Un cuento de la guerra.El juramento del Hindú

Written by Libre Online

19 de marzo de 2024

Por Ashley Howard ( 1941)

Pequeño, nervioso,  bronceado, flexible como la cobra que se enrosca en las lianas de los bosques y ágil como el tigre que salta en la jungla, tal es Wariani  Singh, soldado del ejército imperial de las Indias.

La noche es extremadamente calurosa. En la plaza de su aldea, bajo las estrellas, Wariani Singh medita tranquilamente, pues ha regresado con licencia. En busca de frescura, ha ido a acostarse cerca de la fuente, y el monótono ruido del agua acompaña sus pensamientos plácidos y optimistas. Ha vuelto a ver el techo familiar; ha recibido la promesa de Myriam, su dulce novia, la que lo acompañaba, hace poco tiempo todavía, en sus paseos de adolescente por la orilla de los bosques de tamarindos y de sándalos. Mañana volverá a ocupar su puesto en la guarnición de Calcuta; y más tarde, después de haber contado tres lunas, regresará a los apacibles lugares que lo vieron nacer; se entregará nuevamente al cultivo del arroz y a la crianza de las cabras.

Esta visión del próximo porvenir lo absorbe de tal modo que no oye ni ve nada. Sin embargo, una agitada multitud llena la plaza; y a esta hora insólita, esa aglomeración de gente debe tener por motivo un acontecimiento extraordinario. En efecto, ha llegado una noticia de Inglaterra: la bandera del Imperio, a cuya sombra transcurre la vida indolente y apacible de la India, flota bajo el viento de las batallas; el león británico lucha contra el lobo germánico. La noble y generosa Albión llama a sus súbditos del mundo entero para que tomen parte en el fragor de la contienda y en el honor de la victoria; el regimiento de Wariani debe embarcarse enseguida para Europa.

El nombre de su regimiento, pronunciado por alguien, llega a los finos oídos de Wariani. El hindú se levanta, se acerca; lo reconocen, lo rodean, lo enteran de todo. Entonces él olvida los negros ojos de Myriam, aplaza sus proyectos de existencia rústica; su lealtad se exalta y anula en su alma todos los otros sentimientos. Ama a Inglaterra, cuya dominación es tolerante y cuyo poder es protector y bienhechor para su país, pues respeta su religión y sus costumbres, admira sus trajes pintorescos, toma parte en sus fiestas suntuosas, honra a sus rajás, a sus sacerdotes, a sus fakires; favorece su comercio, difunde la prosperidad. Wariani piensa en esto: en Calcuta, en los cuarteles, en los campamentos militares; ha oído a los oficiales elogiar las hazañas y la resistencia de los ejércitos de Occidente. ¿Las tropas de la India serán inferiores? ¿No sabrán luchar con igual heroísmo? El, Wariani Singh, hace un juramento: suceda lo que suceda, no retrocederá jamás.

Desembarca en la madre patria, urdiendo fabulosas hazañas en su ardiente imaginación. Pero, durante varios meses, lo obligan a permanecer en las trincheras. ¡Qué desilusión! No puede acostumbrarse a esa guerra inmóvil contra un enemigo invisible, aunque cercano. No obstante, espera y sufre bajo la crueldad del hielo que penetra hasta en la médula de sus huesos. Vive en una fiebre incesante, incoercible; tiene las mejillas flácidas, los ojos brillantes y hundidos; pero lo sostienen la tensión de sus nervios de acero, la energía de su voluntad, el orgullo de su raza, y su juramento.

El enemigo amenaza al canal de Suez, y las tropas indias, en su mayor parte, son sacadas del frente septentrional y dirigidas hacia Egipto, cuyo clima, semejante al de su país natal, debe ser menos agotador. ¿Egipto? Wariani recuerda que pasó por allá cuando fue a reunirse con el ejército inglés. Para él, ir a Egipto significa retroceder. ¡Imposible! Él ha jurado.

Además, independientemente de su juramento, un vivo entusiasmo, un entusiasmo que no experimentan sino los hombres de las tierras cálidas, retiene a Wariani en su primer campamento. Él admira con cierta veneración una pieza del armamento moderno. No es el cañón, cuyo ruido le espanta, y que, disimulado, mata a los enemigos lejanos, fuera del alcance de la vista. Que ese formidable aparato, a pesar de la distancia y la invisibilidad del blanco, lance sus proyectiles con vigorosa precisión, eso le parece al hindú el efecto de alguna brujería. El fusil es mejor, puesto que, al apuntar, se puede ver la cara del enemigo, verlo bambolearse bajo el choque, crisparse bajo el dolor; pero el fusil no es bastante rápido, y muchas veces Wariani ha preferido, en lugar de un proyectil de plomo, su puñal de afilada hoja y de mango incrustado, que no fallaba nunca y cuya herida era incurable. No; la maravilla de las maravillas, para el hindú, es la ametralladora, cuyo tactactac es para su oído la más agradable de las músicas.  Él ha reído con todos sus dientes blancos y fuertes cuando la ha visto arrojar, en forma de abanico y por centenares y por millares.

Aprendió a manejarla con un celo ferviente, hizo de ella su juguete preferido: nadie la utilizaba tan perfectamente como él. Por eso le dieron puestos peligrosos en las trincheras, misiones difíciles en la región.

Un día, situado en primera fila, en una trinchera conquistada la víspera y destinada a los contraataques, Wariani estaba en acecho. Con su nerviosa mano, acariciaba el cuello bronceado y fino de su arma favorita; bajo la vivacidad de sus impresiones y la espontaneidad de sus sentimientos, dirigía a su nueva y terrible amiga las mismas, palabras tiernas que antes a Myriam, Ir de los ojos negros, sin sentir en el fondo del alma nada más que un vago remordimiento.

De pronto, el horizonte se anima. La penetrante vista del hindú distingue una masa gris, terrosa, que avanza apretada y profunda. ¡El enemigo! ¡Ahí viene el enemigo! Wariani lo dejó acercarse para alcanzarlo mejor. Acaricia por última vez la ametralladora y empieza a disparar. En las filas de los asaltantes, abre anchas brechas; con una alegría salvaje, derriba a los insolentes bárbaros que se han atrevido a atacar a la noble Inglaterra. Las filas enteras caen, como los tallos en los arrozales del suelo natal al golpe asesino de la segadora; ensangrentando la hierba, caen filas enteras de las hordas aborrecidas. Wariani se entusiasma con su fuego mortífero; -No oye nada más que el ruido de su ametralladora.

Mientras tanto, las trincheras de la derecha y las de la izquierda son invadidas por alemanes. Después de una lucha feroz; los invasores se apoderan del terreno, y eso les permite internarse, bajo las balas, en la zanja donde el hindú continúa disparando. Dos oficiales mueren; el resto de la compañía se debilita, pero no abandona la partida cuando llega la orden formal de retirada. Wariani no se mueve. El suboficial que ha tomado el mando insiste para que sigan los camaradas que se repliegan. Wariani declara rotundamente:

—No puedo retirarme; he jurado.

Y, valientemente, sigue manejando su ametralladora. El enemigo se precipita a montones; sin cesar el hindú tumba filas enteras; los cadáveres alfombran el suelo a su alrededor, como despojos de millares de fieras después de una terrible batida. Wariani no retrocede; continúa tumbando alemanes desde su hoyo. Y repite:

—No puedo retirarme; he jurado.

Al cabo de un rato, llegan nuevas fuerzas del enemigo; Wariani resiste, sigue matando hasta que sus municiones se agotan completamente. Y por fin Wariani Singh cae acribillado por las balas sobre los cuerpos ensangrentados de sus vencedores.

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