RAÍCES CRISTIANAS DE LA DEMOCRACIA

Written by Libre Online

29 de noviembre de 2022

Por Andrés Valdespino (1953)

Ahora que ya podemos hacerlo sin que la guadaña del sensor  trunque nuestro pensamiento, volvemos a escribir. No quedaba más alternativa en este silencioso trimestre que inclinar mansamente la cerviz divagar sobre tópicos inofensivos e insustanciales o callar. Preferimos callar. Muchos hombres de dignidad y decoro silenciaron sus plumas en protesta muda contra el vejamen de la censura previa. Quisimos imitar su ejemplo. 

Nos repugna someter la inteligencia, el criterio o el pensamiento a los dictados de la 

voluntad oficial. Vale la pena cualquier sacrificio encaminado a demostrar a la gran masa ciudadana siempre adolorida, pero siempre esperanzada que en Cuba aún quedan reservas morales y vestigios de dignidad. A veces la mejor forma de orientar es callar. Callar, antes que poner la pluma en pública almoneda. Para decir la verdad hace falta coraje, ciertamente. Pero cuando no es posible decirla, es para callar entonces para lo que el coraje se necesita. De entrada, 

salimos al paso a la posible objeción, que acaso provoque el encabezamiento de estas líneas. 

Se nos dirá que mucho antes de la era cristiana, ya los griegos concibieron su propio ideal democrático y hasta llegaron a aplicarlo en la comunidad helénica. ¿Cierto? Pero aparte de que ya se ha superado la etapa de idílica exaltación a los valores griegos y que, como ha apuntado certeramente Raúl Roa, “ni Grecia constituyó ni puede constituir hoy la meta y el mito de la aspiración humana”, dista grandemente el sentido democrático de aquel pueblo de la concepción democrática de la vida en el mundo actual y ésta la democracia de hoy, como sistema de vida capaz de hacer valer plenamente la dignidad y la libertad del hombre, tiene raíces netamente cristianas. 

No cabe duda de que nuestras democracias han sido estropeadas, escarnecidas y hasta prostituidas por los farsantes que con ella trafican y por los traidores que sobre ella se instalan a horcajadas. Pero de ello son responsables los hombres, no el sistema. Y si se nos preguntara, diríamos que la fuente de la democracia está en el Sermón de la Montaña y su justificación la hallamos en el Calvario. 

Bergson tuvo razón cuando dijo que «la democracia tiene esencia evangélica». Por eso como cristianos es lógico que aspiremos a la estructura democrática como ideal de vida social y al sistema de libre determinación de los pueblos. Para los hombres que se llaman Hijos de Dios, la dignidad y la libertad son consecuencias de su filiación divina. Y no serán las dictaduras que envilecen ni los autoritarismos que oprimen los que ofrezcan terreno mejor abonado para el cultivo de esa dignidad y de esa libertad, sino la verdadera democracia, la que tiene sus fundamentos en el cristianismo.

Cristo, la Política 

y la Moral

Hacer tal afirmación, sostener que los preceptos evangélicos nutren o deben nutrir la vida democrática de los pueblos no significa en modo alguno que aboguemos por el clericalismo político o la organización en nuestro medio de partidos confesionales. No teman los que vislumbran el peligro de ver a Cuba gobernada por los “curas reaccionarios”. 

Detestamos, en el sentido de atavismo y oscurantismo que usualmente se da al término, todo lo que signifique reacción, y preferimos ver a los curas en misión apostólica a padecerlos en trajines políticos. Además, no vemos razón alguna en nuestro ambiente para organizar partidos políticos a base de militancias o credos religiosos. 

Por otra parte, al hablar de las «raíces cristianas de la democracia» no nos referimos en particular a las prácticas específicas de una religión determinada, sino a aquellos principios con veinte siglos de vigencia que dieron vida a toda una civilización y proyectaron hacia nuevos horizontes las conciencias de los hombres. 

Si nuestro texto Constitucional, el aprobado en 1940 por los legítimos representantes de la voluntad popular, invoca en su preámbulo el favor de Dios, e impone en sus normas el respeto a la moral cristiana, no tenemos por qué negar ni ocultar los que vivimos convencidos de las bondades de la democracia, que ésta tiene raíces muy hondamente fincadas en el cristianismo.

Cristo no fue un político, ciertamente, ni vino a la tierra a establecer normas concretas de organización política. Su reino no era de este mundo. Pero si los reinos de este mundo siguieran más de cerca la esencia de su doctrina, la humanidad no andaría tan maltrecha. 

El cristianismo no encierra una doctrina política, sino una doctrina moral.  Pero sobre todo, el cristianismo es un sistema de vida. Vivirlo íntegramente es proyectar su luz vigorosa a todas las facetas de la existencia. Y quien no lo comprenda así lo reducirá a prácticas ñoñas, sensibleras, ridículas, de una beatería debilucha e inconsistente. Renegamos de un cristianismo que sólo se traduzca en estampitas policromadas, procesioncillas irreverentes, desorbitaciones histéricas y desfiguraciones hipócritas. 

El cristianismo es una doctrina recia, viril, humana y sincera. Cristo no trazó normas para la sacristía, el convento o el monasterio, sino para la vida. Y la disyuntiva es clara: o ajustamos la vida a la doctrina de Cristo, o nos seguimos revolcando en los hediondos fangales de la concupiscencia, la injusticia, el materialismo y la fuerza bruta.

La gran cuestión es, pues encontrar entre los sistemas de vida de los pueblos aquel en que mejor encuadren los postulados evangélicos. Ese sistema es para nosotros el democrático. Los Evangelios nos llevan directamente a la democracia.

Y a su vez difícilmente podríamos concebir la democracia sin el apoyo de los Evangelios.

Se ha dicho que la democracia es esencialmente moral y social, y sólo secundariamente política. No es que se le reste importancia al sentido político de la democracia; es que para que ésta opere íntegramente, se requiere la vigencia de ciertos principios y valores morales y sociales, tales como el respeto a la dignidad plena del hombre, la fe en los derechos de la persona humana, el sentimiento de la libertad de los pueblos y los hombres, la certidumbre de la igualdad 

natural de todos los seres humanos, y la convicción de que la autoridad de los gobernantes se ejerce en virtud del libre consentimiento de los gobernados. 

Sin la preexistencia de estos principios y el respeto a los mismos, no es posible hablar de democracia. No negamos a nadie el derecho que le asiste de no simpatizar con la democracia. Pero no hablen en su nombre los que escarnecen la dignidad de los hombres y yugulan la libertad de los pueblos.

Autoritarismo, Democracia y Cristianismo

Piedra angular del cristianismo es el concepto de la persona humana en plenitud de dignidad y libertad. En Italia, Alcide de Gasperi ha señalado claramente que «el cristianismo introduce en la vida espiritual del hombre el esfuerzo hacia la perfección, o sea, el esfuerzo de liberación interior propio de los hijos de Dios, los cuales, recuerda Santo Tomás, obran como libres y no como esclavos». Para el cristiano, el ser hijo de Dios le confiere dignidad plena. Y en un mundo de siervos y esclavos, el carpintero de Nazareth vino a proclamar la libertad espiritual del hombre. 

En una sociedad donde solo se valoraba la riqueza, el vicio o el poder, el Hijo de María reparta bienaventuranzas a los pobres, a los virtuosos y a los humildes. «Cristo, en el Sermón de la Montaña se dirigió a las multitudes andrajosas, malolientes, miserables, sometidas a amos poderosos y esquilmados por 

terratenientes sin escrúpulos para ver el sentido de su propia dignidad y el fundamento de su propia liberación interior.

 Desde aquel día, el cristiano, el seguidor de Cristo, aprendió a no postrarse sino ante Dios o ante lo que a Dios representara, y a aborrecer las tiranías que se abrogan poderes omnímodos y desconocen los derechos de la persona humana. Viva en su conciencia la convicción de su propia dignidad, el cristiano ha de encararse a los que, desde sitiales conquistados sin la voluntad de los hombres dignos, conculcan y pisotean los derechos de los hombres libres. 

Porque al cristianismo se le ataca en su médula, no sólo cuando se queman sus templos, se encarcelan sus jerarcas y se persiguen sus adeptos, -sino también cuando se crea una atmósfera en la que no se respeta la dignidad humana, en que la, fraternidad cristiana se ve desplazada por las luchas fratricidas, la libertad se encuentra enturbiada por la desconfianza, el recelo y el temor, y la paz moral se siente amenazada por los furores arbitrarios de quienes se estiman a sí mismos, dueños de vidas y haciendas. Cuando esa atmósfera, así viciada, se hace irrespirable, el cristiano, precisamente por serio, tiene que cooperar a removerla.

Sabe bien el cristiano que la persona humana, digna y libre, es anterior y superior al Estado. Y como lógica consecuencia, los que dentro de la comunidad organizada políticamente asumen la categoría de gobernantes, quedan moralmente obligados a respetar esa dignidad y esa libertad de cada hombre, y justificados en sus cargos por la libre voluntad y el pleno consentimiento de los gobernados. Por eso repugna a la concepción cristiana de la vida la concepción totalitaria del Estado. La concentración de poderes en manos de un solo hombre con total desprecio de la voluntad general, y desconocimiento, injusto de las apetencias populares, pugna con el sentimiento cristiano de una comunidad social de hombres libres iguales en derechos y en dignidad espiritual. 

La postura del cristianismo frente a los totalitarismos de Estado ha sido claramente definida por el máximo jerarca de la Iglesia Católica. 

Desde la Roma eterna, Pío XII ha señalado como exigencia vital de toda comunidad humana, el asegurar de modo duradero el equilibrio entre el derecho del todo (el bien de la comunidad) y el derecho de cada parte (el bien individual), y enfrentándose resueltamente a los totalitarismos y a los autoritarismos, el Papa ha afirmado sin titubeos: «El totalitarismo no es nunca capaz de satisfacer esa exigencia, porque da al poder civil una extensión injusta, porque determina y fija, en cuanto a su objeto y a su forma, todos los sectores de la actividad, y de ese modo comprime en una unidad o colectividad mecánica, marcada por el sello del Estado, de la raza o del partido, toda propia vida legítima, personal, local y profesional. 

La otra concepción del poder civil, que puede ser designada con el nombre de autoritarismo, también está lejos de responder a esa exigencia, ya que excluye a los ciudadanos de toda participación e influencia eficaz en la formación de la voluntad social. Y luego, al examinar la forma democrática de gobierno exclama: »Sin duda, donde está en vigor la verdadera democracia, satisface esa exigencia vital de toda comunidad sana.» No cabe dudar ahora que el pensamiento del Vaticano está en estos momentos al lado de las democracias.

Autoridad, Sufragio y Constitución

Constituye principio sobradamente conocido de la teología cristiana que la autoridad tiene su origen en Dios. Principio del cristianismo lo es también el que todos los hombres son ante Dios, iguales. De ambos postulados se desprende la idea democrática del respeto a la voluntad popular y la negación de la dictadura como sistema de gobierno. Pocos como Maritaín, el maestro de la democracia cristiana, lo ha expuesto con tan vigorosos trazos cuando ha afirmado: “por el hecho de que la autoridad tiene su origen en Dios, no en el hombre, ningún hombre ni ningún grupo especial de hombres tiene por sí mismo el derecho de mandar a los demás”. 

Los jefes del pueblo reciben este derecho del principio creador y conservador de la naturaleza por los conductos de la naturaleza misma, vale decir por el consentimiento o la 

voluntad del pueblo, al cual la autoridad pasa siempre antes de ir a descansar en los jefes.

 Y es como representantes de la multitud que los depositarios de la autoridad dirigen a aquélla, y es hacia el bien común de la multitud que deben dirigirlo. Miembros de la misma especie, todos iguales ante Dios, y ante la muerte, es contrario a la naturaleza que los hombres sean simples instrumentos del poder político, instrumentos de un dictador, única persona humana frente a una muchedumbre de esclavos organizados.»

De ahí no hay más que un paso al sufragio universal como exponente de la capacidad del pueblo para actuar en la vida política y expresión de su voluntad para depositar la autoridad y el mando en quienes libremente elija. Ello significa la primacía de la voluntad popular, libremente manifestada. Sólo respetándola se respetan en última instancia la dignidad del hombre libre. En un proceso normal esa voluntad se manifestará a través del sufragio. 

En situaciones anormales esa voluntad reclamará en la forma más decorosa posible el restable-cimiento de la libertad conculcada y de la dignidad escarnecida. De todas maneras, representa la defensa, pacífica o violenta, de los derechos del hombre. Y la supervivencia de los postulados evangélicos.

Ese mismo sentimiento cristiano que conduce al sufragio universal como expresa manifestación de la 

voluntad de los hombres libres, reclama el respeto a la Constitución política garantizadora de los derechos de esos hombres. 

Sufragio y Constitución constituyen dos pilares básicos de la democracia. Son, a la vez dos exponentes innegables de los derechos de la persona humana que el cristianismo reconoce y consagra, respeta y defiende.

Para nosotros es clarísimo el planteamiento de la cuestión. Si el cristianismo nos descubrió el valor de la persona humana y proclamó el respeto a la dignidad y a la libertad del hombre; si la democracia constituye el sistema que mejor permita al hombre hacer valer esa dignidad y esa libertad sin servil sometimiento a poderes absolutos o a autoritarismos sojuzgadores; si la forma de expresión de esos derechos amparados por la democracia es el sufragio universal y su máxima garantía política y social es la Constitución que fije las limitaciones del poder; si todo esto es así y ciertamente lo es desde cualquier ángulo que se le contemple, todo aquel que sin justificación basada en el consentimiento popular desprecia el sufragio como medio lícito de escalar el poder y trastorna el ritmo constitucional de un pueblo, ataca directa, artera y alevosamente a la democracia y a los principios cristianos en que ésta se asienta.

Se nos dirá después de todo esto, que bajo el sistema democrático han proliferado en muchos países, vicios y corruptelas incompatibles con la moral cristiana. Pero aparte de que de tales desviaciones, ya lo hemos dicho, son culpables los hombres y no el sistema, la solución no está en destruir, violar o cercenar los derechos y los principios democráticos. 

A la cabeza que duele no se la arranca. Si nuestras democracias se han debilitado por la ausencia de valores cristianos, acerquémoslas al cristianismo, que es, al cabo, su fuente nutricia. Pero no reneguemos ciegamente del ideal democrático ni le cerremos traidoramente el paso a su normal desarrollo. 

Dar la espalda a la democracia es abrazar la causa de la dictadura. El devenir histórico ha enseñado que es muy corto el paso (casi siempre inevitable) entre la dictadura y la tiranía. Y la tiranía, temerosa de la libertad de los pueblos y desconocedora de la dignidad de los hombres, es por esencia la negación del Cristianismo.

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