Por Néstor Carbonell Cortina
Los tiranos a través de la historia se han valido de todo tipo de argucias para usurpar el poder, y han recurrido a todo género de coacciones para eliminar o neutralizar la resistencia. Pero los que perfeccionaron la técnica de yugulación han sido los regímenes totalitarios, maestros en el arte de sojuzgar y envilecer.
Una de las armas más eficaces que han utilizado para obnubilar y subyugar a poblaciones enteras ha sido la mentira. Cuando es grande, repetida y no impugnada, la mentira es un arma letal que no deja huellas físicas, pero que ofusca la mente, degrada el carácter, corroe la voluntad y envenena el espíritu.
Los tiranos totalitarios la utilizan sistemáticamente para encubrir su iniquidad. Con ese fin, deforman la historia, agigantando los errores pretéritos cometidos. Su objetivo es hacer table rasa del patrimonio nacional, cercenar todo nexo institucional y cultural con el pasado para consumar, en el vacío creado, la estafa totalitaria y convertir a las masas incautas en dóciles rebaños sin espinazo moral y sin perspectiva histórica.
Decía Ortega y Gasset que “el hombre es, por encima de todo, heredero. Y esto, y no otra cosa, es lo que lo diferencia radicalmente del animal. Tener conciencia de que se es heredero es tener conciencia histórica.” Muy acertado el pensamiento de Ortega, porque cuando falta o se pierde esa conciencia, cuando se quiebran las raíces de la nacionalidad, los hilos de las tradiciones y los lazos de la cultura, los pueblos, aun los más civilizados, sufren hondas aberraciones y caen en el laberinto oscuro de la tiranía o en el vórtice asolador de la barbarie.
Eso fue, a grandes rasgos, lo que le aconteció a Cuba en 1959. Bajo un estado sicopático de histeria colectiva, el país, proclive al mito de la revolución, se entregó en manos de un megalómano que deformó el pasado para controlar el futuro. Desechando los valores, creencias y tradiciones de Cuba, y denigrando a sus héroes, el tirano reescribió la historia con los tintes biliosos del resentimiento y las consignas malévolas del comunismo.
Teniendo muy presente la necesidad de rescatar, no sólo la libertad de Cuba, sino también el patrimonio nacional, aplaudí la feliz iniciativa de la Editorial Cubana de publicar en 1999 una nueva edición del libro Próceres, escrito por uno de mis mayores: el diplomático, escritor, historiador y devoto de Martí, Néstor Carbonell Rivero. Asimismo, acepté la honrosa encomienda de redactar el prólogo en el exilio. Aquí va una síntesis evocando el pasado y mirando al futuro.
Contenido y Significación de Próceres
Próceres, libro cautivante que Néstor Carbonell Rivero escribió en 1919 y publicó, en edición especial, en 1928, es un devocionario patriótico que le dedicó a la juventud de Cuba, sedienta de fe y urgida de historia. Contiene treinta y seis ensayos biógráficos o semblanzas de próceres cubanos, con ilustraciones del notable retratista Esteban Valderrama.
El autor se concentró en próceres fallecidos con anterioridad a la redacción del libro; por eso no figuran en sus páginas patricios como Manuel Sanguily, Enrique José Varona, Emilio Núñez y Juan Gualberto Gómez. La lista de los personajes seleccionados es representativa, pero no exhaustiva. En un sólo volumen no caben todas nuestras luminarias. Inevitables son, pues, las omisiones, pero éstas no le restan lustre ni valor a la colección de estampas egregias incluídas.
Siguiendo un orden alfabético, el libro comienza con Ignacio Agramonte, arquetipo de la epopeya del 68 a quien Martí llamara “un brillante con alma de beso,” y termina con Cirilo Villaverde, una de nuestras cumbres literarias y patrióticas.
Aparte de los libertadores más insignes y conocidos, como Carlos Manuel de Céspedes, Salvador Cisneros Betancourt, Francisco Vicente Aguilera, Antonio Maceo, Máximo Gómez, Calixto García y el sin par José Martí, el libro incluye a los protomártires de nuestra independencia, entre los cuales sobresalen Ramón Pintó, Joaquín de Agüero, Isidoro Armenteros y Narciso López.
No podían faltar, en el soberbio desfile de próceres, los forjadores de la nacionalidad cubana, aquellos que con tanto talento y fervor se esforzaron en cimentar nuestra identidad, sembrando ideas, formando hombres, haciendo patria: Francisco Arango y Parreño, Félix Varela, José de la Luz y Caballero, y José Antonio Saco, entre otros. Y como máxima representación de los poetas que fueron surtidores de cubanía y abanderados de la libertad, figura el ínclito cantor de El Niágara, José María Heredia.
Es imposible recorrer las páginas de Próceres sin que se enardezca el corazón y se encumbre el orgullo patrio. Las semblanzas enmarcadas ponen de relieve el tesoro espiritual de heroísmos y grandezas que tienen los cubanos. Claro que hay gradaciones entre los grandes, pero el autor no hace comparaciones estériles y lesivas. Sólo muestra con fina sensibilidad y perspectiva, en todo su esplendor, las constelaciones de próceres que fulguran en nuestro cielo—algunas mayores, otras menores, pero todas imponentes y magníficas.
Diversas y excepcionales fueron las ofrendas de los treinta y seis próceres a la patria que tanto amaron. Unos le dieron la savia nutricia de su prosa cristalina; otros la lírica apasionada de su corazón poético; otros el verbo acendrado de su oratoria elocuente; otros la concepción filosófica de su mente fértil; otros el sacerdocio ejemplar su vida prístina; otros el genio económico para crear riquezas; otros la estrategia militar para sacudir el yugo; otros el viril martirio para conquistar la independencia.
No encontrará el lector en este libro la clínica frialdad de un diccionario biográfico, ni la petulante aridez de una disquisición erudita. Con prosa vibrante y fluida, el autor logra condensar el fruto de sus investigaciones, trazando con pulso firme y atinado los rasgos más sobresalientes de la personalidad y la vida de cada uno de los próceres.
Se leen las semblanzas de Carbonell Rivero como poemas homéricos, porque homéricos son muchos de los episodios narrados, de las hazañas que con unción patriótica el autor describe. Mas no hay fantasía en sus cantares; no hay adulteración ni rebuscamiento en sus épicos relatos; solo galanura y vehemencia con apego riguroso a los hechos.
El Culto a los Héroes
El autor de Próceres estudió seguramente a Carlyle. Este romántico de las letras inglesas fue el escritor de la era moderna que con mayor brillantez enfocó el culto a los héroes—seres excepcionales que por su genio visionario, su valor índómito o su dedicación sublime dejan huellas indelebles en la humanidad a su paso por la vida.
Según Carlyle, el mundo en todas las épocas se ha adherido a unas pocas personas magnéticas, intérpretes de inquietudes humanas, catalizadores de fenómenos sociales, que asumen la función de misioneros, guías, estadistas o libertadores. Por eso Carlyle llegó a sentenciar que la historia universal no es sino la historia de los grandes hombres sobre la tierra.
Esta tesis, que tuvo hondas resonancias en pensadores como Nietzsche, Maeterlink, James y Emerson, ha sido muy debatida por lo que tiene de individualismo hipertrofiado, de fatalismo encarnado en los seres providenciales. La crítica es válida, pero aun reconociendo el concurso de factores económicos, políticos y culturales que influyen en la organización y evolución de las sociedades, no puede negarse el singular impacto en la historia de los grandes hombres (expresión genérica que abarca naturalmente a ambos sexos).
La necesidad que tienen las democracias, en su maduración, de depender de la solidez de sus instituciones más que del carisma a veces embustero de sus líderes, no debe llevarnos a desdeñar u olvidar la estela luminosa de sus héroes y mártires, el ejemplo nimbado de gloria de los ciudadanos eminentes. Los pueblos requieren para progresar de una escala notable de valores, de una jerarquía sugestiva del intelecto y el espíritu que sirva de modelo para exaltar la virtud y superar la mediocridad, que estimule el avance de los que son, o pueden ser, realmente grandes por la inteligencia, el carácter o el dinamismo en la búsqueda afanosa y desprendida del bien.
Escala de valores no implica, desde luego, odiosas castas ni almidonado elitismo. Como decía Emerson, refiriéndose a lo que algunos llaman masas u hombres comunes: “…no existen hombres comunes. Todos los hombres son, al fin y al cabo, de alguna talla; y el verdadero arte es sólo posible por la convicción de que cada talento halla su apoteosis en alguna parte. ¡Juego limpio y campo abierto, y frescos laureles para todos los que los hayan ganado!”
Mas, como sabemos los cubanos por trágica experiencia, no siempre los que aparentan ser grandes lo son en verdad. La historia está cuajada de farsantes y simuladores, de seudosalvadores de pueblos que enajenan con el paroxismo de su demagogia engañosa y subyugan con el latigazo de su tiranía vil. Hay que cuidarse de ellos, como advirtiera San Mateo en el Nuevo Testamento: “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestiduras de ovejas, mas por dentro son lobos rapaces.” ¿Cómo identificar a estos impostores? No por sus palabras ni por sus promesas. Como señalara San Mateo, “por sus frutos los conoceréis.”
Ahora bien, el hecho de que haya falsos profetas no niega la existencia de genuinos y sabios guías. La aberración de la mentira confirma la norma de la verdad. Hay árboles que sólo dan abrojos espinosos, pero hay otros que dan higos frescos. Si hay seres malvados que enlodan y rebajan la especie humana, hay también seres excelsos que la eleven y dignifican.
Al escudriñar la vida de las luminarias, al reseñar la trayectoria de los héroes, algunos escritores se deleitan en agigantar sus fallos para poder así regañar al genio. Otros, por el contrario, los endiosan con loas desmesuradas, cubriendo sus lunares con incienso. El biógrafo o ensayista de nota debe evitar estos extremos. Siguiendo la regla de oro de Platón, ha de lograr la estrecha unión, la indispensable alianza de amor y de conocimiento. No puede el escritor ser un alegre sin pensar que es un necio, ni un romántico sin enjundia que es un tonto, ni un predicador del bien sin conciencia del mal que es un iluso.
El feliz balance de elogio edificante y juicio reflexivo, apoyado en sólida documentación, lo encontramos en las páginas de Próceres—líricas pero conceptuosas, emotivas pero lúcidas, apasionadas pero justas. Sin complejos bastardos ni motivaciones espúreas, Néstor Carbonell Rivero acomete la delicada tarea de enhebrar las semblanzas de nuestros grandes. El autor los ensalza sin raquitismo envidioso, mas no cae en la hibérbole vacua ni en la hagiografía pueril. Para él, los próceres no son semidioses de nuestra mitología ni arcángeles de nuestro cielo. Son seres superiores porque se sobreponen con talento y virtud a las flaquezas de su humana condición.
Perennidad de Próceres
Encomiable ha sido la decisión de Editorial Cubana, que con alta distinción presidió el Dr. Luis Botifoll, de publicar una nueva edición de Próceres. Libros como éste tienen lo que pudiéramos llamar perennidad, no solo porque son clásicos de las letras, sino porque sirven de enseñanza histórica, de norte cívico y de ancla moral para todas las generaciones, en todas las épocas.
Esbozar en lienzos duraderos el perfil de patricios y repúblicos es sentar derroteros de grandeza; es abrirle a la mente inquieta vastos campos de ideación para enfrentar los retos; es impartirle a la imaginación feraz y al magno sentimiento el ímpetu vital para realizer los sueños. La vida inspiradora de los grandes deja siempre seguidores a su vera.
Antes de servir de acicate a los demócratas cubanos, Próceres nos ayudará a cumplir una misión esencial: remover la costra de falsedades con que el régimen de Castro ha tergiversado nuestra historia y denigrado a nuestros héroes. La tiranía que se implantó en Cuba en 1959 no solo contó con el terror difuso que intimida y con la fuerza bruta que esclaviza. Contó también con la mentira larvada que atonta, corroe y envenena.
Para rehacer a Cuba con molde totalitario, hubo que arrasar todos los cimientos, estructuras, tradiciones y creencias. Por eso el tirano, en su afán de justificar su monstruoso crimen social, reescribió la historia con tintes sombríos, pintando a nuestra isla progresista como un lodazal de corrupciones, como un páramo de indigencia y de miseria. Y en su campaña nihilista y vilipendiosa, profanó a nuestro próceres y los suplantó con falsas deidades que él cambiaba a capricho desde el olimpo de su vana omnipotencia. En el caso de Martí, no pudiendo esfumarlo, lo maquilló de socialista, presentando al Apóstol que luchó por la libertad de Cuba como precursor del regimen que la aniquiló.
Libros como Próceres servirán para limpiar la infamia y corregir los hechos. En la ingente tarea de reeducación cívica y moral que en el futuro se emprenda, habrá que separar lo falaz de lo genuino, lo pérfido de lo cubano. La consigna ha de ser una sola: a la mentira totalitaria, la verdad histórica; a la estafa encubierta, transparencia plena.
Pero antes, tenemos los exiliados cubanos que extraer nuevos bríos del ejemplo de los próceres, y luz orientadora de su credo, para acelerar la liberación de Cuba y ponerle fin a su larga agonía. Víctor Hugo, quien durante veinte años luchó desde su exilio contra el imperio despótico de Napoleón III, demostró la enorme importancia que tienen la militancia, la prédica y los versos de los desterrados, de los patriotas fieles a la causa de los vencidos.
Según Enrique José Varona, el gran poeta francés les enseñó a todos los oprimidos la fuerza oculta, pero incontrastable, del derecho, el triunfo final del bien contra el mal, de la inteligencia contra la pasión, de la libertad contra el despotismo; y les [hizo] repetir su invocación sublime: ¡Resonad, resonad siempre, clarines del pensamiento, y las murallas de la iniquidad, los alcázares de la injusticia, se hundirán al cabo por su propio peso en los abismos!
Invocaciones como ésta, que alentaron a los mártires de nuestra independencia y a los miles que han caído en la actual epopeya, han de motivarnos hoy para vencer el escepticismo enervante y avivar la fe en nuestra capacidad para rescatar y mantener la libertad. El pasado glorioso de Cuba, condensado en el libro de Néstor Carbonell Rivero que me honro en prologar, puede y debe ser nuncio de un futuro promisorio. No se calibra a los pueblos por sus desviaciones y caídas, sino por su perseverancia, talento y denuedo en sacudirse el polvo y reencontrar su camino. No se juzga a los países por sus eclipses temporales de despotismo, sino por sus epifanías perdurables de libertad. La talla no la dan los tiranos y traidores. Los pueblos tienen el tamaño de sus próceres.
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