Por Luis Rolando Cabrera (†), Publicado en 1954.
MÁXIMO Gómez fue, sin lugar a dudas, un gran introvertido. Se le pinta de carácter brusco, presto siempre a la palabra ruda que lo parecía mas al ser dicha por aquella su voz ronca y se dice que fue más respetado que querido por aquellos que compartieron con él los azares do la guerra. Sin embargo. Gómez no fue sólo rudeza; es más, en ella hubo algo de táctica, algo de precaución.
Prefirió que se le tildase de violento antes de entrar en compromisos que pudieran hacerle titubear en el momento de impartir justicia.
Por ser introvertido fue parco en el hablar. Y por eso mismo fue más dado a escribir. Fueron muchas las cartas que escribió en sus momentos libres, casi todas conocidas. En algunas de ellas se ponía plenamente al descubierto y contaba a la persona a quién iban dirigidas todos sus afanes, sus ansias, esperanzas y dolores.
De esas personas escogidas que recibieron las confidencias del Libertador de Cuba fue tal vez, la más destacada, la villareña María Escobar, a quien conociera Gómez en las postrimerías de la Guerra de Independencia cuando ella era, para los mambises de la zona en que vivía, un ángel de bondad cuyas manos generosas proporcionaban la medicina, el alimento, la ropa que se necesitaba.
Para Gómez fue aún más que eso, supo aquilatar cuanto había de nobleza en aquella alma rebelde e incomprendida. Por eso el soldado del gesto áspero y la palabra dura es en las cartas a María Escobar, un hombre completamente distinto tal vez porque, como muy bien afirma Griñán Peralta, queria que ella conociese «al hombre que él creia ser no al que veían los demás.”
Las cartas a María Escobar, bellos documentos que retratan plenamente a Máximo Gómez han sido dadas a la publicidad por el doctor Benigno Souza que de joven conoció al Generalísimo y de adulto escribió con justicia y cariño una biografía del héroe de Las Guásimas y Palo Seco.
Pero había por ahí, desconocidas, otras cartas escritas de puño y letra del dominicano ilustre, cartas también dirigidas a una mujer por la que indudablemente sintió el Generalísimo un gran y puro afecto en los años en que, terminada la guerra, no sentía entre las piernas nerviosas y aceradas el caballo de batalla pero en que le mordieron, tal vez con mas crudeza que nunca, las intrigas e incomprensiones de los hombres.
Esas cartas, papeles amarillos por el tiempo, cayeron en nuestras manos por pura casualidad. Las guarda con amoroso respeto, junto con otros muchos recuerdos de la que fuée su compañera idolatrada, un anciano de ancestro español, don Pedro de Ulloa, a quien visitamos una tarde en la casa que en un reparto marianense ha convertido en capilla y museo para venerar el recuerdo del gran amor de su vida, Chalía Herrera.
Y después de leerlas no podemos evitar el darlas a conocer ya que su lectura contribuirá a poner de manifiesto que si Máximo Gómez aparece siempre como un hombre de bronce, tenía bajo esa coraza un alma sencilla y amorosa, la de un hombre que fue muy reservado pero que supo encontrar algunos amigos que, conociéndole bien, le prodigaron una amistad y un cariño verdaderos.
LA ÉPOCA
Las cartas en cuestión tienen fecha de 1900 en adelante. Ya el Chino Viejo había vivido el momento inolvidable de su entrada en La Habana, el 24 de febrero de 1899; entrada que constituyó una manifestación apoteósica del cariño con que el pueblo de la capital recibía con los brazos y el corazón abiertos al caudillo cuya espada le diera la libertad.
Iban a ser esos, años difíciles para el guerrero impar. A los azares de la guerra iban a suceder de inmediato los de los primeros momentos de la independencia en los que entregados a la política, los hombres no podían evitar poner de manifiesto, con entera desnudes, todas sus ambiciones, sus intrigas y defectos.
Máximo Gómez pasó por esos acontecimientos sin mancharse. Estaba demasiado alto para que le rosaran las pequeñeces de la politiquería al uso. Pero no pudo evitar que otros, con menos méritos que él, le hicieran objeto de sus ataques. Y tuvo que sufrir en la paz, lograda a costa de tantos sacrificios, dolores que le hicieron tomar la pluma para trazar, con aquellos sus caracteres inconfundibles, unos párrafos en que contar a alguien lo que pasaba por su alma.
LA DESTINATARIA
Las cartas a que hacemos referencia en este trabajo están —ya lo dijimos—dirigidas a Chalía Herrera, la artista cubana que había paseado por los escenarios del mundo su arte y su belleza, cautivando a los públicos más exigentes con el tesoro de su voz y que se encontraba de nuevo en la patria por cuya redención diera muchos conciertos y recitales, enviando lo recaudado a la Tesorería de la Delegación en los Estados Unidos.
No es este el momento de hacer amplia relación de la personalidad de la artista, tiempo habrá de dedicarle un trabajo en que se destaque lo que ella representa, no sólo en la historia del canto sino también lo que hizo, como cubana en beneficio de la patria que trataba de independizarse del yugo español.
De la lectura de las epístolas que encontramos en casa de don Pedro de Ulloa se desprende que entre el preclaro hijo de Baní y la cantante, mimada de todos los públicos, existió una de esas amistades sincerisimas que sólo son posibles cuando dos personas han llegado a comprenderse plenamente y cuando se han dado múltiples pruebas de recíproco afecto.
Hemos sacado copia de tres misivas además de copiar las en grupo tomándolas del libro en que están reunidas. Y ya que ellas constituyen el motivo central de este trabajo pasamos de inmediato a considerarlas.
LAS CARTAS
En 1900, Máximo Gómez se encontraba en Santo Domingo. Había ido a su patria nativa de donde se alejara para libertar a la otra, la de adopción. Y en Santo Domingo está fechada la primera de estas cartas a Chalía Herrera. Hela aquí copiada literalmente:
Santo Domingo, 23 de agosto de 1900
Señora Rosalía Herrera
Mi dulce amiga:
Por un olvido involuntario tú que eres tan buena como bella— perdónalo— se le olvidó a mi esposa la carta q. te incluyo y la cajita adjunta q. para ti le entregara una amiga tuya en Santiago de Cuba.
Y es el portador de todo eso mi amigo Eugenio Dechan que al mismo tiempo te presento y cuya amistad puede serte útil puesto que le he recomendado muy y mucho que ponga a tu disposición sus servicios.
Ruego al Cielo que te proteja en tu empresa y con mis afectuosos recuerdos a Tomás puedes vivir creyendo que te quiere mucho tu respetuoso amigo.
M. GÓMEZ.
La segunda en orden cronológico es una de las que ofrecemos en este trabajo. Habla en ella —ya en La Habana— de una carta que recibiera de Chalía y ofrece a esta una visita a la par que le reitera su admiración como espectador después de acudir a la última función en que ella tomara parte. Hela aquí:
Chalía:
Que contento me he sentido con tu cariñosa carta. No te hubiera dejado separar de aquí sin ir a saludarte. Dime a que hora recibes.
De ninguna manera yo podía dejar de ir al teatro a admirarte una vez mas. Ya me verías con los míos. Tu querido amigo,
M. GÓMEZ.
Y pasamos a la tercera de estas cartas. En ella se respira un sentimiento de pesimismo. El general se siente herido en lo más hondo por la falta de comprensión de los que mas debieran aquilatar lo por él hecho. Una vez más se había producido el choque entre su franca rudeza y la opinión de los demás.
El no ocultaba nada. No sabía andar con medias tintas ni con paños calientes. Además llamaba las cosas por su nombre aunque tuviese que usar palabras que lastimasen la susceptibilidad de los demás. Lo contrario le hubiera parecido solemne hipocresía. Y su rectitud era enemiga declarada de todo lo que no fuese sinceridad.
Asi se había producido su choque con la Asamblea. Y aunque expresa a Chalía que no está por eso «ni triste ni alegre» no puede ocultar el dolor que eso le produce y agrega amargamente «tu no sabes el amigo tan desengañado que tienes en mi».
Pero ofrezcamos literalmente las palabras del caudillo. Helas aquí:
Chalía:
He leído tu carta como sé yo leer las cartas que me dirigen las señoras, con respeto.
Lo de ayer, quiero decir, lo de la Convención, no te preocupes, ni triste ni alegre. Tú no sabes el amigo tan desengañado que tienes en mi.
Iré a verte sí; bien sabes cuánto te estimo y admiro. Mucho creo que hay de común en nuestros desgraciados destinos. Ya hablaremos de todas estas cosas y nos diremos un adiós que puede ser eterno, pues se me antoja creer que no nos veremos más aquí en la Tierra.
Tuyo amigo respetuoso,
GÓMEZ.
Como se ve, el general está tan impresionado que habla de eternidad como si sintiese rondándole la sombra de la muerte a la que el aprendiera a despreciar en los combates y a tratar de tú por tú como una vieja conocida a la que podía encontrar en cualquier escaramuza sin importancia.
Y tal vez como una demostración más de su peculíar estado de ánimo al escribir estas lineas, suprime la inicial de su apellido y firma sencillamente Gómez. Pero una semana después ya ha cambiado algo. Unas nuevas lineas a Chalía así lo demuestran. Escribe entonces:
Chalía:
No he de dejarte ir sin mi cariñosa despedida. ¡Cómo pudiera suceder eso! Y desde ahora te digo: No me olvides. Te entregaré yo mismo una carta. Tu amigo leal,
M. GÓMEZ
Esta carta o mejor nota tiene fecha 17 de febrero de 1901. Un día después, el 18, escribe otra más extensa:
Chalía:
Mucho hemos sentido que no nos hubiéramos encontrado en casa. No te esperábamos. Hoy he sabido que ya no embarcas hasta el 20.
Por si acaso no te encuentro o no puedes recibirme llevo esta carta. Ella es mi despedida afectuosa, ¿Y será acaso eterna? Yo creo quizás no. No me olvides Chalía. Escríbeme.
¿Qué te diré y qué te daré como recuerdo? No tengo más que el corazón pues el destino ha sido implacable conmigo. Sólo pido al Cielo que limpie el polvo de tu camino y que conserves en tu memoria el recuerdo de tu respetuoso amigo.
M. GÓMEZ
Las líneas anteriores muestran al vencedor de Las Guásimas de cuerpo entero. Acostumbrado a las líneas cortas de las órdenes militares, el primer párrafo es de una brevedad telegráfica pero al mismo tiempo de una concisión como sólo puede hallarse en las proclamas y en las órdenes del cuartel general. Siente no haber estado en casa pero enseguida da la razón: «no te esperábamos». Y de inmediato como restando importancia a lo sucedido da a entender que aún le quedan dos días para despedirse puesto que ella no embarca hasta el veinte.
La guerra le ha enseñado a ser precavido y por eso lleva consigo la carta «por si no te encuentro o no puedes recibirme». De inmediato muestra que se siente un poco más confortado pues ya no piensa en despedidas eternas. Pero muestra también su urgencia de amistad y comprensión al escribir: «No me olvides Chalía. Escríbeme». Para la amiga que se va no tiene nada que ofrecer como recuerdo. Y otra vez quejoso expresa que el Destino le ha tratado mal. Y termina rezumando dulzura con palabras que no parecen expresadas por aquél a quien todos calificaban de brusco: «sólo pido al Cielo que limpie de polvo tu camino”.
Hay después un lapso de más de un año hasta la próxima carta —la última que aparece fechada en mayo 15 de 1902. Esta es muy breve y dice asi:
Mi estimada Chalía:
Muy ocupado no había podido contestar a tu carta.
No me dediques nada a mí. No me exhibas. Yo te puedo ayudar de otra manera.
Muy affmo. amo.
GÓMEZ.
Lo que le impidió contestar, esas ocupaciones a que alude, están reveladas por la fecha de la carta. Es el 18 de mayo de 1902. Dos días después las manos del viejo guerrero izaron la bandera de la estrella solitaria sobre una tierra de hombres libres. Es que ha estado ocupado en los mil y un pormenores de Ia instauración de la república. Y su modestia, su gran modestia de siempre, se pone de manifiesto en otra linea de esta carta: «no me exhibas», dice a la amiga que seguramente le ha ofrecido dedicarle alguno de los números de un próximo concierto. El, que después de la tragedia de Dos Ríos y el holocausto de San Pedro era la única figura viva del triunvirato glorioso que señorea la lista de nuestros santos laicos, quiere mantenerse al margen de todo exhibicionismo y ansia vivir en paz los últimos días de una vida que fue de guerrear incansable.
FINAL
Así terminan estas cartas, las seis que hallamos una tarde en una casita de los repartos. Así debe terminar también este trabajo, redactado para darlas a conocer. Pero no podemos poner punto final al mismo sin hacer una vez más hincapié en nuestra aseveración de que aquél a quien muchos consideran irascible y colérico, tuvo sus pasiones como todo ser humano, pero tuvo también al lado de su pesimismo una honda comprensión para los demás; la misma que pidió para si. Y aunque muchas veces se sintió defraudado no volvió la espalda a sus deberes y tuvo la entereza suficiente para escribir estas palabras que parecen trazadas por un santo y no por un soldado: «No debo quejarme de mis dolores porque los hay más grandes que los míos… No ha habido un sólo hombre sobre la tierra que no haya hablado el lenguaje del sufrimiento… He aprendido que la vida, tal cual es, es un bien…»
Y él supo hacer de esa vida un bien, no sólo para su familia y sus amigos sino para todo un pueblo que le debe el don más preciado: la libertad.
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