Cuando en diciembre de 1973 fueron publicados en París los dos primeros tomos del Archipiélago Gulag de Alexandre Solzhenitsyn (1), vivía en La Habana y no me enteré. De hecho, ignoraba la existencia del escritor, encarcelado entre 1945 y 1953 en la URSS. Stalin y el estalinismo le habían pasado factura por haber puesto en tela de juicio las competencias del Papacito de los Pueblos en la conducción del país antes, durante y después de la guerra. En aquel tiempo solo aprehendía algún que otro eco de lo que ocurría en Europa escuchando la radio por la onda corta. Lo más socorrido eran la Voz de las Américas, la BBC y RFI, todas indigentes en materia de literatura. A 50 años de distancia recuerdo cómo, yendo al consulado francés a recoger la ayuda humanitaria mensual asignada a mi anciana maestra de idiomas, pude leer en un magazín Paris Match una crónica acerca del libro, su autor y una entrevista que había dado a la televisión francesa. Gracias a un dibujo que la ilustraba comprendí el símil que suscitaba el título de la obra.
En la recepción del consulado galo siempre había diarios y revistas frescos llegados de París, un bálsamo para quienes entrábamos allí por una u otra razón. No era lo mismo que leer el horrible Granma y demás libelos gubernamentales. Yo sabía que el soviético había ganado el Premio Nobel de Literatura en 1970 pero ahí se paraba mi información al respecto. Nunca he ido a buscar en una hemeroteca aquel número del popular semanario, cosa que ahora mismo estoy inscribiendo como propósito para el año que comienza.
Como había hecho años antes con Pasternak el aparato del PCUS desató un fuego graneado para vilipendiar a Solzhenitsyn paliando su denuncia. Para entonces el peso electoral de los comunistas se había reducido enormemente en Francia con respecto a lo que había sido a la salida de la Segunda Guerra Mundial. Les quedaba comoquiera una red de publicaciones que servían incondicionalmente peones propios y los llamados “hombres nuestros”. Estaban diseminados en todos los circuitos de la comunicación. Medio siglo después todo aquello e historia antigua, removida en París al calor del comienzo de año que coincide con la efemérides. Por mi parte aproveché para volver a visualizar el archivo audiovisual del programa literario Apostrophes que conducía Bernard Pivot. Aquel hombre, magnetizó en par de horas la pequeña pantalla, creó un hito de denuncia para con los crímenes comunistas y desautorizó brillantemente el coro de los fariseos locales, hoy barridos por la Historia.
Ahora, viviendo tiempos de confrontación frontal entre los seguidores de Putin y Occidente conviene recordar el fervoroso nacionalismo pan-ruso propio a Solzhenitsyn. Esos sentimientos no son un secreto y convergen en todos sus libros conjuntamente con una desmesurada exaltación del cristianismo ortodoxo. Al mismo tiempo no debe obviarse el análisis histórico que hizo de la tiranía y de la crueldad en Rusia, en tanto que hilo conductor que vincula a lo largo de tres siglos el zarismo hasta desembocar en el actual Siglo XXI. El brillante intelectual que fue se basó para hacerlo en una reflexión filosófica y personal que hoy puede servirnos para analizar un presente donde el mesianismo irracional trata de difuminarse desde Moscú hacia el interior y el exterior de la gran nación eslava.
El otro aspecto que se está rememorando en estos momentos en Francia viene dado por el homenaje póstumo que se hace a quienes propiciaron el envío de los textos originales de Moscú a París. Siendo ya los nombres de los encartados de dominio público han recibido el reconocimiento que merecen. Casi todos han fallecido. Vivieron en secreto durante décadas el recuerdo de lo que habían conseguido hacer porque siendo funcionarios de la embajada francesa y del Ministerio de Exteriores, de haberse sabido hubieran sido sancionados y privados de parte de sus cotizaciones para la jubilación. El grupo, media docena de hombres y mujeres, se conoce en el sector como “Los Invisibles”. Sin ellos nada hubiera podido llevarse a término. Antes de que los microfilms llegaran finalmente al aeropuerto de Orly en 1971, los perros de presa de la Lubianka trataron de asesinar al escritor quien, después de haberlos escondido, vivía con su esposa en el apartamento del violoncelista Mstislav Rostropovitch.
Era un período siniestro y Yuri Andropov dirigía la KGB. Sus esbirros lograron echarle el guante en Leningrado a Elisabeth Voronianskaïa una de las manitos que colaboraba con Solzhenitsyn. Torturada y chantajeada confesó guardar en su oficina una copia de lo que ya habían mecanografiado. Después de conducir a sus captores al escondite donde estaban los legajos la pusieron en libertad. La pobre mujer apareció ahorcada al día siguiente ignorándose si se suicidó presa de vergüenza o si fue asesinada. Una más entre las decenas de millones de víctimas del comunismo.
Dentro de pocos días habrá una exposición en la Librairie des Éditeurs Unis (antes YMCA) impresores del libro en cirílico, que precedió a la traducción al francés. Una placa será develada junto a la entrada, calle de la Montaigne Sainte Geneviève muy cerca del Panteón. Queda mucha tela por donde cortar: pasaron comoquiera veinte años entre la publicación de Un día en la vida de Ivan Denissovith y el Archipiélago. No se sabe todavía cómo fue que Nikita Kroutchev autorizó la primera publicación, un libro que después de vendido en la URSS fue traducido y distribuido en Cuba en plena revolución castrista. Hecho insólito que sirva como un aviso a los bibliófilos que están en la isla.
En el manantial de ese conjunto de obras rusas hemos bebido todos los que nos hemos interesado en la historia y la criminalidad del bolchevismo. Que conste aquí nuestro reconocimiento al autor y a quienes asumiendo riesgos enormes hicieron posible su trasmisión y publicación en Francia. Y desde luego que nunca es tarde para leer o releer estos libros, patrimonio imperecedero de nuestra era.
1. Soljénitsyne, A. L’archipel du Goulag. Éditions du Seuil, Paris. 1973
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