Un viejo juramento

Written by Libre Online

18 de abril de 2023

Por J. A. Albertini, 

especial para LIBRE

La tierra que da dolores 

da a quien los alivia.

José Martí.

Ahora, al margen de exaltaciones políticas y  promesas lejanas, se afanaba en salvar la vida de jóvenes que perdida la arrogancia, ante la carne lacerada a veces, con mirada: mudas o palabras, clamaban por el regazo y las manos tranquilizadoras de la madre.

¡Cuidado doctor! El apéndice está muy inflamado; a punto de reventar.

La voz de la enfermera, sustrayéndolo del recuerdo logra que regrese al ámbito del bohío humilde y a la cirugía del capitán Mendoza.

-Lo sé; lo sé… Gracias —reconoce mecánicamente.

Entonces, lo llamó el director del hospital; aquel profesional que llevaba pistola al cinto y nunca consultaba.

-Doctor Cruz, el hospital es pequeño y las bajas que llegan comienzan a ser de dominio público. Eso no es bueno para la moral revolucionaria.

Cruz, silencioso, aguardó.

-Para evitar las bolas contrarrevolucionarias el alto mando ha decidido administrar los primeros auxilios cerca del teatro de operaciones. Posteriormente, los heridos se diseminarán en centros hospitalarios de Cienfuegos, Sancti Spíritus y  Santa Clara. Los cuerpos de los combatientes que fallezcan enfrentando a los bandidos alzados en armas o en instalaciones  asistenciales, a causa de heridas previamente recibidas en cumplimiento del deber, serán discretamente entregados a sus familiares a los cuales se les dirá que el deceso fue ocasionado por algún tipo de accidente vehicular manipulación incorrecta de determinada arma de fuego. No es conveniente decir la verdad total. Eso lastimaría la  credibilidad revolucionaria —el director más que informar, de un tirón, discursó. De inmediato, esperando una pregunta, ausculta las facciones de Cruz. No obstante, el aludido persistía en el mutismo.   -De otras ciudades y pueblos —prosiguió —vendrán médicos, sanitarios y personal de enfermería para integrar grupos que estarán cerca  el frente. —Hizo una pausa y midiendo el alcance de las palabras concluyó. —Usted y la enfermera Evangelina han sido seleccionados.

—¿Por qué nosotros…? —no pudo reprimir la curiosidad.

El director sonrió con cálculo frío.

—Tarde o temprano Usted abandonará el país y la señorita Josefina —matiza el calificativo con retintín—es una beata solterona que, en este centro asistencial, entorpece la labor ideológica.

Cruz, picado por el matiz excluyente y discriminatorio, con la mirada lo cuestiona.

—Ambos, por el bien de sus intereses respectivos, cuidarán de hacer un buen trabajo —insinuó en amenaza velada.

¡Y dice que es médico…!, Cruz, dándole la espalda, pensó con enojo mordaz.

La pareja de profesionales fue asignada al sector del capitán Mendoza; hombre corpulento de manos estropeadas por el trabajo fuerte que, en toda oportunidad, repetía que había abandonado el oficio de carpintero encofrador por una necesidad de la revolución. Sin embargo, su proceder irrespetuoso y colérico estaba cargado de un malsano e inequívoco amor al poder.

El doctor Ignacio Cruz y la enfermera Evangelina, disponiendo de escaso material clínico quirúrgico, cinco catres de campaña, y una escolta de dos militares ancianos, habilitaron un bohío que, por los muebles de madera rústica, de confección artesanal, esparcidos arbitrariamente y reguero de prendas de vestir usadas e impregnadas de olor a sudor reciente y amargo, a gritos hablaba del desahucio inesperado y violento de los moradores. Bajo el fogón de leña y cenizas, con memoria de vida, un juguete campesino. Era una carreta pequeña hecha, tal vez por las manos labriegas del padre, con pedacitos de palos y tablas, tirada por una yunta de bueyes que, tallada en un trozo de jagüey, se mantenía lista para cargar sueños de esperanzas infantiles.

Próxima la navidad la ofensiva de la milicia gubernamental se recrudeció. Durante el día el lomerío cercano se sacudía al ritmo del estampido seco de los morteros, ráfagas de ametralladoras y descargas de fusilería que, con volumen de fuego superior, apagaba la réplica de los guerrilleros, inferiores en hombres y armas.

Constantemente heridos, algunos agonizantes, y muertos llegaban al rancho. Para asombro del doctor Cruz la frágil Evangelina que, en un tiempo, familiares y amigos apostaron sería monja, desplegaba una entereza que nutría su desempeño profesional de vigor diligente. Solo en los atardeceres, cuando el sol cedía espacio, se dirigía donde el patio precario se hundía en maleza. Allí, a la vera del algarrobo añoso, rezaba por el alma de los caídos.

El doctor Cruz, algunas veces, al verla no podía reprimir una sonrisa que terminaba empañándole la visión.

El 24 de diciembre de aquel año, día de Nochebuena, transcurrió bajo un cielo de nubes grises, aguaceros esporádicos, fango negro, viento frío y tiroteo de armas ligeras. Más de un herido le comentó al Doctor: No pueden escapar; están cercados.

Un eufórico Mendoza, pasado el mediodía, al timón de un jeep soviético, con un frenazo aparatoso, se detuvo frente a la puerta del bohío. Los subalternos de la parte trasera del vehículo extrajeron y, sin miramientos, lanzaron al barro los cadáveres de dos hombres.

—¡Eran los cabecillas! —dijo en tanto los fotógrafos de la policía política tomaban instantáneas de cuerpos y rostros, donde barbas y cabelleras hirsutas se aferraban a la tierra serrana.

—A más tardar mañana capturaremos o eliminaremos al resto de la banda —proclamó antes de reintegrarse al cerco.

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