Por el Dr. Emeterio S. Santovenia (1950)
El Manifiesto del 10 de Octubre. Primeras gestiones formales. Los Estados Unidos. En la comunidad internacional. La América Latina. La Gran Bretaña. La República Francesa. Vicisitudes en América. La continuidad de Empeños Creadores. Final.
EL MANIFIESTO DEL 10 DE OCTUBRE
Los movimientos en favor de la independencia de Cuba precedentes al iniciado el 10 de octubre de 1868 tuvieron matices internacionales. No era fácilmente olvidable el hecho de que a mediados del siglo la isla se había conmovido a consecuencia del alijo en sus costas de dos expediciones organizadas en el exterior. Ni había pasado inadvertida la iniciativa que concebida por el argentino Rufino de Elizalde en funciones de ministro de Relaciones Exteriores de su país y reiterada en los Estados Unidos de América por el chileno Benjamín Vicuña Mackenna, tendiera a repeler la agresión de España a repúblicas hispanoamericanas aislándola en Cuba y Puerto Rico, que era donde más podía dolerle el golpe. Los nombres de las Antillas por España retenidas bajo su dominación, por esas y otras razones circulaban como factores de conflictos y armonías internacionales.
La lucha encabezada por Carlos Manuel de Céspedes nació con la marca de lo internacional. El mismo 10 de octubre, e inmediatamente después de enarbolar la bandera de la rebeldía criolla, el nuevo caudillo firmó el manifiesto que había preparado para explicar al país y a las naciones las razones del grave paso que acababan de dar cubanos inconformes con el régimen colonial. El autor del documento, uno de los más transcendentales en la historia de Cuba, muy meditado y admirablemente redactado, logró en algún pasaje emular lo más hermoso de la declaración de independencia de los Estados Unidos. El aludido pasaje estuvo dirigido a despertar el interés universal en torno a la ínsula que se alzaba contra el poder metropolitano.
A la manera de Thomas Jefferson, Carlos Manuel de Céspedes advirtió que a un pueblo, llegando al extremo de degradación y miseria a que había descendido el de Cuba no era lícito reprobarle que echase mano a las armas para salir de un estado tan lleno de oprobio. El ejemplo de las grandes naciones autorizaba semejante recurso. Cuba no podía vivir privada de los derechos que gozaban otros países, ni consentir que se dijese que solo sabía sufrir. A los demás pueblos civilizados tocaba interponer su influencia para sacar de las garras de un bárbaro opresor a un pueblo inocente, e ilustrado, sensible y generoso. A esos pueblos civilizados, a la par que a Dios apelaban los cubanos que querían ser libres e iguales, como el creador hizo a todos los hombres.
El Manifiesto del 10 de Octubre de 1868 dejó trazada una orientación a la isla. Esta no debía encerrarse en sí misma en su lucha contra el régimen colonial. Razones de sobra militaban en favor de su aspiración a la independencia. Y siendo clara la sinonimia entre independencia y soberanía internacional, todo aconsejaba que los nuevos libertadores buscasen en el ámbito foráneo apoyo moral e influjo político en abono de la causa que armaba sus brazos.
PRIMERAS GESTIONES
FORMALES
Con el carácter de General en jefe del Ejército Libertador de Cuba y en compañía de los miembros de la Junta consultiva del Gobierno profesional, en la última decena de octubre de 1868 Céspedes se dirigió a William H. Seward, Secretario de Estado de los Estados Unidos de América. Expuso el alcance de los acontecimientos políticos y revolucionarios que se habían producido en la isla durante las dos últimas semanas, y demandó el empleo de la influencia de la Unión en favor de la emancipación de la rebelde colonia. Porque tal escrito estaba enderezado a un gobierno expirante, el presidido por Andrew Johnson, o por desafección de Seward a la revolución de Cuba, y que era lo más probable, y la apelación de los separatistas encabezados por Céspedes no produjo efecto alguno, salvo el de evidenciar que ellos deseaban promover el interés internacional acerca de lo que acá pasaba.
Advino en Washington la administración presidida por Ulysses S. Grant, el héroe militar de la Unión en la Guerra Civil, y Céspedes no estuvo tardo ni remiso en hacerse representar cerca de la nueva situación por José Morales Lemus, a quien designó delegado suyo el 18 de marzo de 1869. Con esta actitud previsora de Céspedes coincidió la de la Asamblea de Representantes del Centro, el organismo creado por los camagüeyanos cuando aún no habían logrado entenderse con los orientales y al dirigirse al presidente Grant en solicitud de que se apresurase a reconocer la independencia de Cuba. Sucesos de extraordinaria importancia, como fueron la reunión de la Asamblea Constituyente, la proclamación de la República y la adopción de su código fundamental, el 10 de abril de 1869, en Guáimaro, con la consiguiente elección de presidente de la República, trajeron consigo dos novedades de la mayor importancia: la unidad de todos los separatistas cubanos y la afirmación de su legítima representación diplomática en los Estados Unidos, recaída en Morales Lemus.
Por las fechas en que la República era organizada y el presidente hacía a Morales Lemus plenipotenciario de ella en los Estados Unidos ya en éstos había adelantado el propósito de darlos por enterados oficialmente, y para bien de los combatientes de la isla, de lo que en la misma ocurría desde el 10 de octubre de 1868. En el Capitolio de Washington, así en la Cámara de Representantes como en el Senado, o aquella idea se había manifestado en forma varia. En un proyecto de acuerdo sometido a la consideración de la Cámara se declaraba que el Congreso y el pueblo de los Estados Unidos no eran indiferentes a la lucha en que Cuba estaba empeñada para obtener su independencia, beneficio legítimo de que no le habían privado durante largo tiempo por efecto del influjo y poder de una nación monárquica y a causa de la existencia de la esclavitud de las razas de color en su seno. En un proyecto de resolución presentado en el Senado se aspiraba a autorizar al presidente para reconocer la independencia de Cuba tan pronto como hubiese en la isla un gobierno establecido por los cubanos.
Las gestiones formales que habían traducido el deseo cubano de obtener de los Estados Unidos el reconocimiento de la independencia proclamada en la isla cobró fuerza y prestigio con los actos históricos consumados en Guáimaro. Ya existía un Gobierno de Cuba por los cubanos. La proyección internacional de la República presidida por Céspedes, sobre hallarse favorecida por recientes antecedentes de entidades, eran una justa y previsora ambición de los fundadores que trabajaban en la mayor de las Antillas.
LOS ESTADOS UNIDOS
Los libertadores cubanos no limitaron sus aspiraciones en el orden internacional al lograr la cooperación de los Estados Unidos. Pero no ofreció dudas su propósito de recabar con ahínco una actitud favorable de la Unión. Razones geográficas, históricas y políticas explicaban esta prelación en sus cálculos y afanes. La cercanía de las costas de Cuba a las meridionales de los Estados Unidos resultaba un factor material en extremo apreciable en una revolución que necesitaba importar pertrechos de guerra y, para ello, obtener recursos y organizar expediciones en un país vecino. La abolición del trabajo servil en la Unión pesaba en el curso de los acontecimientos cubanos y ya tenía total correspondencia en el artículo de la Constitución firmada en Guáimaro que declaraba que todos los habitantes de la isla eran enteramente libres. La influencia política que una gran potencia democrática y republicana podía tener en Cuba estaba llamada a redundar en directo y decisivo beneficio para quienes combatían a sangre y fuego, con inmensos sacrificios de vidas y haciendas, por ideales semejante a los triunfantes en la patria de Washington y Lincoln.
José Morales Lemus y sus colaboradores realizaron esfuerzos pacientes y aun heroicos en busca de una actitud sinceramente favorable a la libertad de Cuba por parte del Gobierno de Grant. Oyeron promesas satisfactorias. Se les pidió que no desmayaran, ni ellos ni los que en la isla afrontaban a diario la muerte, y en el empeño emancipador. Pero la diplomacia dirigida por Hamilton Fish, secretario de Estado, se entretuvo en ensayar procedimientos que, en definitiva, se concretaron en el ofrecimiento de los buenos oficios de Washington a Madrid para elaborar soluciones que conocido el carácter de la política colonial de España, carecían de toda posibilidad de éxito feliz. En la esfera ejecutiva de la Unión con Grant en el papel de poder moderador, y no en el del factor determinante, los intereses y la pasión alrededor de la cuestión de Cuba tuvieron por opuestos capitanes al tortuoso Fish, conductor de las negociaciones llevadas a cabo en España, y a John A. Rawlins, Secretario de la Guerra, defensor acérrimo de la causa de los separatistas antillanos. Acontecimientos superiores a la voluntad humana condujeron a Rawlins hasta la tumba, y el día en que esto ocurrió, de duelo para Cuba no menos que para los Estados Unidos, y la suerte de los combatientes de la isla quedó despojada de toda buena esperanza en cuanto a los Estados Unidos.
El Congreso de la Unión fue más sensible que el Poder Ejecutivo a los clamores y sacrificios de los libertadores de Cuba. En el Senado y en la Cámara de Representantes continuaron circulando iniciativas enderezadas a precipitar los sucesos de Cuba en términos propicios a la independencia nacional. Pero frente a la conducta de la Casa Blanca en una época en que su principal ocupante, el Presidente gozaba de enorme influencia en la nación y se abstenía de usarla contra los intereses coloniales de España en América, la acción del Congreso se tras transmudó en omisión.
En medio de las vicisitudes afrontadas en los Estados Unidos por lo afanes en pro de la independencia de Cuba porciones muy respetables de la población de la Unión mostraron su adhesión a las mejores ansias de la isla. El pueblo en forma varia desde el acopio de recursos económicos hasta la exhibición de simpatías en resonantes actos públicos demostró que sus miras, elevadas y justas, distaban de ser análogas a la de sus gobernantes, colocados de espaldas a la necesidad de ensanchar en Cuba el área de la democracia republicana
EN LA COMUNIDAD INTERNACIONAL
Mientras en los campos de Cuba el sacrificio humano llegaba al ápice, y era sacrificio ofrendado en las aras patrias, en el exterior se producían sucesos significativos y edificantes. Los libertadores de la isla atraían hacia esta la atención universal.
Desde antes de constituirse en Guáimaro el estado político que era Cuba libre hubo en el vecino continente resoluciones y acuerdos oficiales que hablaban de fraternidad americana. En el primer trienio de la guerra de la isla contra España los libertadores conocieron alentadora asistencia internacional. Estas se originaron de modo diverso ya por actos unipersonales de hombres de alto oficio, ya por otras intervenciones colectivas a saber:
1.- A fines de marzo de 1889 el Gobierno de Benito Juárez dispuso que se admitiese en los puertos de México la bandera de los independientes de Cuba. Y el 5 de abril del citado año la Cámara de Diputados de la República autorizó al Ejecutivo federal para que reconociese a los cubanos como beligerantes.
2. Chile asumió la iniciativa por medio de su órgano Ejecutivo de solicitar de Bolivia, Perú y Ecuador manifestaciones favorables a la emancipación de Cuba y procuró que los Estados Unidos de América aprovechasen sus buenas relaciones con España para conseguir la regulación de la guerra hispano-cubana en términos humanos. Y el Gobierno de Santiago por declaración de 30 de abril de 1869, otorgó a los cubanos que lidiaban para obtener la independencia de la isla los derechos de beligerancia.
3. El Gobierno de Venezuela reconoció la beligerancia de los patriotas de la isla.
4. Mariano Melgarejo, presidente provisorio de Bolivia, en 10 de junio de 1869 decretó el reconocimiento de los separatistas cubanos como beligerantes, proclamó la legitimidad de los poderes públicos por ellos organizados y expresó la cordial simpatía de su patria a Céspedes y sus seguidores como primer homenaje a su espíritu americano.
5. Por resolución del presidente de la nación, José Balta, el 13 de agosto de 1869, el Perú reconoció la independencia de Cuba y con ella al gobierno republicano establecido en la isla. A esta determinación añadió Lima la de contribuir a ochenta mil pesos a un fondo destinado a auxiliar a los libertadores de Cuba.
6. Santos Gutiérrez, presidente de los Estados Unidos de Colombia, sancionó el 17 de marzo de 1870 la ley por la cual esta República reconoció a los patriotas de Cuba, en la contienda bélica que mantenían para asegurar su independencia, a todos los derechos de beligerancia sancionados por leyes internacionales en guerra ilegítima. El Senado de plenipotenciarios y la Cámara de Representantes que votaron la expresada ley colombiana se hallaban presididos por grandes americanos: Justo y Pablo Arosemena, Secretario de la Cámara era Jorge Isaac.
7. El Congreso Nacional Constituyente El Salvador por decreto sancionado el 13 de septiembre de 1871, reconoció como beligerante a Cuba en la guerra que sostenía contra España.
Los progresos alcanzados por la causa de Cuba libre la América continental de habla castellana pusieron de manifiesto su sentido de solidaridad hemisférica. La simpatía y adhesión declarada hacia los combatientes antillanos dilataba la proyección internacional de la República presidida por Céspedes. Y tan importantes como los acuerdos y resoluciones enumerados eran las opiniones emitidas alrededor de todo aquello por hombres de acción y de pensamiento de distintos países hispanoamericanos.
LA GRAN BRETAÑA
Los defensores de la independencia de Cuba no desatendieron la conveniencia de recabar de Europa la aceptación de su personalidad. Un viejo revolucionario, Cirilo Villaverde, lanzó la idea de que el reconocimiento de la vigilancia de los libertadores de la isla por los Estados Unidos debía abstenerse a través de la Gran Bretaña. Aparte la importancia que podía tener el hecho de que en Londres se tomase en cuenta la legitimidad de la lucha que ensangrentaba a Cuba, por esta vía seguramente los políticos de Washington, celosos de los británicos, sus rivales, se ablandarían y concederían por la astucia lo que resultaba imposible arrancarles con el ruego y los halagos. El pensamiento de Villaverde, atrevido y originalísimo, no enraizó en las direcciones de la política exterior de la República de Cuba. En cambio, ellos prestaron atención a la necesidad de conseguir la buena disposición de algunas naciones europeas.
El pueblo del Orbe Antiguo que primeramente fue solicitado por los independientes de Cuba fue el inglés. La República en Armas procuró obtener de la Gran Bretaña una actitud a ella favorable, siquiera fuese como mediadora en el sangriento conflicto de que era teatro el país antillano. Gran Bretaña a despecho del espíritu liberal que se le suponía, se halló muy lejos de tomar una decisión capaz de enfriar sus relaciones con España. A lo sumo, según se declaró en la Cámara de los Comunes, los ministros británicos solo realizarían gestiones encaminadas a mitigar los horrores de la lucha existente en Cuba.
Entre los esfuerzos cubanos desarrollados en pos de una disposición favorable de la Gran Bretaña sobresalió el administrado en Londres por Juan Manuel Macías, antiguo compañero de Narciso López en el empeño revolucionario y siempre tenaz agitador de la expiración emancipadora de su patria, ya en América, ya en Europa, lo mismo Nueva York que en Buenos Aires, y con no menos intensidad navegando por grandes ríos de los Estados Unidos que peleando en la ciudad de Cárdenas. Macías consiguió en Londres despertar interés por la causa de Cuba libre. Merced a su afanes, los periódicos The London Times, The Anglo American Times y The Foreing Times mostraron simpatías hacia los insurgentes cubanos y hacia lo que los mismos defendían heroicamente, pero de ahí no pasó lo mejor.
Ni la presencia en Inglaterra de un hombre de los enormes prestigios de Francisco Vicente Aguilera, prestando su aval a la actividad de Macías, pudo mover la sensibilidad británica, enfocada por los propulsores de la independencia de Cuba que creían en la solidaridad de las ideas liberales en el ámbito universal. La política exterior de Londres si no coincidía con la presunción de los combatientes cubanos. La insistencia de los revolucionarios antillanos en torno al Gobierno de la Gran Bretaña constituyó una evidencia más de la dilatada proyección internacional a que aspiraba el régimen republicano organizado en Guáimaro.
LA REPÚBLICA
FRANCESA
Los separatistas cubanos casi saltaron de gozo al recibir las primeras noticias relativas a la proclamación de la República en Francia. El 4 de septiembre de 1870 fue saludado por los hijos de la isla emigrados en los Estados Unidos de América como señal cierta de acontecimientos felices para quienes batallaban por sacar adelante en la Antilla Mayor principios políticos y sociales cuya excelencia en gran parte conocían por la historia gala. “La revolución”, el periódico que los defensores de la independencia de Cuba publicaban en Nueva York, se preguntó si Francia, la Francia republicana, se olvidaría de la hermana casi desconocida que tenía en el suelo de la isla. El club de la Liga Cubana, en mensaje redactado por Enrique Piñeiro, se dirigió a Julio Favre, ciudadano de la República francesa y su ministro de relaciones extranjeras, y para prestar el regocijo que luchadores de América experimentaban por el advenimiento del régimen acabado de instaurar en la nación gala y exponer el alcance de las aspiraciones de quienes en la constitución votada en Guáimaro tenían establecido que todos los habitantes de la isla eran enteramente libres.
Las esperanzas cubanas puestas en la política republicana de Francia eran grandes. Pero no duraron mucho. Pocas semanas después de la proclamación de la Tercera República gestiones de Emilio Kératry, Conde de Kératry, plenipotenciario del Gobierno de la Defensa Nacional cerca del de Madrid descubrieron feos propósitos de París respecto de la situación política de Cuba. Kératry habló con españoles prominentes en busca de ayuda para Francia. A Juan Prim, presidente del Consejo de Ministros, dejó saber que la República a cambio de un fuerte socorro en hombres garantizara a España la posesión de Cuba. ¿Estaba autorizado el Conde para hacer semejante promesa?. Cualquiera que fuese el grado de sus poderes, sus palabras, andando el tiempo debieron ser tenidas por impresión cabal de la actitud de la Tercera República en cuanto a lo que pugnase por consolidarse en Cuba.
La República de Cuba tenía agentes en Francia, desde antes de la caída del Segundo Imperio. Lo mantuvo naturalmente con mayores motivos. Aunque menudearon la discrepancia entre tales personeros.
Francisco Vicente Aguilera, máxima autoridad moral entre los cubanos tenaz y abnegadamente en pos de la cooperación de Francia. Los resultados a que llegó no modificaron la posición de la tercera República Francesa de nota, algunos de notoria influencia en la órbita oficial, se mostraron propicios a la idea de ayudar a los combatientes antillanos.
VICISITUDES
EN AMÉRICA
En 1872 el Gobierno de Colombia asumió la iniciativa de promover un concierto de las repúblicas americanas con la finalidad de precipitar la cesación de la guerra en Cuba.
La nota colombiana habló de autonomía. Pero lo cierto fue que la gestión dirigida por Bogotá, según el contexto del documento suscrito por Colunje, se llevó adelante con la mira de obtener que Cuba ascendiese a la condición de nación soberana. Para esto, siendo necesario satisfacer a España una indemnización por su retirada de la Isla, las repúblicas americanas debían reunir a prorrata, la suma que se estipulase. El proyecto colombiano que nacionalmente contaba con antecedentes muy instructivos fue recibido de modo vario por los demás países libres de un nuevo mundo. En definitiva, naufragó en un mar de reservas y abstenciones, bien que dejando en alto en lo concerniente a Bogotá el espíritu de cooperación americana nutrido allí en servicio directo de la emancipación de Cuba.
En el Perú hubo permanente representación de la República de Cuba. El primer legado fue Ambrosio Valiente, que recibió del Gobierno de Lima la donación de ochenta mil pesos destinados a la causa de Cuba. Luego asumió la plenipotencia Manuel Márquez Sterling. Estos ciudadanos verdaderos cofundadores de la diplomacia cubana, supieron responder con elevada dignidad a la consideración a su patria guardada en la República del Pacífico que ayudó a la naciente en el Caribe con expresiones fervorosas y con dinero, con alguno de sus hijos heroicos y con actitudes ejemplares.
Los cubanos que seguían apreciando la gran importancia de que su República se proyectase internacionalmente vieron la conveniencia de que delegados especiales visitasen algunas de las naciones del continente. La menciones de distinta naturaleza conducidas por Manuel de Quesada, Antonio Zambrana y Enrique Piñeiro se ajustaron a criterio apuntado. Y en estados hispanoamericanos del Pacífico se dejó sentir en forma amable y en más de algún caso memorable, la acción inteligente de patriotas empeñados en exponer y exaltar las razones que militaban en favor de la transformación político social de Cuba.
En la nación de Washington y Lincoln creó Hamilton Fish una escuela adversa a los intereses republicanos de la Isla. Los defensores de estos intereses en la Unión Miguel Aldama, José Manuel Mestre y José Antonio Echeverría, sucesores de José Morales Lemus, nos dejaban en el afán de trabajar la conciencia de los gobernantes estadounidenses para que adoptasen una actitud acorde con la historia y las instituciones de su propio país, señaló Mazzini. Pero eso fue baldío. También lo fue el hecho de que hasta 10 naciones de América Latina, México, Chile, Venezuela, Perú, Bolivia, Brasil, Colombia, Honduras, El salvador y Guatemala reconociesen la beligerancia de los revolucionarios cubanos.
Aquella escuela, la escuela de Fish, se levantaba siempre como un valladar infranqueable entre la legítima aspiración de Cuba libre y el lógico deber de los Estados Unidos. Y el pueblo de la Unión, inclinado a ver con simpatía y favor la abnegada lucha de los libertadores de la vecina ínsula, era impotente para variar los criterios dominantes en las esferas federales.
Las vicisitudes de la política exterior de Cuba republicana en América durante la década iniciada por la rebeldía de Carlos Manuel de Céspedes iban dejando enseñanzas de diversa índole. Lo peor de todo provino de la negativa actitud de los Estados Unidos, ya que de los mismos pudo salir, y no salió, una decisiva ayuda a los libertadores de la Isla. En las naciones situadas al sur del Río Grande las oscilaciones dependieron principalmente de las variantes de sus respectivas relaciones con España, puesto que la inclinación hacia la causa de la independencia de Cuba aumentaba o disminuía en la medida en que se aflojaban o estrechaban los nexos entre la extinta metrópoli y las repúblicas salidas de posesiones ultramarina suyas. De haber subsistido el criterio de Simón Bolívar que sujetaba la ayuda bélica del continente a Cuba el solo hecho de que en esta se manifestase un movimiento armado capaz de sostener un gobierno más o menos fuerte, la Antilla mayor habría logrado en cualquier momento a lo largo de nueve años la cooperación militar indispensable para acelerar la emancipación total del nuevo mundo. Pero la época que corría, las ideas de Bolívar y el peligro de la reconquista española para los países continentales se hallaban demasiado lejos, y la cooperación hemisférica no había cuajado lo bastante como para determinar la extensión de la soberanía de España en el Caribe.
EL CONGRESO AMERICANO DE JURISCONSULTOS
En medio de los desengaños y reveses que salían al paso de los esfuerzos cubanos en pos del reconocimiento de sus derechos a la independencia en la esfera internacional, mientras en la Isla hombres y mujeres y ancianos y niños sufrían en sus carnes y en sus honras los desafueros del régimen colonial, hubo una República hispanoamericana que se mantuvo fiel a su propia razón de ser conservándose leal a la amistad que brindó a los nuevos ciudadanos del hemisferio. El Perú, sobre ayudar a Cuba moral, política y pecuniariamente y darle héroes de la altísima calidad de Leoncio Prado, se afanó en contribuir a que los patriotas de la más occidental de las Antillas participasen en labores interamericanas con personalidad propia.
En 17 de octubre de 1876 el ministro de Relaciones Exteriores del Perú se dirigió al de Cuba libre, a fin de hacer a esta extensiva la invitación enderezada por su gobierno a los demás estados de América para la reunión del Congreso de jurisconsultos que debía instalarse en Lima con el objeto de uniformar en lo posible las legislaciones de los países de este medio globo. Los fundamentos exhibidos en la citada nota diplomática en favor de Cuba por igual honraron a la patria del firmante y a la del destinatario. El Gobierno de Lima recordó que él tenía reconocida desde hacía largo tiempo la independencia de Cuba, a la que consideraba incluida en el concierto de los Estados soberanos. No obstante las circunstancias en que se hallaba colocada la nueva nación, por efecto de la heroica lucha que aún sostenía, el Perú creía de su labor convocarla a tomar parte de la formación del Congreso de Jurisconsultos, llamado a hacer más estricta y provechosa la Unión de los estados del mundo de Colón, y esperaba que el Gobierno de los independientes de la Isla se apresuraría a designar el plenipotenciario que había de representar a la hermosa Antilla la conferencia ya aceptada por la mayoría de sus hermanas las repúblicas americanas.
Cuba agradeció y aceptó la invitación del Perú para la Constitución del Congreso Americano de Jurisconsultos. Y designó plenipotenciario suyo a Francisco de Paula Bravo con un prestigioso hombre de leyes y eximio procurador de la causa de la independencia patria.
Las gestiones y los trámites previos a la reunión del Congreso Americano de Juriconsultos culminaron en el protocolo de su sesión preparatoria celebrada en Lima, el 6 de diciembre de 1877. A este acto, presidido por el ministro de Relaciones Exteriores del Perú, asistieron plenipotenciarios de Bolivia, Argentina, Perú, Chile, Cuba y Ecuador. El de la República Argentina, José E. Uriburu, objetó la presencia del de Cuba según dijo, con dolor, pero cediendo a exigencias imperiosa de su posición a la sazón presente. La principal entre las reservas establecidas por Uriburu tuvo por fundamento de hecho el que Buenos Aires no había reconocido la beligerancia de los cubanos que luchaban por la emancipación nacional, hecho que la compelía a advertir que la misión de Bravo no implicaba en cuanto a la Argentina el reconocimiento, ni aún virtual, de la existencia del Gobierno de Cuba libre. Bravo expresó su pena por la actitud de la nación rioplatense respecto de Cuba, actitud que obligaba a su representante a consignar reservas sin duda legítimas, dada la forma rigurosa de las tradiciones diplomáticas, pero contrarias, en eficacia al objeto mismo del Congreso, y que al querer crear un derecho común para el hemisferio occidental, enderezaba sus esfuerzos, por encima de cualquier consideración externa, a estrechar la Comunidad de aspiraciones políticas y sociales de la gran familia americana. El ministro de Relaciones Exteriores y el plenipotenciario del Perú adujeron que su gobierno había reconocido la beligerancia y la independencia de Cuba, organizada políticamente como República, y los representantes de Chile, Bolivia y Ecuador expusieron que, si bien sus respectivos gobiernos no tenían reconocida la soberanía internacional de la isla, y ellos aceptaban los plenos poderes de Bravo por conveniencia americana. Y Francisco de Paula Bravo pudo tomar asiento legítimamente al lado de otros ilustres enviados de naciones americanas en una asamblea internacional ideada con la medida de mejorar la convivencia de los pueblos libres del Hemisferio.
La plenipotencia de Bravo sobrevivió a la República nacida en Guáimaro. Hasta mucho después de la disolución de la Cámara de Representantes y de la extensión del Gobierno creado en Baraguá, cuando ya no se oía el tronar de las armas empuñadas para defender la independencia de la isla, Bravo continuó laborando en el seno del Congreso Americano de Jurisconsultos siempre a nombre de Cuba libre. Todavía en la sesión del primero de marzo de 1880 el nombre de Francisco de Paula Bravo figuró entre los enviados que trabajaban en Lima para robustecer comunes ideales y aspiraciones a la par que las instituciones jurídicas de los pueblos americanos.
LA CONTINUIDAD DE
EMPEÑOS CREADORES
La presencia oficial de Francisco de Paula Bravo en el Congreso Americano de Jurisconsultos en representación de Cuba libre aún después de eclipsarse los poderes del Estado creado en Guáimaro tuvo el valor de homenaje póstumo a la heroica República mantenida desde 1869 hasta 1878 en los campos de la isla. Esta República estaba sepultada, pero solo sepultada, bajo los escombros de una lucha titánica. De su tumba, más aparente que real saldría como expresión de la voluntad de los patriotas a quienes Carlos Manuel de Céspedes había mostrado el camino del deber y de la redención. Así por lo menos pensaban aquellos que habían rendido sus armas, bajo circunstancias inexorables, con la esperanza de reanudar la pelea en día no lejano.
Si alguna duda pudo haber respecto de la dilatada proyección internacional de la Primera República organizada el 10 de abril de 1869 y mantenida durante casi una década a despecho de hostigamientos interiores e incomprensiones foráneas, el Congreso Americano de Jurisconsultos disipó tal excitación. Este Congreso significó mucho más que la benévola o afectiva actitud de tal o cual gobierno. En un esfuerzo por elevar las condiciones jurídicas de los pueblos de las Américas, el de Cuba, tenido ya por libre, y fue llamado a colaborar y colaboró con amor y sabiduría que hablaron de la capacidad de sus hijos para la vida propia.
Notable y prometedor fue en el recuento de méritos y virtudes de la Primera República la exhibición de aptitudes que permitieron a los cubanos expandir por la redondez de la Tierra el nombre de la patria y la legitimidad de sus aspiraciones a la soberanía internacional.
0 comentarios