Una semblanza del gran pintor
por Enrique Labrador Ruiz
Innumerables veces me he dicho en estos días qu si toda la gente que ha plañido por la muerte de Fidelio Ponce le hubiera comprado un cuadro, al cabo bien baratos para su valer y su valor, pues ¡hombre!, el pobre Ponce no se hubiera muerto de hambre como fue su muerte real, la muerte del buen artista, ya que morirse de hambre no es tanto dejar de comer todos los días como prescindir forzosamente de la cámara de oxígeno a su oportuna hora. Y digo el buen artista porque además de saber serlo es necesario demostrarlo en sus formas valerosas; desprecio al ignorante de toda calidad, menosprecio al rango de circunstancias, absoluto desdén por los ladinos acomodados, etcétera. Y vengan derrotas pero no adyecciones.
Da grima pensar cómo todo el mundo después que no hay que hacer nada en silencio, según Dios manda, sino con escándalo publicitario, empieza a lamentarse del “caso” Ponce, pero sin añadir que hay otros “casos” porque eso implicaría ayuda hoy, efectividad económica de algún modo y de lo que se trata es de cosa de trascendencia mañana: la postura protectora más barata.
¡Y la de protectores que me encontré la noche del velorio rondando al imbeato! Una muchacha, una señora, una muchacha más: unos tipos del comercio, unos tipos de no sé que otras actividades, otros tipos semejantes y cada protector con su media docena de ponces por lo menos a buen recaudo.
“Buitres –tronaba sordamente Luis Martínez Pedro–; los buitres que tienen la presa”. Ha trabajado con fiebre y fatiga, echando los pulmones, me recuerdan; según se acercaba la agonía los “protectores” proliferaron. Y otros compañeros:”Ponce era, después que tuvo su hijo, la mejor víctima para los mariscales del acaparamiento.
Cuando vivió su bohemia ¿qué le importa a él cinco o cincuenta? Su época de vino, su época de dormir donde cogiera la noche, ¿qué tenía que ver con la venta? Pero nacido Miguel Ángel Dominico y nacido como todos a pedir su leche y su pan a horas fijas y sus pies descalzos a reclamar desde el fondo de la conciencia del pintor algo para su inocente desnudez, el feroz Ponce, el Ponce de cáscara amarga, al atrabiliario, el maldiciente ¿a vender, a vender! Si a esto se agrega en últimas (en unas últimas muy largas) eso que se llama hemoptisis, asfixias…, complétese el amable cuadro.
He visto llorar a algunos pintores en el entierro del pintor; sabían por qué lloraban. Uno hubo que encargó unas flores (Carlos Enríquez aseguran) y su modestia irónica o una inmensa incertidumbre hizo poner en la cinta: “Aquí te espero: Modigliani”. Su sueño definitivo lo devana en tumba provisional; la hora de la resurrección le va a alcanzar allí. Pasa a la finitud como anduvo en el errante vivir; era toda alma y su destino como alma consistía en serle fiel a esa inconstancia levitadora que le ponía fuera de las necesidades terrenas, fuera del asunto humano, al margen de la mecánica de todos los días y de las nóminas placenteras y de las complacencias ministeriales secretariales, abominables de las oficinas y los departamentos. Se salvó del panteón y si hubiera tenido unos avisados cruzados de su causa también se hubiera salvado de otras peligrosidades póstumas. Lo digo sin pizca de retórica; esto es así; es decir, tiene que ser así.
Sin aire paródico de ninguna clase hablo de un Ponce no acongojado por el grotesco humorismo de los finales. El hizo algunas travesuras de cuyos ingredientes se satura la anécdota, la suelta incontinencia ante hipócritas, lo que desmoraliza al muñeco de paja de una virtud de poco alcance.
No entiendo con qué, el extravagante que era se inventaba viajes y más viajes. “¿Dónde estuviste?”, “Vengo de Londres y Marsella” . “Hay un cuadro mío en un museo de Oslo”. “¿Te gustó Oslo, de verás?”. Y la respuesta: “En Londres no pinté, mucha niebla…En Marsella, ya sabes, ¡las mujeres!… Mi cuadro del museo de Oslo es una doncella desnuda ¡Doncella!. Y yo delante” . “¿Cómo, en qué posición tú?” “Delante; mirándole por entre las piernas; así y se agachaba y se recogía. Y después: “¿Pero tú crees que un cubano como yo se va a desteñir?. Tampoco le hablé en inglés a nadie. Yo decía quiero caviar y me traían caviar, quiero de esto y de aquello ¡y ahí está!. En el museo de Oslo me dijeron: ¡Oye Ponce tu eres genial!
El artista había pintado la muerte desde todos los ángulos, en todos los sitios: la muerte al piano, la muerte en el jardín, las tísicas; la muerte en el tocador; en la gran cena, en el baile de máscaras, los cristos agonizantes; la muerte dulce o artera, pero nunca desnarigada o fea; si ridícula. Y era su rostro el que pintaba; el rostro suyo hecho del rostro de Alfredo y de Fidelio, el rostro del pintor secreto que dentro de él afloraba para nosotros. ¿Quién no vio alguna vez a Ponce soñando cuadros que es, como decir pintándolos ya secretamente, relatándolos? ¡Miren que chiquita más picúa! Tiene unos pies, y unos ojitos de rata, legañosos. Mi nombre retumbaba en su boca y él creía que yo no me llamaba más que así, de un solo golpe, sin pausa alguna. “Bueno, figúrate, ¡qué mamarracho es que se parece a mi, con esa nariz de vianda!” . Y su gran fealdad de hombre atormentado se iluminaba, se hacía buena, fabulosa, almibarada; se hacia bonita con sus muertes.
No entiendo alguno de sus críticos que esa eterna figura de Ponce, con sus altos guantes, con sus sombreritos a la moda, con sus cuellos de flor o tenebrosas de encajes blancos y cofias traslúcidas o afectadas de misterio sensible, de transparentes llamas, sonrisa inútil y perversidad de canapé abandonado no podía ser otra cosa sino la muerte misma en toda su apacible presencia, tomaron ellos, digo, el sesgo de la tontería interpretadora: “Es un caricaturista del deseo; un infatuado de la burla; un promotor de risas agrias”, sin comprender lo trágico de esos gestos dentro del cerco absesionante de sus preferencias.
Al haberle visto pintar, en ciclos de gran ardimiento y lucidez maestra, limpiando lo pintado con la punta del calcetín, interrogando y apostrofando lo que restaba de la embestida de su genio. (“¿Te crees que vas a ser hermosa, no? Si vieras como vas a ser…”) dando vueltas a elementales conceptos pictóricos, metiendo en rincones del lienzo la idea de espacio o en primer término desdoblamiento de tiempo, trasfondo de los esbozos muy madurados, otras singularidades de su oficio y de su pasión a tono con las mudanzas de un carácter pocas veces uniforme, le hubieran creído loco, blasfemo. ¡Y no! El sólo era un especialista de atrapar la más fugitiva faceta de eso que se opone a la negligencia y la invalidez cotidiana; fue un áspero escardador de las tinieblas con todo y su aspecto de banalidad y chocarrería, con todo y su sombrero hundido, con todo y su dudosa elegancia que a veces le daba por ostentar. ¿Qué quería Ponce? Nada. Un ser de irrealidad sin otra cortesía que la muy urbana de anunciar su desaparición a cada paso, no quería nada excepto que lo dejasen hacer los desatinos de su gusto (en pintura y el resto) con su cruz a cuesta, la única cruz gozosa y altanera, la cruz del derrochador. Se mofaba del fraude de la vida.
Vestía ahora la túnica del filósofo, ciertas subordinadas alegrías iban a tomar su cuerpo, crisoles de luz echaba a borbotones nacidos de sus espulgos y trapicheos de lector ansiosa hasta que la necesidad, en su forma más expresiva, él hacía decir: “Hoy me lo estoy figurando, vamos a comer a “la oriental”. Lo que no quería decir a la suntuosa manera oriental ni aun siquiera que fuese verdad que se comiera sino, posiblemente, que se iría. A “La Oriental”, calle de Zanja o por ahí; frijolitos negros, carne con papas, boniato frito; mesura y buena educación de gente que no pregunta mucho. Esa su especial fineza fue lo que se le hizo tal vez más sensible cuando ya postrado en el lecho que habría de ser su lecho mortuorio, tornóse preventivo y misericordioso hacia sus visitantes: “¡No te acerques viejo; todo esto está lleno de microbios, vuelan, vuelan!”
Ahora es cuando está vivo, entero y vivo y rescatado y nada ocioso. Para esto trabajó siempre la fortaleza decidida de su alma, el gigante espíritu a trechos aporreado y como esfera de reloj inútil, su derrochante facha de inquietador. Cuenta y réditos; él lo ha cobrado todo para ser en su punto el contradictorio de siempre, es decir, el hombre sin otro apuro como no fuera la necesidad de quedar.
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