Recompensa

Written by Libre Online

23 de abril de 2024

Por  Charles Hazel (1934)

¡Cinco mil francos! Déjate de bromas… Es demasiado. A ese Alí, después de todo, yo lo detesto, no lo niego, pero no hasta el punto de arruinarme. ¡Cinco mil francos! Es una cantidad mayor que la que recibiré después. ¿Dónde está, entonces, el beneficio? . . .

Auzqui Bouziane sonrió y dijo:

—¿Te parece mucho, cinco mil francos? No digas eso. A mí no puedes engañarme. Conozco la materia. Hay bueyes, la casa, los aperos de labranza, los campos de trigo, los olivos, las higueras, los fresnos. Las aceitunas están a ochenta francos el quintal. Y aunque no ganaras nada, lo cual no es posible, ¿en cuánto aprecias la satisfacción de desembarazarte de un enemigo que, a estas horas, probablemente, habrá pagado ya el precio de tu vida? ¿Quien te puede probar que él y yo no estemos ya de acuerdo sobre ese punto?…

Con la palma de la mano, Yataghene golpeó la culata de su escopeta. Y Tahnat lo oyó reír diabólicamente y replicar enseguida:

—¡No trates de intimidarme, bandido! Yo también he estado en la guerra. Y sé resguardarme. Además, tú no eres de esos hombres que se comprometen en balde. De todas maneras, te repito que esa cantidad es excesiva.

—¿Cinco mil francos es una cantidad excesiva? ¿Y mi trabajo no vale nada, entonces? Preparar el golpe, buscar, acechar, suscitar la ocasión, obrar sin despertar sospechas de nadie, todo ese trabajo y todos esos peligros no significan nada para ti… Y si los gendarmes me detienen, tú te quedarías tranquilo en tu casa. Pues, aunque yo te traicionara—lo cual no sucederá puesto que conozco mi oficio—tú negarías todo, con la mano sobre el corazón, y te echarías a reír afirmando que estoy loco. Eres un egoísta. Todos los beneficios los quieres para ti, y ninguno para mí.

Después de un silencio, subrayado por el grito lejano de un chacal hambriento y los ladridos furiosos de los perros de los aduares, Yataghene continuó hablando. Prudentemente, sin gestos, con palabras pausadas y calculadas, dijo al asesino:

—Escucha; te daré tres mil francos; ni un centavo más. Y si quieres que te adelante algo… .

Tahnat percibió el roce de billetes de banco, un ruido suave de hojas secas entre unas manos duras.

Auzki intentó una defensa última:

—No. Tres mil es muy poco. Tu cuñado vale más. Y tú también… Ustedes son hombres ricos.

Volvió a percibirse ese ruido especial de los billetes de banco frotados entre los dedos, y la voz de Auzki Bouziane que declaró, con un acento resignado, en una especie de suspiro:

—Pues bien… Adelántame algo… Dame mil francos…

El silencio que siguió después fue cortado a intervalos por el chillido melancólico y aflautado de un búho. Luego, Yataghene preguntó:

—¿Cuándo? . . .

—Muy pronto. Dentro de ocho o diez días.

—Muy bien. ¿Y cómo podré darte los otros dos mil francos? No me parece prudente que nos veamos después que lo hayas asesinado… Eso es peligroso, tanto para mí como para ti.

—Es verdad—opinó Bouziane— Es verdad.

Meditó durante unos segundos y declaró:

—Escucha; te devuelvo tus mil francos. Ven conmigo. Meteremos todo el dinero en un escondrijo. Cerca de aquí hay un olivo.

Enterraremos el dinero en un agujero que abriremos al pie de ese olivo. Después que yo haya matado a Alí, vendré a buscar el dinero. Nadie nos verá esconderlo; nadie conocerá nuestro secreto. De esa manera, no necesitaremos vernos. Seremos como dos desconocidos.

—Pero, tú lo matarás… ¿no es eso?  … Tú lo matarás…

Había ansiedad en esas palabras, fiebre, impaciencia y un odio infantil, simplista, bárbaro.

-Sí; lo mataré. ¡No estoy acostumbrado a matar!

El acento del asesino era tan categórico y sincero que Yataghene no dudó más. Tahnat lo oyó levantarse, caminar, alejarse. ¿Dónde iban? Durante un momento, con sudor en la frente y un temblor en la columna vertebral, Tahnat temió que penetraran en su casa, en su jardín. Pero poco más tarde, cuando no oyó ningún ruido, se levantó lentamente y miró a través del seto.

Allá lejos, del otro lado del camino,  a través de un campo de centeno, tachonado aquí y allá por la mancha negra de un olivo dos formas se deslizaban, dos fantasmas arropados en su albornoz de espesa lana blanca, que se detenían junto a un árbol, se fundían en su sombra y después reaparecían para perderse de nuevo en el misterio extenso de la tierra obscura,  bajo la cúpula infinitamente lejana del cielo,  donde parpadeaban los ojos enigmáticos de los astros. Los dos hombres habían desaparecido desde hacía un rato, y Tahnat estaba todavía en su jardín, pensativo. Luego se dirigió a su casa, con ese paso distraído del hombre que reflexiona profundamente.

***

Dos días después, Alí Semri, que también sabía leer porque había ido a la escuela de los romanos y había sido sargento de tiradores durante la guerra, recibió una carta donde alguien, que lo quería bien, le informaba que Auzki Bouziane iba a asesinarlo y que debía tomar enseguida todas las precauciones posibles. Era su cuñado Yataghene quien había tramado su muerte, a causa de la herencia y del odio. Él le había ofrecido tres mil francos al asesino, en un lugar desierto, donde alguien casualmente los había oído llevar a cabo su convenio.

Alí Semri comprendió que aquel hombre que lo quería bien había tenido que atravesar la montaña, para echar la carta en el correo de Tizí-Ouzú con el objeto de que la recibiera pronto. Y era tan precisa y circunstanciada la carta, que Alí se vio obligado a creer todo lo que decía.

Alí contrajo duramente sus mandíbulas y olvidó inmediatamente sus trabajos. Aunque ya estaban maduros, los higos podían esperar para ser recogidos.

Y como Alí Semri era hombre rápido y decidido que no perdía su tiempo, volvió deliberadamente a su casa, se arropó en su albornoz en cuya capucha puso tres puñados de higos secos,  ciñó su cintura con su cinturón de caza lleno de cartuchos cuidadosamente escogidos, descolgó su escopeta de la pared y salió. A salir, encontró a su madre y a su mujer que, con el cántaro al hombro regresaban de la fuente donde brotaba continuamente un chorro de agua fresca.

-Tengo que irme, les dijo. Se trata de un asunto urgente.

Ellas no habían vuelto todavía de su sorpresa y ya él se hallaba lejos, atravesando matorrales y subiendo las pendientes. En su corazón alternaba la cólera frenética y la fría determinación. Y pensando en aquel Auzki Bouziane,  de quién debía prevenirse y a quién debía sorprender sus labios pronunciaban injurias y saliva de desprecio. Con oídos alertas y piernas ágiles,  caminaba por senderos abruptos y barrancos tapizados, de lentisco y de madroños. Todo el día viajó así a través de la montaña, atento, prudente,  y sin distraerse en su rebusca. Por la noche,  en una de esas encrucijadas de caminos trillados por las bestias, algunos de los cuales desembocan en las llanuras donde rondan las sombras, mientras los otros se elevan hacia las altas cimas laqueadas de oro verde y de sangre tibia. Alí Semri bebió rápidamente algunos tragos de agua y se deslizó entre los árboles con su marcha silenciosa y furtiva.

***

Una hora antes, cuando las sombras de los árboles se alargaban en el valle donde él vivía,  Auzki Bouziane se puso también en camino, marchando hacia esa roja labor de esperar a alguien en el recodo de un sendero, para descargarle el arma en el pecho, a quemarropa. Iba por los caminos descendentes, por los senderos que circulan a través de los maniguales de la tierra berberisca, escalando las colinas, para abreviar terreno, trotando por las pendientes, saltando sobre las corrientes de agua, contento, con la canción y la sonrisa en los labios.

Entonces resonó un disparo, que lo derribó al suelo, con la espalda atravesada y la boca llena de sangre; antes de inmovilizarse para siempre, sus dedos arañaban espasmódicamente la tierra, aquel humo negro y frágil, formado por los detritus de los vegetales acumulados.

Y Auzki Bouziane murió casi instantáneamente, sin saber ni comprender de dónde le llegaba la muerte. Murió súbitamente, casi sin dolor, a pesar de las desgarraduras abiertas en su tórax por aquel paquete de municiones tiradas certeramente a cuatro metros de distancia.

Al ruido de la detonación, un milano que giraba en el cielo desvió bruscamente el rumbo de su vuelo circular; el eco repercutió largamente en los peñascos, en los desfiladeros y en los barrancos; después, el silencio se restableció, más completo, más pacífico, más protector: el silencio de una bella noche de junio sobre la campiña adormecida.

Nadie acudió, nadie apareció en las crestas de las lomas; sólo se oía el grito estridente de algún pájaro nocturno, errante en la sombra y en el misterio.

Entonces, de un bosquecillo de lentiscos, surgió un hombre ocultando su escopeta bajo su albornoz y desapareciendo sin mirar siquiera el cadáver de Auzki Bouziane; un hombre que corrió por la llanura con toda la velocidad de sus piernas y con la evidente intención de no pasar por los caminos, por las fuentes y por los lugares frecuentados.

Y cuando aquel hombre llegó a su casa, después de varias horas de ausencia, no vio que los ojos de otro hombre espiaban febrilmente su regreso; los ojos de Tahnat que, aquella misma noche, se dirigió después hacia el olivo al pie del cual estaban enterrados los tres mil pesos, sacó el dinero de su escondrijo y se lo llevó antes que el honorable Yataghene, después de saber la muerte de su cómplice, intentara en vano recuperarlo.

FIN

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