Siempre en el entonces

Written by Libre Online

14 de marzo de 2023

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

PARÉNTESIS

Ves,

hoy hace brisa.

La tarde está tranquila.

El sol me habla de ti a boca llena

y sonriente.

Roberto Jiménez Rodríguez.

Del poemario Si yo te hablara…

Lo sucedido es parte indisoluble de lo que hemos vivido. Mentiste e involucraste a la buena de tu hermana, que en paz descanse, por amor. Querías protegerme de brutalidades e incertidumbres. En buena medida se cumplió tu propósito. Me casé con James, maravilloso ser humano, y tuve dos hijas preciosas de las cuales recién acabo de despedirme. Ellas saben de tu existencia; apoyan nuestra unión y hacen votos por el futuro de luz que nos aguarda. 

Pero, confieso, desde el momento en que recibí la carta con la noticia de tu muerte, mi vida dio un vuelco que por mucho tiempo me sumió en un estado de perplejidad y abandono terrible, del cual James luchó por rescatarme. Jamás tendré manera de pagarle todo lo que hizo por mí, porque el pago que él hubiese deseado era reciprocidad en el amor y eso, por sencillo que parezca, nunca se lo pude ofrecer. Fui buena esposa y madre y el día que James falleció mis manos sostenían las suyas. Siempre supo que no lo amaba, pero sí lo mucho que le quería y respetaba. Nunca le mentí.

En ocasiones, durante mi vida conyugal, llegué a pensar que James, sin conocerte personalmente, sentía hacia ti una profunda admiración y que, en buena medida, hubiese cambiado su vida por la tuya. James fue un alma grande. 

—Flores para una flor —el doctor la agasaja con un viejo cumplido y le extiende una margarita de pistilos blancos y pétalos azules. A su lado la enfermera sonríe.

¡Una margarita como la nuestra!, la anciana piensa y con agilidad inusual toma la flor.

—Me alegra que le guste —el médico se complace, pero al instante cambia la expresión y enjuicia. —Los latidos de su corazón, según el examen cardiológico, están confrontando ciertas irregularidades. Además, me dicen que lleva dos días de inapetencia.

La anciana se llena de júbilo y lleva la flor a la altura de los ojos y, como entonces, entre los dedos pulgar e índice mueve el tallo tierno  y la florecita, al igual que entonces, rota como sombrilla desplegada a la brisa del tiempo.   

—Algo come, pero no es suficiente —la enfermera interviene.

—Eso no es bueno —el médico sopesa. —Lo más oportuno —decide —es que a partir de mañana, temprano, comencemos a ponerle una serie de sueros que no excederán los cinco, con un nuevo medicamento para el corazón, combinado con vitaminas esenciales. ¿Me oyó…?

La anciana asiente con un suave movimiento de cabeza y retorna a la flor. Y de los pétalos azules viaja al pasado.

Un mazazo; con ese calificativo Cenia bautizó, desde entonces al presente, la  noticia engañosa de la muerte de Rodolfo. Desamparada de consuelo, calló la dimensión de su pena y se volcó, ya diplomada, en la enseñanza y las exploraciones arqueológicas. La amistad con James, como colega y amigo, se había profundizado, entre otros detalles porque James, luego que ella le confesará que amaba a otro hombre nunca más, como le había prometido, desenterró el tema ni mostró resentimiento alguno. Y a contrapelo de lo usual, en situaciones que involucra sentimientos heridos, James se fue convirtiendo, para Cenia, en el apoyo y afecto que no se encuentra con facilidad.

 Movida por eso, aún antes que los padres ancianos lo supieran y necesitada de oídos receptores que acogieran su lamento, acudió a James.

Él la escuchó en silencio. Su rostro dibujó comprensión y falto de palabras la abrazó. Cenia, quien hasta ese momento no había derramado una sola lágrima, al sentir el calor del cuerpo amigo, rompió en llanto. Lloró, todo lo que quiso, reclinada sobre el pecho de James. Lloró tanto que al serenarse, todavía con los ojos anegados en lágrimas y el rostro abotagado, tras el esfuerzo de los sollozos, por un rato permaneció abrazada al torso  masculino; sintiendo los latidos de sus sienes y los del corazón confiable.  

Pasaron los días, las semanas y los meses para que James, a más de dos años de que Cenia lo enterara de su congoja, de manera diferente volviese a confesarle su amor. Sucedió un domingo en la tarde; compartiendo una bebida en la terraza, al aire libre, de un restaurante de barrio modesto. 

—Sé que me quieres, pero no me amas —James dijo luego que inteligentemente, de temas cotidianos y ligeros, fue derivando la conversación. 

Cenia parpadeó y confusa artículó.

—No esperaba volver a…

—A lo mismo que hace mucho prometí no volver a mencionar —James se adelantó y le pidió. —Por favor, escucha sin interrumpirme. Al final, tu opinión será la que se tome en cuenta. 

Ella guardó silencio y James, basado en el ruego; despacio con giros de voz que, por momentos, a Cenia se le antojaron profesorales, fue, en detrimento de su pasión interior, desgranando razonamientos. Le dijo que estaba consciente que ella no volvería a sentir por otro hombre el sentimiento que experimentó por el difunto Rodolfo y que él estaba convencido que ella jamás uniría su vida, por amor, con ninguna otra persona. Y le dijo que la amaba y que tampoco se sentía en disposición de proyectar su amor en otra mujer que no fuese ella. También, le dijo que, a cuentas del cariño y respeto que se profesaban, le proponía que uniesen sus vidas materiales, tan coincidentes, y sus vidas espirituales, donde necesariamente ella no tendría que darle amor de mujer enamorada. Y James fue más lejos y le dijo que amparados en la verdad, el cariño y la comprensión, podrían tener hijos.

—Sé mi esposa —finalizó. Respiró hondo y soltó un suspiro de alivio.

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