¿Quiso Morir Martí en Dos Ríos?

Written by Libre Online

16 de mayo de 2023

Situación polémica. — Antecedentes estelares. «A pie y descalzo».— «Para morir en su defensa”— Error de un film.— La enfermedad.— Otro argumento.— Las palabras dilucidadoras.

Por Pedro Baeza Flores (1956)

Situación Polémica

En torno a la vida de los hombres, raíces de la historia, casi siempre se reproducen situaciones polémicas. En la vida de Martí e| debate crece alrededor de su caída en los campos de Dos Ríos. 

Hemos vuelto a oír estos días la tesis de la muerte de Martí como una especie de inmolación voluntaria, como un suicidio necesario para ser levantado como llamarada de combate por la revolución libertadora. Es este el caso más sublime del sacrificio de una vida.

Frente a las muy numerosas preguntas, de jóvenes y personas maduras, de muy diversa condición y oficios, hemos ofrecido la respuesta a que conducen numerosos testimonios, siendo uno de los principales las propias palabras de Martí El tema es tan candente, en un nuevo aniversario de la caída del Apóstol en la tierra ardiente de Dos Ríos, que hemos creído conveniente ofrecer una pública respuesta, que será válida para millares. 

Antecedentes Estelares 

¿De dónde parte la creencia que Martí fue a morir, voluntariamente, por la independencia, en el encuentro de Dos Ríos? De un incidente sucedido tres años antes. De una carta pública inspirada por otro combatiente de la revolución: Enrique Collazo. Y   de la enérgica respuesta que dio Martí a esa carta.

Es necesario situar ciertos hechos y circunstancias.

1891 estaba tocando a su fin, Martí vivía en Nueva York, angustiado ante la tierra prisionera; incansable en el quehacer de unir voluntades, de sostener la esperanza de los cubanos de la emigración, de coordinar las simpatías dispersas y hacia la causa de la libertad de Cuba

Martí sabía, sin embargo, que cuanto realizara en Nueva York era tarea incompleta si no contaba con los núcleos cubanos que laboraban en el Sur, casi enfrente de la  Isla prisionera.

Esperaba una invitación, anhelaba que las agrupaciones patrióticas lo llamaran desde Tampa. Y su presencia fue solicitada, al fin. Era, sin duda, la hora suprema de la estrella fundadora. Era el pie en el estribo para conjuntar el sueño de la patria libre. Martí partió, desde Nueva York, muy emocionado.

El corazón de Tampa, forjado por la laboriosidad de los cubanos emigrados, que habían levantado industrias de tabaco latió fraterno y vibrante de fe.

El 25 de noviembre recibió a Martí el Club «Ignacio Agramonte». Manos cubanas se tendieron a él. El día 28, el local del «Liceo Cubano» se hizo estrecho para contener tanta emoción de Cuba. Martí comprendió que era un momento estelar en la vida de la independencia de la patria prisionera. Tenía que ganarse el apoyo, la confianza, de aquel valeroso corazón de la emigración del Sur.

Sus palabras fueron, por eso, estelares, de tanta raíz de Cuba, de amor a la libertad de que estaban henchidas: «Cubanos: Para Cuba que sufre, la primera palabra. De altar se ha de tomar a Cuba, para ofrendarle nuestra vida y no de pedestal, para levantadnos sobre ella.”

Cada palabra de Martí iba al corazón doloroso de la sufrida emigración, pero las palabras no eran anclas sino alas, y levantaban la fe. Martí había comprendido que era necesario, en aquella circunstancia de excepción, una profunda y pública meditación, que fuera a la vez una autocrítica.

Del ayer había que extraer una experiencia para afrontar el presente. Sabía bien que el pasado es instrumento de métodos y durante muchos años había estado estudiando, paso a paso, la revolución del 68, analizando sus tropiezos, sus debilidades  y  meditando  sobre las causas de aquel final de los años epopéyicos. 

En plena juventud había escrito al General Gómez, a la manigua, confesándole desde Guatemala que ansiaba ser cronista de la guerra, ya que los males físicos contraídos en las canteras lo tenían dolido y atado. 

Con nombre supuesto viajó a La Habana, desde México, y pudo conocer en el corazón mismo del poder de la metrópoli en la Isla el pulso de la guerra. Ahora, la madurez de su pensamiento, de su coordinación revolucionaria le permitía actuar. Tenía que eludir en Tampa el ayer y tenía que aludir a la situación de algunos combatientes del ayer.

Su discurso fue, no obstante, esta revisión del ayer, una oración de esperanza. “Para verdades trabajamos, y no para sueños”, advirtió. Y agregó, en otro momento: «Las palmas son novias que esperan: ¡y hemos de poner la justicia tan alto como las palmas!”.

Sus palabras finales fueron, en verdad, el clamor de un pueblo. Sacudieron en emoción, en firmeza patria, a los concurrentes a la magna asamblea: «Alcémonos de manera que no corra peligro la libertad en el triunfo, por el desorden o por la torpeza o por la impaciencia en prepararla.»… «Y pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula de amor triunfante: Con todos, y para el bien de todos.”

«A pie y descalzo”

Tanto impresionó el discurso fundador de Martí en Tampa, que de él surgió el partido de la revolución, la agrupación de los cubanos revolucionarios en un solo frente, que muy pronto se llamaría Partido Revolucionario Cubano, e iba a tener en el periódico «Patria» su vocero.

El discurso fue el punto de partida para toda la acción coordinadora de la revolución. Manos, entusiastas lo imprimieron y lo hicieron circular. Querían que todos los cubanos se enteraran de las palabras de Martí. Llegaron, también, ejemplares, a los cubanos que adentro de Cuba, en el riñón mismo del poder colonial, padecían la falta de libertad.

Estos cubanos, entre ellos Ramón Roa y Enrique Collazo, se sintieron sacudidos por alusiones que estimaron se referían con desdén a una estampa que Ramón Roa había acuñado con el título de un libro suyo sobre la guerra del 68: «A pie y descalzo». Era un relato crudo y vivo de las penalidades de la guerra pasada. Roa y Collazo reaccionaron con pasión, porque así había que reaccionar sobre un tema apasionante de amor cubano.

Ramón Roa había hablado con Martí cuando Martí iba en su segundo destierro, después de haber sido detenido como responsable, en la isla  de la reanudación de las acciones militares, lo que la historia iba a calificar más tarde como Guerra Chiquita. Ros iba a demandar el cumplimiento de unas cláusulas secretas del Pacto del Zanjón. iba Martí en el mismo barco, reanudando la tarea bélica, en la que Roa había sido actor. Era un conflicto de puntos diversos animados de un igual patriotismo ardiente. Roa era una estampa romántica y a los ojos de Martí adquiría aquel prestigio que en la letra pone la sangre heroica. Roa aparte de escritor había sido combatiente.

 Su grado era alto, había actuado junto a Agramonte y Máximo Gómez, había servido dos carteras importantes en el gobierno republicano en la manigua, era un poeta y un soldado a la vez. Enrique Collazo, también era un combatiente distinguido. Cinco años mayor que Martí, había dejado las aulas de la Escuela de Artillería de Madrid por los campos sangrientos de la manigua heroica. Tenía garra y fibra de escritor. 

Roa y Collazo habían continuado siendo amigos en los años que habían seguido al Zanjón. Vivían angustiados y rumiaban sus ansias de libertad patria, heridos en sus decoros de hombres amantes de la libertad. Cuando leyeron el discurso de Martí en Tampa resolvieron responder. Collazo asumió la respuesta. Roa no debía contestar directamente para que no se viera que era simple reacción ante las alusiones en su tesis sobre la guerra del ayer.

«…Para morir en su defensa»

La carta de Enrique Collazo llegó a Nueva York cuando Martí había completado ya, con ejemplar laboriosidad abnegada, la tarea de conjuntar los clubs para la tarea revolucionaria y de la acción unida. 

La carta pública hería mucho más a un hombre que se levantaba como símbolo y figura máxima de la agrupación de los núcleos revolucionarios. Por eso la respuesta de Martí no podía ser tibia. Por eso su respuesta a Collazo fue ardiente, elevada, aleccionadora.

Noviembre y diciembre de 1891 y esos primeros días de enero de 1892 habían sido los de la fundación. Cayo Hueso había aprobado las Bases del Partido Revolucionario Cubano y el 8 las había aceptado la “Liga Patriótica de Tampa”. Estaba el Partido, el instrumento, el frente común revolucionario. En ese momento había llegado la carta pública de Enrique Collazo.

Martí le escribió: “Señor: Amargo es el deber de censurar públicamente a quien desalienta a su pueblo en la hora en que parece que van a serle muy necesarios los alientos”. La respuesta de Martí surgió animada de encendimiento y de cubana pasión, esa salvadora pasión que siempre ha escrito las páginas mejores y las acciones fundadoras.

 “Echemos atrás, señor Collazo, las guerras de personas, o de corrillo imperial desdeñoso, o de casta cegata y empedernida; y echemos, señor Collazo, adelante las guerras públicas y generosas”.

La carta era como un puñal en aquellos momentos y había que colocarlo junto a la cruz de conchas finas que le habían regalado, con amor, los cubanos de la emigración floridana.

Por eso, en el patetismo final Martí escribió: “Creo. Sr. Collazo, que he dado a mi tierra, desde que conocí la dulzura de su amor, cuanto hombre puede dar. Creo que he puesto a sus pies muchas veces fortuna y honores. Creo que ya no me falta, el valor necesario para morir en su defensa”.

De ahí, de esa carta fechada a comienzos de 1892, se ha hecho partir el argumento del “suicidio” de Martí, tres años más tarde en Dos Ríos.

Error de un Film

En la carta de Collazo las alusiones a Martí, como «Capitán Araña» eran evidentes. Terminaba en la carta imaginando Collazo que, cuando volviera a encenderse la guerra Martí continuaría predicando la acción, pero sin acudir al combate.

Cuando se efectuó la coordinación final de las escenas de la película «La Rosa blanca», donde tanto amor puso el gran director Emilio Fernández, se colocó la escena de la reacción da Martí ante la carta de Collazo, casi junto a la partida de Martí a los campos de Cuba en armas. La estela del barco que lo llevaba al sacrificio se confundía casi con la escena —cinematográficamente magnífica— del Martí enfermo, enfebrecido y patético, que dicta la respuesta a Collazo. 

El espectador tiene la impresión de que el viaje de Martí es impulsado por esa pública cita de Collazo ante el sacrificio. Y entre la realidad cinematográfica y la realidad histórica hay nada menos que tres años fundamentales y es en esos tres años definitivos que sucede el humano milagro de la coordinación revolucionaria.

Sin perjuicio del efecto dramático del film —muy hermoso, muy humano y muy emotivo en otros aspectos— pudo colocarse una escena que pudo tener superposición de imágenes, siendo fiel a un hecho histórico necesario: el desastre de Fernandina, la orden contra los barcos de las tres expediciones que ya se movían coordinando la acción revolucionaria libertadora. Esa escena, que faltó en el film, pudo mostrar la verdad histórica indispensable ante la carta de Collazo, pudo situarse, de acuerdo a testimonios y testigos, en esa habitación del hotel “Travelera”, de Jacksonville, donde se había refugiado Martí huyendo del asedio de espías, agentes y policas. Allí, junto a Martí, confortando al conjuntador de las expediciones libertadoras, que habían caído en los lazos tendidos por la traición, estaba precisamente Enrique Collazo, con Loynaz del Castillo, Rodríguez, Rubens y Queralta; ese mismo Collazo que había dudado un día del valor de Martí y que ahora, ante lo, hechos, hacía tiempo que no solamente ya no dudaba sino que era uno de los colaboradores más resueltos y uno de los defensores más firmes de Martí. 

Había escrito Collazo la carta desde La Habana pero en el exilio había aprendido bien el valor extraordinario de ese hombre conjuntador de la revolución. Sabía que Martí era tan valeroso en la tribuna como enfrentándose a las mayores dificultades y peligros materiales, y tanto, que había organizado tres expediciones a barbas mismas de los espías españoles. 

Por eso, cuando se trató de embarcar hacia la tierra quisqueyana, para recoger a Máximo Gómez, y de ahí enfilar hacia la tierra prisionera, Enrique Collazo, el autor de la carta de 1892, pidió, como honor y honra, ir junto a José Martí, su amigo y compañero en la empresa grande.

La vida tiene circunstancias curiosas. Enrique Collazo, que había pronosticado en su carta apasionada que Martí nunca iría a la manigua combatiente, y después de la reunión con Máximo Gómez, tuvo que regresar con Mayía Rodríguez y con Manuel Mantilla hacia los núcleos de la emigración. Su presencia era más importante en la emigración para organizar las próximas expediciones. Y Martí cabeza orientadora de la revolución, fue a la manigua, para continuar encauzando, desde adentro el movimiento insurreccional.

La enfermedad

Los males físicos los ha superado Martí en esas marchas agotadoras, que a él no lo agotan. Máximo Gómez ha dejado constancia en su diario de campaña de esa voluntad de luchar de Martí, que asombra los soldados experimentados. Su voluntad es de vida y no de muerte. No hay razones físicas para querer morir, porque este hombre es espíritu indomable. Ha derrotado sus muchos achaques físicos, con la fuerza de su voluntad de servir a la revolución. No siente sus males. Se multiplica: cuida heridos, atiende a corresponsales extranjeros, ordena, vigila, alienta a las tropas, redacta circulares, está en todo. 

Otro 

argumento

Un argumento más ha sido esgrimido. Martí, sabedor de que iba a morir redactó su testamento literario, encomendándoselo a su discípulo Gonzalo de Quesada y Aróstegui. Todo hombre sensato redacta, en la madurez, su testamento y el hecho no prueba que desea morir, sino que es previsor. Con mayor razón debía serlo Martí que tenía una obra dispersa. Una de las preocupaciones y desvelos de todo escritor, aun sin partir a ninguna empresa riesgosa, es ordenar su obra. El escritor lo hace a menudo. Con mayor razón debía hacerlo Martí que era capitán de una empresa revolucionaria. 

Las palabras 

dilucidadoras

Pero son las propias palabras de Martí el mejor argumento. En las cartas de Martí o sus íntimos, a sus amigos y compañeros, a Carmen Miyares y a María y Carmen Mantilla, hay suficientes testimonios de su amor profundo a la vida. Confiesa, en ellas, que nunca ha sido tan feliz. Llega a decir que solamente la luz es comparable su felicidad de sentirse útil, querido, seguido en la empresa magna.

Su último documento, aquella carta inconclusa a su amigo de México, a su hermano del alma, Don Manuel Mercado, es un testimonio final y definitivo de su voluntad de querer vivir. Le confiesa los peligros, pero le dice sus planes grandes y le advierte que se siente con ánimo para realizarlos: quiere impedir, con la independencia de Cuba, la expansión del vecino poderoso, y quiere estar vivo para poder lograrlo. Y le anuncia; “Seguimos camino, al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”. Estas son sus palabras. Hacia allá iba cuando la acción de Dos Ríos tronchó su vida material en arrebol de sangre. No quería morir, pero murió peleando, de cara al sol, y cayó junto a los otros soldados que cayeron en Dos Ríos, no como un suicida voluntario sino como un combatiente valeroso de la revolución.

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