UN ENVIADO DE LINCOLN A CUBA

Written by Libre Online

11 de abril de 2023

Por Emeterio S. Santovenia (1950)

LA MIRADA DE LINCOLN EN CUBA

A lo largo de la Guerra de Secesión de los Estados Unidos de América, con frecuencia fijó Lincoln, su mirada en Cuba. A esto era invitado por la adhesión de hijos de la isla a los ideales que él defendía, paciente y heroicamente, y por su conocimiento de los que encerraba un país tan cercano del suyo. 

¿Abrigó algún propósito, solo comunicado a persona de su intimidad en relación con la Antilla Mayor? De haber existido alguna secreta intención acerca de Cuba en la mente de Lincoln no pudo responder a torpes ambiciones en su conducta, era dado a advertir dos claras conclusiones respecto de Cuba. La primera, presumible, se refería al orden social de la isla, quien abatía la esclavitud y elevaba al rango de personas a millones de víctimas de la nefasta institución en su patria. 

Se sentía constreñido a anhelar su extinción en el resto del mundo y especialmente en un país vecinísimo de la Unión. La segunda, ostensible, tocaba al estado político de la principal de las Antillas entre todos los presidentes de los Estados Unidos en el siglo XIX, en cuanto a Cuba, se distinguía a él por no haber manifestado jamás deseos de anexarla a su nación.

UNA MISIÓN SECRETA

En los momentos en que la contienda civil se aproximaba aceleradamente a su fin y con su fin a la victoria del Norte, se dirigió a Cuba uno de los más íntimos colaboradores de Lincoln, su Secretario John G. Nikolay. ¿Cómo vino Nicolay a la isla? ¿Trajo alguna misión oficial? ¿En qué consistía esta? ¿La desarrolló el legado?

En los últimos días de marzo de 1865 quedó terminado en Washington el programa de un corto viaje del subsecretario de la Marina y diez o doce amigos, mujeres y hombres invitados por él. Uno de estos era John G. Nikolay. De la Capital Federal todos se trasladaron por ferrocarril a Baltimore. En Baltimore, embarcaron en el cañonero “Santiago de Cuba” en el que se habían improvisado unos camarotes. El buque avanzó por el Atlántico con rumbo a Cuba. Hubo buen tiempo hasta el Cabo Hatteras. 

Después el aire se hizo tan fuerte y la nave se movió tanto que todos los pasajeros se marearon y decidieron detenerse en Charleston. La ciudad que había escuchado el primer disparo de la Guerra Civil exhibía los tristes efectos de la lucha que se aproximaba a su término; cuatro años de cruenta batalla sin haberse cometido ninguna reparación habían causado ruinas por donde quiera y lo que estaba en ruinas yacía desierto. Cuando la mar se sosegó, con ánimo mejor los ocupantes del “Santiago de Cuba”, éste volvió a la navegación de altura puesta a la proa a la más occidental de Las Antillas.

John G. Nicolay, alemán por nacimiento y estadounidense por inclinación y adopción, era algo más que uno de los secretarios particulares de Lincoln. Era uno de los hombres que gozaban de la absoluta confianza del Presidente. Según David C. Mearns profundo conocedor de las actividades de Lincoln, Nicolay viajaba hacia Cuba en misión oficial. En cartas a su novia. Therena Bates para nada se refirió Nicolay al carácter oficial de su visita del territorio de los Estados Unidos. Este silencio era perfectamente justificable. 

El jefe del Ejecutivo propuso enviar a Cuba a su fiel auxiliar con encargo tan delicado que debía mantenerse en lo estrictamente confidencial, así lo imponía la naturaleza de las relaciones entre la isla y la Unión. Acaso se halló en juego el deseo de satisfacer alguna curiosidad del Presidente en relación con el porvenir inmediato de los grandes intereses políticos y sociales colocados bajo su dirección.

De la presencia de Nicolay en Cuba quedaron los relatos contenidos en los manuscritos suyos conservados, por la que luego fue su esposa, en lo que él dejó de poner sobre el papel, debió de hallarse lo esencial de su misión, la ignorancia en que esto se sumó pudo ser efecto natural de los acontecimientos que sacudieron la vida de los Estados Unidos en los días de su ausencia.

EN LA HABANA Y MATANZAS

A La Habana arribó el “Santiago de Cuba” en la primera decena de abril de 1865. El nombre del cañonero norteamericano tuvo que llamar particularmente la atención aquí, no para menos, tratándose de un barco que conducía al subsecretario de la Marina de la Unión y que se denominaba como una de las principales ciudades de la isla.

 ¿Por qué se había enviado a la Antilla Mayor esta unidad de guerra? ¿Por qué se había escogido una que recordaba a una población tan cubana? A estas preguntas de los habitantes de la posesión española no era fácil que ellos se respondieran, pero en el terreno de las presunciones, cabían desde las más elementales hasta las más grandes. De nuevo eran excitados a reflexionar los amigos y los enemigos de la causa de Lincoln que abundaban en la isla.

Las bellezas físicas y la benignidad del clima encantaron a Nicolay en Cuba. En los días del mes de abril, durante los cuales se detuvo en La Habana él no se sintió libre, pero sí aligerado de la inquietud que lo acompañaba, por lo que había dejado atrás al partir hacia La Antilla Mayor. 

En La Habana estaba el Domingo de Ramos del año 1865. Entre los sucesos y espectáculos que atrajeron su atención descollaron las peleas de gallos, las corridas de toros y la conducción de un reo al garrote. Así y todo, sus ojos apenas se apartaban de las manifestaciones de un fenómeno social permanente en Cuba, ya agonizante en los Estados Unidos: la esclavitud de unos hombres en provecho de otros hombres.

Donde más detenidamente el Secretario de Lincoln observó las relaciones entre blancos y negros fue en Matanzas. Encontró esta ciudad, aunque más pequeña, mejor que la de La Habana. Él y sus acompañantes en siete volantas escoltadas por jinetes criollos visitaron al cabo de un sombreado camino la casa de vivienda de un enorme cafetal. Les fue dado ver pequeñas frutas rojas de la rica planta, logradas entre naranjos. Unos treinta esclavos provistos de cuchillos sacudieron matas de naranjas pelaron muchas de éstas y las ofrecieron a los norteamericanos.

El espíritu de indagación de Nicolay pudo más que la satisfacción producida por aquellas obsequiosidades. Él supo cómo los sujetos al trabajo servil eran albergados en barracones –siniestros ergástulos– tratados por férreos mayorales y precipitados en la muerte.

Los ojos de Nicolay vieron iniquidades que le hicieron recordar las que Lincoln había querido extinguir e iba extinguiendo. Muy de cerca de los barracones de esclavos halló una construcción que más que una casa parecía una jaula en la que se hacinaban unos cien párvulos, completamente desnudos. Negros y blancos, hombro con hombro, se arrodillaban y oraban creyentes en el mismo Dios como en el mismo Dios, según la expresión de Lincoln, adoraban en los Estados Unidos los partidarios de la esclavitud y los que luchaban por extirpar la horrenda institución. 

Nicolay meditó mucho en torno a una igualdad espiritual en absoluto reñida con las desastrosas condiciones de vida que eran impuestas a los siervos en los ingenios azucareros, donde el bárbaro capataz agredía con fuerte látigo la carne y con duros denuestos el espíritu del expoliado.

Mientras era Nicolay un nuevo testigo de las hermosuras naturales y los horrores morales de Cuba cruzaban su frente los pensamientos que le suscitaban. La trama nacional encarada por Lincoln, las tropas del Norte compuestas por blancos y negros estrellaban los postreros cercos contra los caudillos civiles y militares del Sur y triunfaban en ciudades y marjales y precipitaban el señorío de la razón sobre la insania y anunciaban la aurora de aquella igualdad de que en vano había hablado durante un siglo la Declaración de Independencia. 

La imagen del guía de ojos tristes y corazón magno, velando por la suerte de todos sus conciudadanos, de todos sus semejantes, así, en la adversidad, como en la victoria, no se apartaba del cerebro de su secretario ausente, el que había venido a Cuba y en Cuba observaba los desafueros del egoísmo de unos hombres a costa del infortunio de otros hombres.

El regreso

Con razón pudo esperar Nicolay que su regreso a los Estados Unidos le depararía intensos alborotos. Él había contemplado a Lincoln en posesión de la verdad, de que sus mejores anhelos, los consagrados, a dejar libres de cadenas a los negros y de infamias a los blancos, estaban a punto de triunfar para siempre. De las costas de la isla se alejó el lealísimo secretario con la confianza de que encontraría al presidente inundado de gozo ineluctable.

El “Santiago de Cuba”, a su regreso de la isla puso a sus pasajeros y tripulantes en contacto con varios lugares donde las tropas federales tuvieron gloriosas batallas. Avanzaron hasta Hilton Head, donde asistieron a un mitin consagrado a exaltar la abolición de la esclavitud. De las mil personas presentes solo veinte o treinta eran blancas.

Otro de los sitios visitados, Charleston, gozaba de la alegría de la paz ganada con la victoria.

El amigo de Lincoln, que volvía de Cuba, participó en los transportes de alegría y en las manifestaciones de profundo respeto que provocó en una audiencia de honorables ciudadanos negros y blancos la presencia de Henry Ward Beecher el eminente propulsor y celador de los limpios ideales y esfuerzos del soldador de la Unión y emancipador de millones. 

El creciente júbilo exhibido en Charleston se hallaba lejos de ser presagio de un anonadante deber colectivo. Parecía que todo se desenvolvería ya en los Estados Unidos y al cabo en el mundo entero, bajo el signo de la justicia cabal. Era verdad que aquella fraternidad humana proclamada y alabada en la Declaración de Independencia, tenía un servidor y conductor ínclito, exento de malas pasiones, desconocedor del odio y allegado de todos sus semejantes, sin excepciones ni distingos. Lo que había escrito la mano de Thomas Jefferson y había sido divulgado baldíamente al parecer durante tiempo larguísimo, contaba en abril de 1865 con un ejecutor fidelísimo sin ira ni desprecio para nadie, con amor y caridad para todos.

NOTICIAS DEL ASESINATO DE LINCOLN

John G. Nikolay vio hechos y escuchó palabras en Charleston, junto al Fuerte Sumter que lo conmovieron. La ascensión de la bandera de las 

barras y las estrellas hasta el tope del asta después de cuatro años de sangrienta lucha simbolizó la resurrección de la vida plena de los Estados Unidos de América, tal como Lincoln había anunciado con todas las potencias de su indómito espíritu. 

La grandilocuencia de Henry Ward Beecher se exhibió para congratular a Lincoln porque Dios le había conservado la salud y la existencia bajo el afligente peso de un pavoroso conflicto bélico, y le permitía contemplar salvado el pacto federal ya limpio de la mancha del trabajo servil. ¡Cuán lejos del pensamiento del honrado Secretario del Presidente se halló entonces la presunción de que lo dicho por Beecher, tanto como acción de gracias al Cielo dirigida era alabanza, que al estadista y redentor no sería dado a conocer en lo que le quedaba de su paso por la Tierra!

La noticia del absurdo atentado de que Lincoln fue víctima poco después de las veintidós horas del 14 de abril de 1865, y su consecuencia, la muerte del héroe en la mañana del día siguiente salió al encuentro de Nicolay, en el Cabo Henry. Los pasajeros del “Santiago de Cuba” saboreaban aún las delicias de lo visto y oído en Charleston cuando, en la noche del 16 de abril, un piloto subió a bordo para dirigir la entrada del buque en Hampton Roads y dio incompletos informes acerca del asesinato del Presidente.

El efecto que las primeras nuevas del trágico suceso produjeron en Nikolay fue como tenía que ser agobiador. Lo ocurrido había sido tan inesperado, tan súbito y tan horrible que resultaba casi imposible admitir que fuese un hecho consumado. Nicolay supuso que lo del acabamiento de Lincoln era uno de los muchos infundios circulados con motivo de la Guerra Civil. 

Desgraciadamente la llegada a Port Lookout lo sacó de dudas y esperanzas. Era el amanecer del 17 de abril. Las fúnebres detonaciones de los cañones y las banderas a media asta hablaban con aturdida elocuencia. Luego ya en tierra, en un periódico de Washington de dos días antes, Nikolay leyó la relación de los pormenores del siniestro acontecimiento.

EXIGENCIA DE LA PROVIDENCIA

Pocos pudieron sentir tan íntimo en sus corazones como Nicolay sintió en el suyo el dolor por la desaparición de Lincoln. Sus reflexiones y expresiones se sucedieron con tono patético. No reflejaron únicamente el estado de ánimo de quien conocía perfectamente la grandeza del mártir. Reflejaron también la situación espiritual de millones de mujeres y hombres afectados por un crimen de lesa humanidad. El Secretario de Lincoln, que acababa de regresar de Cuba, expuso:

“Estoy tan abatido por esta catástrofe que casi no sé qué pensar ni escribir. Precisamente cuando las armas de la Unión habían logrado una victoria decisiva sobre la rebelión se ha extinguido la sabia y constante dirección de la nación a lo largo de la borrasca de los pasados cuatro años y el destino de la nación cae otra vez en riesgo e inseguridad. Mi propia fe en el futuro no se ha quebrantado aún por este triste acontecimiento, pero ¿acaso el país se mantendrá tan paciente y esperanzado como cuando sentía sus intereses resguardados en manos de Lincoln?”

La aflicción de Nicolay crecía en intensidad, él admitía la gravedad de la catástrofe moral que sufría la Unión. La Unión por el solo hecho de la muerte de Lincoln estaba en una dura etapa, quizás tan aspérrima aún bajo el reinado de la paz como la clausurada con el triunfo de las armas sostenedoras del pacto federal y de la abolición de la esclavitud. Ministro de todas las creencias religiosas y mantenedores de las más disímiles opiniones políticas y sociales hablaban y escribían con exaltado y justo encomio de las acrisoladas y excepcionales virtudes del caído a la vez llenas de sentido humano y rayanas en divinas misericordias. Nicolay sintetizó así su juicio acerca de la excelsitud de Lincoln:

“Parece ser que la providencia ha exigido de él el último y único sacrificio adicional que podía hacer por su país: morir por su causa. Los que de nosotros lo conocimos interpretamos bien su muerte, ciertamente como señal de que el cielo lo consideraba digno del martirio”.

Era difícil, si no imposible, decir más con tan pocas y hasta con más palabras, Lincoln había hecho lo mejor por la salvación de su patria y por el decoro de todos los en ella nacidos ya no podía intentar empeño alguno que estuviese fuera de los límites de las ideas y los acontecimientos debidos a su mente y a su corazón. El sacrificio de su vida constituía el único servicio que a la Unión era posible esperar de él y su vida fue sacrificada en el momento en que en los Estados Unidos nacían a la posibilidad de un magno destino. 

El cielo para enseñanza de la Tierra debía acatar y seguir considerando digno del martirio al varón justo y eminentísimo. La palma del martirio le fue otorgada por el cielo a modo de complemento de una vida temporal consagrada a exaltar y hermosear la dignidad y la fraternidad humana.

Obra inconclusa

En medio del universal dolor producido por el asesinato de Lincoln es para Cuba, un privilegio sentimental el hecho de que en la hora de la absurda alevosía regresase de la isla a los Estados Unidos un fiel amigo del misericordioso amigo de los hombres. Semejante hecho dio atención a que un eximio conocedor del pensamiento y la acción de Lincoln escribiese aún bajo los efectos del ineluctable aturdimiento palabras lapidarias aquellas que hablaban del significado de su muerte y que la tuvieron por señal de que el cielo lo consideraba digno del martirio.

El desplome de Lincoln pudo ser la excusa de que la naturaleza y el avance de la misión oficial de Nicolay en Cuba quedasen ignorados. El Presidente había sido el de la iniciativa del secreto encargo, solo el Presidente debía conocer los resultados de la visita de uno de sus secretarios a la Antilla Mayor. El instante en que expiró dejó inconclusa una tarea que quizás estaba relacionada con alguna de sus ideas fundamentales.

El precursor de la buena vecindad en América, por la índole de los principios privativos de esta política, fue enemigo de intrusiones de los Estados Unidos en los asuntos internos de otros países. La misión de uno de sus auxiliares íntimos en Cuba tuvo que ser concebida y llevada adelante con superiores miras mantenidas en rigor secreto. ¿Apreció el legado, lo que para los cubanos representaba Lincoln? Esto también quedó en secreto, acaso porque muerto Lincoln en su prestigioso agente, influyó principalmente el deseo de descubrir el pozo, de sencilla sabiduría e ilimitada misericordia que hubo en su claro mentor.

Ya desde el tiempo en que alentaba sobre la Tierra, empezó a ser Lincoln el primero de los estadounidenses en los corazones cubanos. Este suceso, producto de la limpieza de su prosperidad, surgió con la marca de la fraternidad lincolniana. 

Quien afirmó su doctrina en la que había definido la igualdad humana como una gracia de Dios fue desde temprano admirado y amado en tácita armonía por mujeres y hombres y ancianos y niños de las diversas clases sociales en un país donde era absoluto el dominio de las discriminaciones. La altura y profundidad de la vida y obra de Lincoln hicieron en Cuba el milagro de afinar sentimientos para ser los soportes de la Nación, alzada con todos y para el bien de todos, concepción equivalente a la del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.

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