Siempre en el entonces

Written by Libre Online

4 de abril de 2023

Por J. A. Albertini, 

especial para LIBRE

PARÉNTESIS

Ves,

hoy hace brisa.

La tarde está tranquila.

El sol me habla de ti a boca llena

y sonriente.

Roberto Jiménez Rodríguez.

Del poemario Si yo te hablara…

Qué razón tienes al mencionar el equipaje inútil que se desecha y aligera el paso cuando nos encaminamos al objetivo ansiado. Qué poca importancia, con mirada actual, adquieren los fragmentos de vida que fueron adversos. 

En mí, lo único inalterable, diría se agiganta, es el amor. El amor a mis hijas y nietos. El amor a quienes me dieron el ser y partieron. El amor a todo aquél que me regaló una sonrisa, me oprimió una mano o simplemente no puso escollos en el camino. Y por supuesto, el amor nuestro. Sentimiento que, saltando los muros que rigen y compartimentan el universo humano, nos halló en fogonazo de afán imperioso. 

Hace unas horas mis hijas vinieron a verme. Las atendí en el fragor de los preparativos del viaje definitivo. Las besé y les pedí que en mi nombre lo hicieran con el resto de la familia.  Estaban detenidas a los pies del lecho. Yo sonreía y les hablaba, pero ellas escuchaban al doctor y en silencio sollozaban.  Aunque estoy determinada creo que no desean que parta. El cariño de los hijos puede llegar a ser muy egoísta.

Esta será la última carta. Las tuyas han sido muy hermosas y sinceras y las llevaré conmigo, aunque a partir de este instante ya no habrá necesidad de otras. Es nuestro tiempo; tiempo de estar uno en el otro. Tiempo de convertir, junto a la caoba, el entonces en siempre continuo. 

Calzo una de las sandalias de Hermes y me elevo; la otra la tienes tú. No me tomes en serio, estoy bromeando… ¡Soy tan feliz…! ¿No entiendo el por qué mis hijas siguen compungidas? 

**********        

Acabo de levantarme de la cama y la enfermera, en vez de felicitarme, despavorida ha corrido, dijo que tenía que llamar al médico de guardia. Me siento fuerte y ligero, pero no encuentro la dichosa sandalia que mencionas. Quizá esté extraviada en el fondo de alguna de tus cartas. No temas, la sandalia no se perderá pues, al igual que haces con las mías, tus cartas se van conmigo. La encontraré cuando al amparo de la caoba intercambiemos y volvamos a leer, una a una, el total de  nuestra correspondencia. Es tiempo que Hermes las recupere. Tú y yo no las necesitamos.

Me hubiera agradado despedirme de todos, principalmente de Luis Avilio, pero la premura no lo permite. Cuando la enfermera regrese con el doctor ya no estaré. Pensarán que soy descortés, pero espero entiendan que no debo hacerte aguardar.

**********

 Cenia llega a lomo del potro Madrugada, obra pictórica del guaracabuyense ingenuo Pedro Alberto Osés Díaz. Una estrella en las manos de la jinete, desprendida del centro geográfico de la Isla, ilumina la crin amarilla del equino. Rodolfo la espera al pie de la elevación. En lo alto las caobas se revelan al Sol que trepa y las margaritas silvestres, de pétalos azules con botón blanco, despiertan y tapizan laderas y cumbre.

Cenia desciende del caballo que raudo, con la amazona original, regresa a la cartulina del artista. Sin ausencias de por medio se toman de las manos. El círculo se cierra; abre, renueva y expande la sonrisa. Se reconocen jóvenes. Él palpa las mejillas lozanas y ella se deleita en la caricia sugerente. Siempre, tomados de las manos, con pisadas de ligera ingravidez, que no perturban el amanecer de las margaritas, alcanzan la cumbre y se confunden con la brisa que azota el follaje duro de los árboles.

Se detienen junto a la caoba que bajo tierra guarda el talismán de amor. Intercambian miradas de arrojo amoroso y Rodolfo reafirma lo pensado: Tiene ojos de miel.

Y,  como entonces, acuclillados frente a frente, a cuatro manos rompen la tierra. Y como siempre fue el  cabello castaño de Cenia toca los labios de Rodolfo. Aspira el olor femenino y el estómago le aletea. Huele a campo lavado, confirma la ocurrencia. Busca los labios de la joven y ambos apuran el beso que impaciente aguardó. Cenia sonríe y libre del recato de entonces hace que el beso flamee en el ahora soberano.

 Al fin, el cofre pequeño, envuelto en la lona protectora, queda expuesto. Rodolfo retira la tela y Cenia abre la cajita metálica. La resina, lágrima de amor, respira. Rodolfo la toma y deposita en la palma de la mano derecha de Cenia. Un rayo de sol penetra el talismán y prende el color ámbar. Y como Rodolfo había profetizado, la partícula de tallo se convierte en espiga. Y con ojos de confín logrado, donde el asombro no existe, observan el despertar del brote vegetal que, con pujanza, quiebra el cristal de la resina e insinúa las raíces. Entonces, Cenia, bajo la mirada del bigotudo de la fotografía, en el agujero reabierto, siembra el renuevo que crece vertiginoso para convertirse en un saludable arbusto, cuajado de margaritas.

Y entonces, Cenia y Rodolfo, ríen. Unen los labios y entrelazados ruedan laderas abajo, laderas arriba por entre las plantas de margaritas que, sin sufrir daño alguno, inclinan los tallos y bañan a la joven pareja en pétalos azules. Y sin dejar de girar, en lecho de esfera celeste, se besan en azul; ríen en azul y el azul de la dicha lograda, en alas azules, se posa en el follaje sonoro de las caobas.

FIN

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