mascullando voces, unas del dialecto de origen y otras del idioma de los señores, miran para los nietos. Mientras que los negros jóvenes, carne prieta para la blanca caña, con el mordisco encendido en una sonrisa de liberación, miran para el futuro.
Sobre una suave loma está la mansión, un tanto triste y ausente porque hace poco que el señor enviudó. Dominando el contorno se alzan las dos chimeneas que escupen la energía del ingenio. Distribuidos por la faena, allí está la oficina y allá los barracones. Y en el medio del batey, sobre la horca de unos maderos toscos, curtidos de intemperie, la campana del ingenio. Por doquiera, fuerte, ruda y opulenta naturaleza de Oriente, teniendo detrás el fondo azuloso de la Sierra Maestra y delante el movible cantar de un mar sureño.
La sala de la casa, rica en objetos de arte y confort, adornada con los viajes por Europa que sirvieron para hacer políglota a Carlos Manuel, es ahora cuartel general. Ha llegado el momento y pronto, cuestión de días, quizás de horas, comenzará llena de luces y sombras la Guerra Grande. En un rincón de la sala, descansa olvidado el magnífico ajedrez, pues Céspedes empezará desde ahora a mover hombres y no es el subyugante juego lo que le interesa, sino la estrategia de una Patria en formación. Llega una noticia y Céspedes piafa de impaciencia. Ya hay hombres frente a España empuñando pobres armas y buena vergüenza. Desde hace dos días el grupo de Ángel Maestre está alzado por los riscos de la Sierra.
En una gaveta de su mesa de intelectual, pendiente de los últimos retoques, se encuentra el Manifiesto que Céspedes piensa lanzarle al pueblo de Cuba tan pronto monte a caballo. Pero ahora lo que más importa es el símbolo sacrosanto, hacer la bandera que representa el alma de Cuba. Se piensa en la de Narciso López, la misma que hace diecisiete años también enarboló Joaquín de Agüero. Pero nadie se acuerda, ni aún el propio Céspedes. Hay un momento de indecisión donde la memoria trastea el recuerdo de los presentes.
Y viene una inspiración ¡Chile! Tres años atrás, la hermana Chile ofreció su enseña para que los cubanos la utilizaran en sus mástiles expedicionarios. Se descuelga el cuadro de las banderas libres que había en la sala y Céspedes, mirando la de Chile, hace un croquis. Y como es Patria y no Corso lo que se anhela, para que no haya confusiones cambia la posición de los colores. Ahora hacen falta manos femeninas que sepan coser. Céspedes recién viudo, siente una vez más el vacío de la esposa ausente. Durante unos segundos la sala se colma de silencio, pero una tos respetuosa llama la atención de Céspedes.
El mayoral del ingenio, Juan Acosta, sombrero en mano, le sugiere que su hija Candelaria quizás sepa hacer la bandera, puesto que ella misma se cose sus vestidos. ¿Cambulla? ¡Qué venga la hija de Acosta enseguida! El mayoral sale corriendo y poco después se presenta con una linda moza de diecisiete años, esbelta y de expresivos ojos. ¿Puede Cambulla hacerle una bandera a los cubanos? Ella titubea un poco. Sobre el pecho le brinca el palpitar de la carrera y el de la emoción. Está en la casa del patricio.
Hay gente presente como para quedarse sin habla, encogida de timidez y con deseos de ver sin que la vean. Muchos son desconocidos. Otros amigos selectos de alcurnia y posible. Mirándola, ahí están los hermanos Masó y otras gentes importantes. Todo es furia y movimiento como si fueran navidades o el santo del patrón Cambula empieza a darse cuenta de que ha sido llamada para una tarea del espíritu.
El joven Emilio Tamayo, con ansiedad mira para las manos de la muchacha. Y Céspedes pone sus ojos claros en los de ella. Puede también que no se dé cuenta de su papel histórico, pero viendo a Céspedes decidido y proyectado, promete hacer lo que pueda. Con letra nerviosa, Céspedes anota las telas y medidas que Cambula le dicta. Y comisiona el encargo a Eustaquio, negro trabajador del ingenio, que tenían por listo y diligente.
Es mediodía cuando los cascos del caballo que monta Eustaquio levantan el polvo del camino que va hacia Manzanillo. Céspedes mientras tanto perfila el Manifiesto. Planea. Consulta. Espera. Cinco horas después llega el mensajero. En la boca del caballo hay espuma de distancia. Y en las espuelas del jinete, sangre de apremio. ¿Y las telas? Imposible conseguirlas. Céspedes inquiere.
Sus ojos claros han cobrado dureza de acero. Eustaquio explica que el español de Manzanillo está sobre aviso y que nadie que entra al pueblo lo dejan salir después. Durante unos segundos, la sala vuelve a colmarse de silencio y hasta el batey ha escondido sus rumores. Cambula ya no titubea. Tiene conciencia de su misión. El futuro de una patria, la parábola de un símbolo, lenguaje para la historia, está en sus humildes manos de guajira.
Que descuide el señor. Los cubanos tendrán su bandera. Pues ella se iba a sacrificar en lo que más aprecia una joven hermosa y presumida. ¿Cuáles son los colores? Rojo… Azul… Blanco… Para el azul será su vestido nuevo, aquel que tan bien le entallaba. Para el rojo el mosquitero de la cama del padre. Y algo se buscará para el blanco.
A ver, el padre que corra a la casa y desprenda la tela del cielo de su mosquitero. No, no, debe ser ella personalmente. Puede que las manos torpes del mayoral estropeen el lienzo. Mejor ella con sus manos de mujer. Regresa cargada de telas, hilos, agujas y tijeras.
Bajo la dirección de Céspedes, corta, combina y cose los colores. El rojo no resultó tan rojo. El mosquitero era rosado. El azul fue un poco pálido, pues el vestido era azul celeste. Y el blanco si fue blanco y nuevo, de holán-batista, que ella tenía en la caja íntima, en esa caja que toda mujer aprecia. La joven cose con un ritmo acelerado; esto le resulta más difícil que hacerse un vestido, porque la aguja se desliza sin tropiezo y lo único complicado de las piezas son los sencillos ángulos rectos de sus contactos. Da la última puntada y desprende el hilo sobrante con un pellizco de los dientes. ¿Ya está? Todavía.
Céspedes dice: “Falta una estrella de cinco puntas”. Y eso si es un contratiempo. La muchacha vecina de una finca rústica no sabe bordar, ni dibujar. Pero el joven Tamayo se ofrece para resolver el problema. Con trazos firmes plasma la estrella en un papel y le da el dibujo a Cambula. Vuelven aquellas manos de nuevo a la faena histórica. Con alfileres prende el dibujo a un retazo sobrante de la fina tela blanca, y recorta la estrella que cose directamente a la enseña.
Se improvisa un asta y, por fin, ya tienen los cubanos su bandera. Ha resultado casi cuadrada y aunque no es un modelo acabado, toda ella es un pedazo de sinceridad y puede pararse ufana y gritar sus colores a los cuatro vientos del mundo.
Venida de la Sierra, la noche empieza a caer sobre “La Demajagua”. Última noche española, porque desde el día siguiente, 10 de octubre de 1868, un pueblo entero, incansable, empezará a crear su propio destino. Lo abstracto ya está: una bandera, un manifiesto, una idea. Pero desde ahora en adelante, sobre la marcha hablarán los hechos. Tira al vuelo sus bronces la campana de “La Demajagua”.
Y se adelanta el jefe con su arenga en las ansias. Las sufridas caras se presienten algo trascendental. Se hace un silencio para hombres. Y cuando el patricio termina diciendo: “Y para probar que ser libres solamente queremos y que vida e intereses los ofrecemos por esta libertad, desde este momento todos ustedes son libres”.
Cada garganta masca sus vítores de esperanza y tiemblan las entrañas del género humano con el corrientazo de justicia. ¿Pero cómo el amo no es libre? ¿Es también esclavo? Muchos no comprenden. Algo les dice que ellos también son importantes y entonces afanosos, se aprestan a defender la libertad de todos. No son muchas las armas. Unos, los menos, muestran viejas escopetas. Otros, taciturnos, guardan en la vaina el machete de labranza bien afilado. Y la mayoría empuña el coraje de púas de madera dura sacadas del arsenal natural de los bosques cercanos.
Entra Céspedes y remata el Manifiesto que lee a sus compañeros. Luego aconseja dormir. En el silencio de la noche, colmada de los rumores del trópico, lo abstracto, aquel manifiesto, cobra vigencia hasta nuestros días. “Al levantarnos en armas contra la opresión del tiránico gobierno español…” es un documento sencillo, armónico y sincero. “Así pues, los cubanos no pueden hablar, no pueden escribir, no pueden siquiera pensar…” Cada palabra ha sido pesada, encajada, avalorada. “Cuba aspira a ser una nación grande y civilizada…”
Rompen los claros del día. De la Sierra, a saltos, empieza a caer un sol macho. Se forma en el batey del ingenio, un tanto abigarrado y heterogéneo, el primer ejército cubano hecho en Cuba. Narciso López vino del mar. Igual que Hatuey. Pero estos hombres del 10 de octubre, dueños de ingenios, profesionales, campesinos y esclavos, son productos de la tierra y por ella van a morir. Céspedes a caballo, ordena que toquen la campana.
Cerca de él está el abanderado Tamayo con la enseña que tanto trabajo costó hacer. Vive la Historia su minuto y vibra en onda y en color. La bandera, pedazo de arcoíris libre, flamea triunfante a impulsos del tañido metálico de la campana. Hace Céspedes un gesto y calla el bronce. Sobre los estribos se empina el líder y grita en la mañana:
–¡Soldados de la independencia! ¡Este sol que veis asomar por la Sierra Maestra, viene a alumbrar con su gloria el primer día de la libertad de Cuba!
Termina su arenga y enfilan todos hacia Yara. En el ingenio solo quedan los viejos y las mujeres. El mes de las aguas bravas, octubre, es señor de la época. Se agitan locas las palmeras del paisaje y un aire de tempestad hincha los belfos de los caballos.
Por la gran sabana de Yara van unos hombres hacia el futuro. Es un puñado de conciencias dispuestas a pelear contra las garras de un imperio. Horas después, sufrirán la primera derrota. Pero estos soldados de la independencia seguirán adelante. En auxilio de Céspedes vendrá Luis Marcano y entonces el primer triunfo será la heroica toma de Bayamo, donde nacerá para la posteridad el Himno. Después la Epopeya: Agramonte con su vergüenza; Máximo Gómez con su integridad; Maceo con su valor; y por último, Martí con su alma.
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