VALENCIA, LA PATRIA ABUELA

Written by Libre Online

24 de enero de 2023

Por Gerardo Álvarez Gallego (1954)

“Se viene de padres de Valencia y madres de Canarias”, escribe José Martí, con originalidad, sintáxica en la América, (Nueva York, abril 1884). Rara simbiosis por de pronto. Dentro de la península, las coyundas valenciano-canarias son infrecuentes. Hay hasta un mar por el medio.

Fuera de España el connubio canario-valenciano resulta más singular todavía. Los valencianos no han sido aficionados a emigrar sistemáticamente y si trasmigraron alguna vez fue a la Argentina, en cambio Canarias es un país hispano de destino americanista como Galicia y Asturias, y preferentemente hacia Cuba a fines del siglo XVIII, el Consejo de Indias acordaba que para homogeneizar las poblaciones americanas no habría mejor colecta humana que la de familias gallegas y canarias. 

Ya Felipe V en contestación a Mauricio de Zabala descubridor de Montevideo, le anunciaba el envío “los navíos del registro junto a pertrechos y hombres de guerra de cincuenta familias; 25 del Reyno de Galicia y las otras 25 de las Islas Canarias”. Resultaban por lo visto, las mejores células para el crecimiento “de las poblaciones nuevas de allende”. (Será para examinar en otra ocasión esta nueva causa de la fenomenología emigratoria que se le escapó a Whelpley). Claro es que el padre de Martí no llega a Cuba como inmigrante, sino como recluta valenciano de la propia capital del Turia. Ni siquiera Labrador, como quería Lope:

Que no habría un buen soldado

si no hubiera un labrador.

Oficiaba Martí antes de entrar a servir al rey, como se decía en su época de ayudante de la Cordelería de su padre, Vicente Martí, en el área municipal valenciana. Roig de Leuchsering, ha publicado en “Martí en España” (apéndice número 1), la partida de bautismo de Mariano de los Santos Martí y Navarro en la Parroquial iglesia de San Lorenzo, mártir de esta ciudad de Valencia, el día 1 de noviembre de 1815.

San Lorenzo: uno más y ni siquiera el más ilustre de los ciento y pico de campanarios que en las horas de festividad religiosa sueltan el vuelo sonoro a los pájaros de bronce de sus campanas.  San Lorenzo; uno más de cuantos incisivos eclesiásticos de piedra, muerden el luminoso cielo valenciano. Muchos fueron antes mezquitas como la misma Basílica, coronada por el célebre cimborrio del Miguelete. 

No, es esta Catedral de Valencia ninguna de las tres gemas del Gótico Catedralicio español: Toledo, Sevilla, Burgos. Pero trabajadas por los alarifes herederos de los que elaboraron el romántico aragonés y el gótico catalán luce la gracia plural de los grandes templos de la antigua corona aragonesa: Tarragona, Lérida, Barcelona. 

Y viene a ser un poco con abuso de imagen, bastante resobada, aunque en este caso exacta, como la gallina clueca que arropa en su pechuga y bajo las pétreas alas, a la pollada templaria de las menores preseas artístico-religiosas: a San Esteban, en donde recibió el agua y la sal del primer sacramento, la abuela de Martí por la línea paterna Manuela Navarro;  a Santo Tomás, que como la Catedral de La Habana fue primitivamente Iglesia de San Felipe Neri;  a San Martín, que guarda retratos arzobispales del brujo pincel de Goya;  y a San Nicolás, San Pedro, San Bartolomé, San Juan, San Sebastián y tantos otros Santos que agotan las advocaciones del Santoral. 

Alhajas católicas, todas ellas puestas de pie para celebrar la expulsión árabe y la sustitución de su culto. Páginas de la arquitectura cristiana que van del Románico al Renacimiento, pasando a veces por el barroco, como Santa Catalina, o que son llamadas al aire, rimas en pinacoteca y museo escultórico a la vez.

He ahí la Valencia antigua, antiquísima, provincia de Roma, casi medio siglo antes de la era cristiana. Visigoda e islámica, con bizarrías de romance que culminan en la revolución del Cid con calificativo bien anticipado en el inmortal libro sobre el Campeador por Menéndez y Pidal. 

Por consiguiente, foco de culturas superpuestas y de libertades colectivas: la civilización romana y la árabe, y también la rebelión de las Germanias. Sale de imprenta valenciana, el primer libro español y de pecho levantino la primera guerra contra el Imperio y el Centralismo. 

Y desde el arabismo de Omar- Ben Hafsun, hasta el republicanismo de Blasco Ibáñez, la nómina de sus ilustres hijos es larga; los Froment y Ausias March, Luis Vives y San Vicente, Bonifacio Ferrer y los Borgia el padre Jofre y Gil Polo. Luego Rivera, Guillén de Castro, Querol, Vicente López, Juan de Juanes, Vergara, Teodoro Llorente y para final, Sorolla, pincel mediterráneo, cuyo resplandor no se resiste sin un parpadeo.

La arquitectura civil redondea con la religiosa del perfil de la egregia ciudad del Turia, que es, como el poema del gran aliento de Zorrilla:

Maravillosa ciudad

a cuya construcción sólida

a cuya belleza regia

a cuya esbeltez graciosa

contribuyen espacios

la arquitectura de Roma

la de la muelle Bizancio

y la africana, y la goda.

Pues José Martí, que como veremos derrama alusiones innumerables sobre ambientes hombres y paisajes de España, apenas de pasada cita a Valencia, donde vivió dos tiernos años de su niñez. 

¿No es extraño que él tan abocado a lo descriptivo, jamás intente pintar a la ciudad de su padre, ni siquiera al subyugador y antiguo reino de Levante, que tanto debía haber impresionado una pupila acostumbrada a recoger y revolver las luces como el diamante? 

Si una vez nombra a Alicante es para referirse a sus húmedos castillos de todas las regiones españolas, con excepción de la vasca, ensaya Martí largas loas, aunque generalmente más que impresiones de “visu” extraídas de la cromática paleta de los tópicos. 

Es numerosa la nómina de capitales de provincia y de otros pueblos de España que se registra en sus crónicas. La mayor parte de las veces tales menciones las hace ya ausente de España en medio de tanta desemejanza como los Estados Unidos. Pero Martí, con una enorme memoria y todavía un mayor poder de evocación, trata una y otra vez de Galicia, Cataluña, Castilla o Aragón. Se topará en sus escritos con una veintena más de nombres geográficos peninsulares. 

En cambio, Valencia, la tierra abuela, territorio por la historia, la geografía, la cultura y el arte, el paisaje, la estética señera dentro del vario y cambiante tapiz ibérico, le merece poco más que acotaciones al pasar. Muy pocas. 

Una vez y en unas notas críticas de su visita al salón de “Arte Contemporáneo” (Madrid 1879), escurre un recuerdo de la “famosa lonja de Valencia, testigo un día de tanta bravura y de tantos solemnes acontecimientos”.

Demuestra Martí conocerla bien. Sabe sin duda, de la maravilla gótica de su gran salón de columnas y de la majestad de su fachada y de sus 

bellísimos calados y de su torreón y de sus almenas y de sus afiligranados ventanales, y de su crestería. Pero no lo dice. La “famosa lonja” y nada más. En una ocasión, al fin, va a cantar a Valencia, luenga. Y amorosamente empieza tomando la descripción de lejos. 

Escribe: “El sol es padre de la poesía y madre de ella, la naturaleza en el suelo de España calentado por los rayos del Sol y sombreado por los naranjos, allí donde las mujeres se inflaman como lava ardiente, donde aún las ruinas sonríen y el alba ofende la vista con sus resplandores, donde campos sembrados de amapola asemejan lagos de sangre;  donde las cabañas cual nidos de rosales parecen sumergir a sus moradores en la felicidad; donde el hierro conquistó, el ardiente moro amó y el romano cubierto de acero edificó;  donde los pintores no necesitan sacudir sus pinceles al aire para empaparlos en alegres 

colores…”

¡Qué duda cabe! Esa tierra que Martí exalta ¿puede ser otra más que Valencia? Creyérase que “la poesía le brota del corazón como el manantial sale de la montaña”, según su propia metáfora para cantar en mórbida prosa a la progenitora. La alusión al naranjal es muy directa.

(Otras veces en carta, verbigracia, fechada en New York, el 19 de febrero de 1888 y dirigida a Enrique Entrazules “el color de oro de las naranjas de Valencia, le vino a las mientes)

De no seguir leyendo, nos quedaríamos con la impresión indubitada de que Martí, mirando en la mañana, de lento desperezo primaveral en que escribe esta página a los áureos frutos valencianos, que, en catalán, cantó Verdaguer y cientos de años antes en árabe el poeta y médico del siglo XII Ebu El Habiar, no se refiere a la Valencia de “Flor de Mayo” y “Entre Naranjos”. 

¿No es esa la tierra de la palmera del penacho moruno, la de las uvas como ojos de mujer, la de la huerta hinchada de fecundidad como un vientre ubérrimo, la de su padre, Don Mariano, la de su abuelo Vicente, la de sus abuelas materna y paterna, que eran todos de Campanal, de Meliana, de Benimaclet en pleno panorama huertano, jugoso y bajo el aire diáfano, calentado por los rayos del Sol? 

Pero no, Martí no canta a Valencia. Toda esa estampa coloreada y ardida está dedicada, una vez más a Andalucía. 

Véase la crónica, escrita originalmente en inglés en el “Sun” de Nueva York… ¿fue desdén de un poeta tan esencial como él para una tierra tan esencialmente poética como la tierra abuela de Martí? Intentaremos buscarle la causa en otro artículo de este itinerario español de Martí.

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