Un viejo juramento

Written by Libre Online

25 de abril de 2023

La tierra que da dolores 

da a quien los alivia.

José Martí.

Por J. A. Albertini, 

especial para LIBRE

Seguros de la victoria, por vez primera, el bohío quedó sin escoltas. Mendoza necesitaba, para el asalto final, hasta el último hombre.

A Cruz le bastó una mirada para intuir que, al pie del árbol, algo conturbaba las oraciones de Evangelina.

—¡Es casi un niño…! —balbuceó.

—¿Está mal herido? —El médico, haciéndose cargo de la situación, indagó.

—No lo sé… llama a la madre y tiene el cuerpo lleno de sangre y fango.

Cruz se acuclilla junto al caído y le practica un rápido reconocimiento. La lluvia no menguaba y el aire batía más frío que en la mañana.

—¿Es mucho…?

—Temo que sí. Necesita atención urgente. Ayúdame a cargarlo.

—Tenemos tres catres ocupados con heridos. Hay que tener cuidado. Los escoltas podrían regresar o aparecer cualquier otro militar —Evangelina previene.

—Los heridos están tan desanimados que se pasan el tiempo durmiendo y pensando cuándo serán evacuados. Además, este muchacho tiene camisa militar verde olivo, pantalones oscuros y mucho fango. Lo pasaremos por un caza bandidos más. Quiera Dios que resulte. —el médico confió.

En su delirio hablaba de Trinidad y trenes sombríos… De la madre que trató de retenerlo en el momento que escapó a través de la ventanilla del vagón… Del perro huevero que, a pesar de sus lágrimas infantiles, el padre había matado con la vieja escopeta calibre doce, cargada con cartuchos de perdigones, que después de los disparos desparramaba humo ligero con olor a pólvora.

Le curaron con tanto esmero que se desatendieron del entorno. Causa por la que fueron sorprendidos, en plena tarea, por un vociferante Mendoza que reclamando el último bandido irrumpió en el rancho. A una orden del oficial los milicianos que le acompañan, sin contemplaciones, de la mesa quirúrgica precaria, lanzan el cuerpo al piso. Entre dos lo arrastran al exterior. El Dr. Cruz y Evangelina, presagiando lo peor, protestan por el trato infligido al herido y los siguen sin cejar de reclamar se respete la vida del campesino adolescente. Un militar, molesto por los argumentos esgrimidos por la pareja, le propina a Cruz un puñetazo en medio del pecho y, acto seguido, Evangelina sufre un empujón grosero que la derrumba. Desde la tierra fangosa, imposibilitados de actuar, asisten al momento en que el capitán Mendoza, con una ráfaga de su metralleta, ejecuta a mansalva al guerrillero inconsciente. La enfermera, con cabellos desordenados, rígidos de barro, que orlan un rostro demudado y chorreante de agua turbia, profiere un alarido que, en eco presente, desgarra y atruena el olvido aparente.

Mendoza, consumado el crimen, enardecido de prepotencia e impunidad, se voltea en dirección al caído doctor Cruz y al tiempo que comienza a propinarle puntapiés indiscriminados lo insulta con saña.

—¡Contrarrevolucionario de mierda!, ¡mereces que te aplaste como una cucaracha; ¡Coge, coge, para que aprendas que con la revolución no se juega! ¡Así que salvando y protegiendo la vida de un bandido alzado en armas! ¡Coge, coge…!, —los pies, con botas militares, arrecian la golpiza.

El castigo fue de tal envergadura que al Doctor le costó esfuerzo comprender que desde hacía unos instantes el Capitán, junto a él, cubierto de fango se revolcaba de dolor.

—Doctor, ¡cuidado!; el apéndice está en muy mal estado —la enfermera previene.

—Por eso decidí operarlo de inmediato. Cuando se presenta un caso así no puede perderse tiempo, y menos en medio del monte. Nunca se sabe… —Cruz responde, se concentra en la cirugía y de forma espontánea piensa: Un simple corte de bisturí y acabo con esta bestia.

Al amanecer un helicóptero vino por el convaleciente capitán Mendoza. La lluvia del día anterior había cesado; el sol se insinuaba brillante y el frío era seco con aroma a monte.

El doctor Ignacio Cruz y la enfermera Evangelina observan cómo el aparato toma altura, gira entre dos lomas y se pierde con estela de ruido.

—Lo de ustedes, después que lleguen a Trinidad, es un Ford 59* hasta Sancti Spíritus o Santa Clara —un miembro de la policía política dice con sorna.

La pareja, escoltada, marcha en procura del camino vecinal cercano.

—¡EH, tú…! ¿Qué dices…? —salta un miliciano de aspecto capitalino.

—Rezo —Cruz responde. 

—¿A quién…?

—A alguien que se llamó Hipócrates.

—Pues mira —apunta quitándose de la boca un mocho de tabaco apagado —ese San… Hipo… bueno… Hipócrita ni a ti, ni a ella les quita una buena condena del lomo —sentencia y lanza un escupitajo prieto sobre la generosa tierra del Escambray.

Miami, Florida. 

Junio de 1984.

* Ford 59: Automóvil de la marca estadounidense Ford, modelo Fairlane 500, cuatro puertas. Fabricado en 1959 y empleado por la policía política (G-2) del régimen totalitario de Celso Traffic Zur como vehículo patrullero y de operaciones represivas. Estos automóviles estuvieron en uso oficial hasta finales de la década de 1960 o principios de la de 1970 en que fueron sustituidos por los italianos Alfa-Romeo

FIN

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