Por Francisco Riverón Hernández
A la madre viva
Madre: Corazón-cristal
sin mancha de lado a lado
por ti en un rojo gritado
me ha florecido el ojal.
Tu manera siempre igual
de tierna, de repartida,
me trae a la sonreída
frescura de tu ventana,
a quererte cada cana
que te corona la vida.
En tu dulzura, mi prisa
por caminar el sendero,
apuró el llanto primero
y la primera sonrisa.
Vengo por la misma brisa
que besó al hijo temprano,
al cariño cotidiano
donde endulzo mi congoja,
a sentir como se moja
con tu alegría mi mano.
Y como de diferente
se da tu piel a mi beso,
como se alumbran con eso
las arrugas de tu frente.
Como por donde se siente
tu voz reparte alegrías,
como hacía las manos mías
vienes diciendo cariño,
a besar al hombre-niño
que te ama todos los días.
A la madre muerta
Madre: Con una blancura
llenándome la solapa,
junto al mármol que te tapa
vengo o llorar tu ternura.
Recuerdo por tu dulzura
la longitud del amor,
y vengo con una flor
que me regaló lo sierra,
al altar hecho de tierra
que arrodilla mi dolor.
Vengo a recordar la cuna
donde tus besos bebí,
y el cuento que me aprendí
en tus cabellos con luna.
Vengo a llorar la fortuna
de luz que perdí contigo,
o decirle al viento, amigo
de mis insomnes auroras,
lo largas que son las horas
desde que no estás conmigo.
Vengo a decirte, mamá,
que estoy clavado a tu cruz,
como un mendigo de luz
que a la sombra se le da.
Vengo a decirte que ya
supe de melancolías,
y que unas manos vacías
se cierran sin tu cariño,
allí donde un hombre-niño
te llora todos los días.
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