Un viejo juramento

Written by Libre Online

11 de abril de 2023

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

La tierra que da dolores da a quien los alivia.

José Martí.

El militar, acostado sobre la improvisada mesa de operaciones, lo contempla con ojos torvos. Mirada de poder vencido.

El doctor Cruz, concentrado en los preparativos de la cirugía, le hace una seña a Evangelina, la enfermera. Ella cubre boca y nariz del hombre con la mascarilla precaria. Con mano segura derrama, despacio, la cantidad de cloroformo requerida. A poco el paciente queda anestesiado.

—Empiece —apremia uno de los tres milicianos que rodean el cuerpo inerte.

—Hasta que no salgan —responde limpiando los espejuelos, donde el sudor se hace neblina.

—Si al Capitán le pasa algo ¡te mato! —amenaza apretando la metralleta checa.

—Entonces seremos dos —el médico rectifica.

—¡Por Favor, obedezcan! —la enfermera media.

—Será mejor para ti que todo salga bien —el más bajo de los tres se suma a la intimidación.

—Si intentas algo… ya sabes… —el tercero previene con un ademán sugestivo.

Quedan solos. Evangelina, para disimular el temblor que la sacude, aprieta las mandíbulas y rehúye mirar directamente.

—Con tanta tierra encima no es bueno operar. Por lo menos necesito agua para lavarme las manos —Cruz dice y fuerza una sonrisa.

—La traeré y también pondré un poco a hervir. ¡Esto ha sido tan repentino…!

A los oídos del cirujano llega el chapoteo del balde dentro del pozo. Los milicianos vigilan desde la entrada del bohío que hasta días atrás, previo al desalojo y reconcentración forzosa, fue el hogar de una familia campesina. El hedor a sudor monte y violencia está en la respiración de todos.

Evangelina regresa y vierte agua en la palangana de zinc que se atora en el hueco de un taburete desfondado. Después, se dirige al fogón hecho de barro blanco; aviva la lumbre de leña, a medio consumir, y coloca el cubo encima de los gajos incandescentes que protestan, elevando un humo espeso y gris con olor a resina que se atrapa en la techumbre de pencas de guano y yaguas de palma real.

Cruz termina de asearse y enfrenta al paciente.

—No es mucha la higiene —Evangelina lamenta.

—Esperemos que no haya complicaciones mayores —manifiesta y sin ayuda se coloca los guantes usados.

El filo del bisturí, en el bajo abdomen, hiende un tramo de piel y brota la sangre. El cirujano, satisfecho, comprueba como las manos de Evangelina, a contrapelo de la circunstancia intimidante, se mueven con aplomo profesional.

Cuántas patadas me diste, piensa contemplando los pies desnudos del oficial. Mi estómago resultó ser más fuerte que el tuyo, con cierto humor reflexiona y revive los acontecimientos recientes.

El doctor Ignacio Cruz, a principios del mes de diciembre de 1961, al igual otros trinitarios, vio llegar por la carretera, que une a la Villa con la ciudad de Sancti Spíritus, caravanas de transportes rusos, atestados de militares y milicianos que, entonando consignas y cantos revolucionarios, blandiendo sus fusiles, trocaban en pesadilla el reposo ancestral de las calles adoquinadas.

Luego de algunos días, en que el pueblo prácticamente fue un enorme y desordenado cuartel, los uniformados comenzaron a internarse en las montañas circundantes del Macizo de Guamuhaya. Se iniciaba la acción militar, de gran envergadura, bautizada con el nombre de Segunda Limpia del Escambray.

Primero arribaron a la villa histórica familias campesinas, en su gran mayoría mujeres, ancianos y niños de ojos hundidos y caras de espanto que sin entender el odio encerrado en frases como: Traidores de clase y colaboradores de bandidos fueron forzadas a cambiar sus tierras y bohíos de siempre por polvorientos vagones de ferrocarril que durante las noches, envueltos en ruido de rieles y tuto de loo ras, partían rumbo a llanuras desconocidas e inhóspitas.

Después le tocó turno a los grises camiones rusos que con las luces apagadas, aprovechando las madrugadas, penetraban en Trinidad para descargar en el hospital heridos y pesados fardos de lona, cuyas formas indicaban que alguna vez le sonrieron a la vida y tuvieron nombre propio.

El  doctor Ignacio Cruz, alto y flaco, de edad apergaminada e indescifrable, invariablemente sonreía, a pesar del trabajo y las preocupaciones personales. Hacía dos meses que disgustado por la entronización, en la Isla, de un nuevo orden social, basado en odio de clases y discriminación ideológica, había enviado a su esposa e hija adolescente al extranjero en espera que, como tantas cosas, el momento turbio pasara.

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