El viernes 12 de agosto se cumplieron 170 años de la muerte de Rafael Montoro. Era un orador formidable. Acaso el más completo que haya producido Cuba. Tierra pródiga en grandes de la tribuna.
Como decían muchos, en Montoro todo concurría a hacer de él un soberbio dominador del arte de hablar en público. Su organización mental, su gran figura, sus estudios, sus ideas, y el conjunto de sus facultades, le permitían remontar un vuelo emocionado que muy pocos americanos han logrado alcanzar.
cuando la autonomía
En la época de las luchas por la Autonomía, Manuel Sanguily que admiraba sinceramente a Montoro, afirmaba que “Govín por sus profundos conocimientos en materia colonial, era el Atlas del Partido Liberal, mientras que Montoro, por su
palabra extraordinaria, resultaba su irresistible sirena, la magia de su seductora elocuencia”.
Sin muchas noticias sobre Montoro allá por el año 70, (es una lástima que en Cuba haya tan pocos biógrafos) se sabe que fue llevado a la Península de donde regresó después de haber vivido en constante comunicación con los más grandes oradores de la época. En aquella Holanda de España, como llamaba Montoro al Ateneo de Madrid, formóse el tribuno.
Eran los tiempos -escribe uno de sus contemporáneos- en que Amador de los Ríos explicaba la cultura literaria y artística de España durante la dominación goda, en que Cañete daba sus conferencias poéticas, Camus estudiaba los Humanistas españoles del Renacimiento, José del Perojo enseñaba los “Caracteres distintos de la Filosofía contemporánea”, y el propio Montoro, en la flor de su juventud, hablaba entusiasmadamente de la Revolución Francesa y sus historiadores.
los partidos políticos
Después del Zajón, y de la protesta inmortal de Maceo en Baraguá, se constituyeron en la Colonia los partidos políticos.
En el Liberal, que traía en su entrañas la paternidad un tanto programática del inolvidable reformismo de Pozos Dulces, formó filas un joven alto, de barba bermeja, de elegante figura que muy pronto habría de ser su vocero más autorizado.
El partido Liberal no pudo llamarse enseguida autonomista. Advertidos -dice Ricardo del Monte- de que el gobierno central no estaba dispuesto a consentir que se proclamase la Autonomía, convinieron en renunciar al nombre. Pero a despecho de insensatas persecuciones, de extravíos militares, y de estupideces dominantes, se extendió por toda la isla, defendiendo en esencia el Régimen Autonómico. En realidad era lógico.
Después de una lucha de diez años por conquistar la independencia, enrejados Céspedes y Agramonte, abrumado el país por la miseria y la desesperación, la Autonomía resultaba una fórmula conveniente entre las aspiraciones del pueblo cubano y los derechos soberanos de la Metrópoli. En el centro de aquella atracción política, que no fue una improvisación, ni una idea importada de fuera (de Irlanda o Canadá) aparecía Rafael Montero, atento a conciliar las libertades políticas con el régimen centralista, ofreciéndole al país, después de una aterradora tempestad, la paz y la tranquilidad.
De todos los grandes discursos de Montoro, ninguno es más valiente y talentoso que el pronunciado en Cienfuegos el 22 de septiembre de 1878, al constituirse el Partido Liberal. Para Montoro no había posibilidades políticas sin libertad. Nada podía esperarse sin el signo del libre albedrío.
Recordando a Heredia exclamaba: “Un gran poeta nacido en Cuba, decía con inmensa amargura en inmortales versos que en esta tierra tan favorecida por la naturaleza ofrécense al observador, en triste condición, las bellezas del físico mundo y los horrores del mundo moral. Y algo de esto -agregaba Don Rafael- es verdad. Es imposible desconocer que muchas veces al atravesar nuestros campos tan bellos, en que la naturaleza llena de exhuberante vida parece prorrumpir en himnos gozosos al Creador, se oprime el corazón bajo el peso de las lágrimas, y el impuro hálito de muchas imperfecciones y de dolorosísimas fatalidades sociales”.
FIEL A SU CREDO
Campeón de las libertades políticas, liberal de cuerpo entero al estilo de los estadistas ingleses, en el que el corte parlamentario traza sus mejores perfiles, y aún los supera, Montoro es un ejemplo extrordinario de carácter y de fidelidad a un credo público. Fue desde entonces que se hizo necesario deslindar al hombre del gabinete del hombre de acción. Montoro, a juicio de sus más admirables panegiristas era un combatiente. El orador, el ideólogo, el periodista, el filósofo, demostraban una voluntad indoblegable orientada hacia la médula doctrinal de un programa
serenamente meditado en la gran soledad de la inspiración política. Su palabra era su espada; su verbo su arma favorita; su cultura y su talento, realmente asombrosos, la fianza y el seguro de sus futuras gestiones en pro de la Isla encadenada. A esta fidelidad le rindieron el mejor tributo sus contrarios de época.
Era imprescindible reconocerlo. Esa unidad de conducta, hoy tan rara, le parecía a Manuel de la Cruz, una consecuencia serena, perfecta, en la que la utopía de la idea dejaba a las generaciones venideras el análisis desapasionado del esfuerzo creador de nuestra verdadera conciencia democrática. Era bastante. El equilibrio de aquel cerebro privilegiado, según de la Cruz, hacía de Don Rafael el último abanderado de un ideal político que había nacido con los albores de nuestra cultura, y se fijaba limpio, esplendoroso, monumental, en las páginas de la historia de Cuba.
MACEO LO ADMIRÓ
Maceo, brazo poderoso de una idea opuesta, exclamó en alguna oportunidad: “Si Montoro estuviera con nosotros lograríamos mucho más pronto la Independencia de la Patria”. No pudo sustraerse el Lugarteniente a la férvida admiración que movía en su alma la palabra genial del más absoluto de nuestros tribunos.
Constituida su vida en las lides intelectuales, Montoro fue el más optimista de nuestros políticos. Era la época en que las ideas, cualquiera que ellas fuesen, exigían un sistema filosófico en que apoyarse. Este temperamento, esta orientación espiritual que hiere en lo vivo, requiere a su vez un sentido apostólico indeclinable.
Subía a la tribuna convencido a convencer. Asaltaba las columnas de los periódicos poseído de una fe que captaba los espíritus serenos y razonadores. No había más allá de esa fe un propósito político de Poder. Estaba invadido de la esperanza y del decoro de la idea misma, y creía sacrificar un porvenir individual al porvenir colectivo de la colonia, la que no concebía, entonces, desentrañada de sus hondas raíces que la ligaban por el nacimiento y por la historia a la nación española.
DEL 1878 AL 1884
Después del 78, y antes del 84, en el siglo IXX, Montoro estaba en lo cierto si nos colocamos en la idea pacífica de la emancipación. Para él la autonomía no era un “régimen desconocido y nuevo” que España tuviera que estudiar desde el punto de vista social, económico y político.
La piedra filial– decía en uno de sus maravillosos discursos–no consiste en imitar servil y torpemente a nuestros mayores, sino en hacernos dignos de su representación, y en corresponder a sus esfuerzos por la elevación de nuestros sentimientos. Don Rafael, sabía en el fondo, que esta ejemplaridad era imposible. La tomaba de premisa para fundamentar en ella el silogismo inevitable de la libertad. Pegaba duro y fuerte. Imponente en la tribuna, macizo de palabra y de cuerpo, “barba venerable”, que le llamara Martí, llenaba los teatros, las plazas, las calles y los ámbitos todos de la época. Si Govín era impresionante, Figueroa incendiario, Saladriegas razonador, y Cortina emocionante, Montoro resumía en sus discursos toda sustancia política del momento.
España no nos comprendía. “No son los que mejor comprenden el interés de España en América -decía el tribuno-los que quieren que estas nuevas sociedades, creadas por sus gigantescos esfuerzos, crezcan limitadas al espíritu patrio”. Había que vislumbrar a lo lejos, en el porvenir, la figura individualizada de ellas mismas y darles a su ambición y a su decoro el régimen de libertades a que estaban llamadas por “el destino manifiesto”.
comparándolo
Montoro a quien suele compararse con Saco fue muy superior al vacilante y muchas veces contradictorio sostenedor de la doctrina de Cuba para los cubanos.
El análisis de nuestras necesidades, al surgir a la vida estremecida de la colonia, la posibilidad imposible de un régimen de sufragio, corresponde en primer término a don Rafael, José María Gálvez era el presidente del partido Liberal, Montoro era su masa y su verbo. Detrás de él estaba la cubanía evolutiva y pacífica. Las reformas civiles que España jamás habría de enviarnos por correo; las libertades públicas, las llamadas por Montoro
“libertades necesarias”, nacidas en Francia, y que en Cuba abarcaban cuestiones tan importantes como el pensamiento, la comunicación y la reunión, le parecían en ocasiones al tribuno de la Autonomía “pasajes áridos, tristes y sombríos” que nos rodeaban en su defecto, por todas partes, extendiendo ante Cuba un horizonte y un aire gélido y tempestuoso que azotaba la isla con profundos presagios de
revolución y de exterminio.
Pero Montoro ilusionaba aún. Si hay una coincidencia exacta en lo que a la patria se refiere, que a la democracia afecta, entre autonomistas y separatistas, está en el concepto público de la democracia por la que Don Rafael luchaba ardorosa e incansablemente. La obra civil e intelectual le pertenece. Habría de completarse en el camino de la redención final.
Hacia una meta invisible aún en el 85, los autonomistas y los revolucionarios corrían paralelamente. De un lado marchaba Martí, todo nervios; y del otro pausadamente, caminaba don Rafael todo argumentos y razones. El uno es el silogismo vivo, de una verdad ineluctable; el otro es la paradoja de una verdad verdadera que no satisface ni convence, característica de
un sino fatal extemporáneo e imperdurable.
Rara fatalidad que España pudo ahorrarse con el significado de su propia tragedia interior ya palpitante y desbordada de lo oficial y lo caduco, de sus ante diluvianas concepciones de las Casas de Austria y de Borbón, estranguladoras en Castilla de la libertad y asesinas en América de los gérmenes brotados del sable de Bolívar y de San Martín, respectivamente.
¿libre sin pelear?
Hasta última hora, Montoro, más por fidelidad a su propia obra que por sus conceptos sociales y económicos, creyó que se podía ser libre sin pelear. Su poderoso cerebro, que durante treinta años había elaborado las más inteligentes exposiciones, en las que no se sabe qué admirar más si la fuerza extraordinaria de su talento o el candor de sus esperanzas, no se desilusionaba pero hallaba que iba siendo «hora de que se pensara que en este infortunado país cualquiera podía mostrarse ardientísimo patriota sin dejar por ello de ser español.
Esos alardes de «españolismo» un tanto ofensivos para el mismo «españolismo»- exclamaba -nos hacen más daño que el verdadero amor a la madre patria, imposible de divorciarse de su propia historia».
MARTÍ, GÓMEZ Y MACEO
Pero todo fue inútil. El gran visionario de Dos Ríos, en aquella carrera frenética, sin descanso, sin lógica sin posibilidades, sin argumentos reales aparentes, llegó a la meta de sus delirios y levantó en el puño triunfante, con sus propias entrañas, la libertad y la democracia en las que soñaran los autonomistas a la sombra inacogedora de la península. El sable de Gómez y Maceo hizo la obra. Y comenzó una nueva etapa, en la que Montoro ya no sería una figura política, sino una figura de solidez intelectual.
El talento de Montoro, su universalización en el saber no ha sido siquiera igualado. Esos hombres se van agrandando. No tienen sustitutos. No tiene siquiera imitadores.
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