PEDRO FIGUEREDO

Written by Libre Online

26 de julio de 2023

Por Jorge Quintana (1954)

Pedro Figueredo pertenece al patriciado cubano. Fue de la misma estirpe de Carlos Manuel de Céspedes, Francisco Vicente Aguilera, Ignacio Agramonte, Francisco Maceo Osorio, Miguel Jerónimo Gutiérrez, Eduardo Machado, Miguel de Aldama o José Morales Lemus. Eran ricos por la fortuna heredada, por lo que la habían incrementado. Disfrutaban de la vida a plenitud. Conocían el extranjero. Eran cultos. Sin embargo, no vacilaron en sacrificarlo todo, desde el dinero, la comodidad de una vida feliz, hasta la vida misma, por conquistarnos una patria libre donde el militar respete al civil, donde la dignidad plena del hombre de que hablaba José Martí sea objeto de veneración o culto, una República sin cuartelazos alevosos, sin mandonería odiosa, una República libre, demócrata, justa. Eran cubanos de otra estirpe, que amaban la libertad y practicaban la justicia. Eran cubanos severos consigo mismo, disciplinados, formales, respetuosos del derecho ajeno. Eran cubanos que repudiaban la demagogia y adoraban a la democracia.

Perucho Figueredo, que es como mejor se le conoce en nuestra historia, fue de estos. Nació en casa rica el 29 de julio de 1819. Era el primogénito del matrimonio Ángel Figueredo y Pavón y Eulalia Cisneros. En el hogar bayamés recibió los primeros efluvios de una casa culta. En la ciudad natal irá al colegio para aprender las primeras letras. Y allí, en los bancos, conocerá a Carlos Manuel de Céspedes y a Francisco Vicente Aguilera. Desde temprana edad se le descubre una innata vocación por las bellas artes, especialmente por la música.

En 1834 los padres le envían al colegio de Carraguao, en la capital de la isla. Este colegio gozaba de alguna reputación, entre los bayameses, entre otras razones porque allí daba clases un bayamés distinguido: José Antonio Saco. En el Colegio de Carraguao el bayamés Pedro Figueredo gana reputación de inteligente y valiente. Le apodan «El gallito bayamés». Allí cursó los cuatro años del bachillerato, obteniendo el grado de Bachiller en Filosofía. Inmediatamente los padres tomaron una decisión: la de enviarlo a Barcelona a estudiar la carrera de abogado. Allí estaba también su viejo compañero de aulas Carlos Manuel de Céspedes. Gobernaba a la sazón Isabel II, quien hallábase empeñada en la liquidación del movimiento carlista que durante algunos años había ensangrentado su reinado.

Al mismo tiempo que iba ilustrándose en los textos del derecho, los códigos y los procedimientos, estudiaba con tanto o más ahínco, el piano, distinguiéndose por la facilidad con que solía componer alguna que otra pieza. Tenía además excelente voz y más de una vez puso los versos para la música compuesta por él.

En 1842 se graduó de abogado. Inmediatamente se trasladó a la Universidad Central de Madrid donde incorporó su título. Después se dedicó a recorrer varias ciudades europeas. En 1843 ya estaba de receso en su patria el licenciado Pedro Figueredo y Cisneros. En Bayamo, su ciudad natal, contrajo matrimonio con la señorita Isabel Vázquez y Moreno. De aquella unión nacieron once hijos, de los cuales ocho fueron mujeres y tres varones. En 1844 solicitó en la Real Audiencia de Puerto Príncipe la incorporación de su título. 

Por esta época todo indica que proyecta ejercer la abogacía, pero los tiempos no lucían propicios para el ejercido del derecho. Mientras O´Donnell ahogaba en sangre la llamada conspiración de La Escalera, otros patriotas organizaban conspiraciones que culminaban en trágicos fracasos, con su saldo terrible de muertos y perseguidos. Narciso López, separado del ejército, estaba organizando un movimiento en la mina «La Rosa Cubana», entre Cienfuegos y Trinidad. En la Habana eran los Aldama, los Delmonte y otros los que auspiciaban movimientos reformistas, precursores del independentismo. En los Estados Unidos estaban ya Teurbe Tolón y otros poetas, a los que poco después habría de unirse Cirilo Villaverde. Perucho Figueredo no era ajeno a estas influencias, todo lo observaba atentamente. Las persecuciones españolas desatadas ferozmente contra todos los que lucían como sospechosos de simpatizar con los movimientos de Narciso López, llegaron hasta Bayamo. Carlos Manuel de Céspedes, tuvo que trasladarse para Manzanillo: Bernardo Figueredo se mudó para Camagüey y Perucho Figueredo vino para La Habana.

El 30 de marzo de 1856 solicita de las autoridades españolas en la capital de la isla le autoricen para incorporar su título de abogado, para lo cual lo remite al Excelentísimo Ayuntamiento de La Habana para que tome razón. Al año siguiente, en unión de José Quintín Suzarte y Domingo Guillermo de Arozamena comienzan a publicar «El Correo de la Tarde». En él colaboran el Conde de Pozos Dulces, Fornaris Vélez, Valdés Aguirre, Ricardo Delmonte, Miguel de Cárdenas, Márquez, Mendive y Navarrete. El gobierno los persigue implacablemente. No importa que en aquella redacción haya logrado reunirse lo más granado de la intelectualidad cubana residente en su patria. No importa que «El Correo de la Tarde» pague puntualmente las multas que le imponen. La persecución culmina en la suspensión de la publicación por disposición de las autoridades.

Regresa a Bayamo con toda su familia. Su pariente Fernando Figueredo, que lo conoció por esta época, lo recuerda perfectamente. Era «alto, delgado, de cuerpo esbelto y de elegantes formas, de andar precipitado, aunque airoso y agraciado. Su figura era autoritaria y sus maneras distinguidas. Era un hombre cultísimo, de carácter dulce y comunicativo. Su semblante, acariciado siempre por una sonrisa, daba a su fisonomía el más simpático de los aspectos. Su figura era atractiva, y dominante, y al hablar, al sonreír, mostraba una doble fila de dientes parejos, que semejaban perlas, que se enorgullecían en mostrarse por su perfección».

En «Las Mangas» se instala Perucho Figueredo con toda su familia. Sus padres han muerto y la herencia cuantiosa necesita repartirse. Con sus hermanos fomenta un ingenio. Tiene una obsesión: la de convertir aquella fábrica de azúcar en el ingenio mejor instalado de Cuba. Y lo logró. Abolió los castigos corporales a los esclavos, procurando, por todos los medios, suavizarles su condición. En 1861 viene a Bayamo, como Alcalde Mayor, Gerónimo Suárez Ponte, «hombre adocenado y de escasa instrucción» al decir de Fernando Figueredo. Inmediatamente Perucho Figueredo se dio a la tarea de redactar un memorial que suscribió, conjuntamente con otros vecinos notables de la localidad y envió al Gobernador Superior, demandándole el relevo de aquella autoridad incapaz. Las autoridades superiores consideraron aquello como una ofensa y dispusieron que se le encausase. El Fiscal de la Alcaldía era Francisco Maceo Osorio. A pesar de que simpatizaba con Figueredo, no le quedó otro remedio que organizar el proceso y hacer que lo juzgaran. Al fin logró que se le condenara a catorce meses de arresto, fijándole su residencia para cumplirlos, teniendo en cuenta, que el sancionado desempeñaba el cargo de Subdelegado de Marina.

A Perucho Figueredo aquello le pareció una arbitrariedad y no quiso admitir que el licenciado Maceo Osorio había actuado más que para perseguirle, para ayudarle. Por el momento se distanciaron los dos ilustres bayameses y sólo el patriotismo de ambos fue capaz de lograr que se volvieran a reunir en la amistad y en el empeño de dar a Cuba un régimen de libertad y justicia.

Durante catorce meses permaneció sin salir de su casa, el licenciado don Pedro Figueredo. Aquel encierro forzoso lo aprovechó para estudiar táctica, militar, escribiendo, al mismo tiempo, algunos cuadros de costumbres cubanas.

En 1867 la Gran Logia Masónica de Colón y Las Antillas, con sede en Santiago de Cuba, envió a Bayamo dos comisionados para organizar la masonería en esta ciudad. El abogado Don Leopoldo Arteaga y el maestro Manuel Ramón Fernández fueron los comisionados. En Bayamo encontraron magnífico ambiente para sus proyectos. Desde luego tropezaban con un inconveniente y era que todos los vecinos estaban divididos en dos bandos. Unos eran amigos del licenciado Francisco Maceo Osorio y otros eran amigos del licenciado Pedro Figueredo. Los comisionados masónicos se propusieron salvar aquella dificultad y lograron que Maceo Osorio y Figueredo se dieran un abrazo, dando por liquidadas todas las diferencias. Nunca un abrazo fue más oportuno y fecundo. Al rehacerse la amistad se iniciaron los esfuerzos para organizar la conspiración que culminó en el movimiento de 1868. Sobre todo, que Francisco Vicente Aguilera había sido muy útil en aquellas gestiones. En agosto de 1867 quedó constituida la Logia «Redención». Como Venerable Maestro fue electo Francisco Vicente Aguilera; como Primer Vigilante, Francisco Maceo Osorio y como Primer Orador, Pedro Figueredo. Muy pronto Maceo Osorio y Figueredo estaban ya planeando organizar, al margen de la masonería, un movimiento conspiratorio. Francisco V. Aguilera fue incorporado a la conspiración. Y poco después ya se contaba con Carlos Manuel de Céspedes que dirigía también otra logia en Manzanillo.

Fue, por esta misma época, cuando Francisco Maceo Osorio propuso a Figueredo que, ya que era el músico del grupo, se encargara de componer un himno de guerra que fuese como nuestra Marsellesa. Figueredo aceptó el encargo y al día siguiente se presentó con la pieza solicitada.

El Comité de Bayamo se muestra muy activo. Por de pronto se han extendido a toda la provincia. En septiembre convocaron para una asamblea en la finca de Figueredo. Allí se acordó que la jefatura suprema, en Bayamo, lo ostentara Francisco Vicente Aguilera y que Figueredo y Maceo Osorio actuasen como sus auxiliares. Además, cada uno de los presentes se comprometió a armar veinticinco hombres y tenerlos listos para el instante en que se recibiese aviso de sublevarse. Unas semanas más tarde Figueredo fue enviado a La Habana para entrar en contacto con los conspiradores de la capital. Figueredo se entrevistó con Aldama y los demás conspiradores habaneros. A su regreso a Bayamo, Aldama le obsequió con un revólver de fabricación rusa, que tenía, en la punta del cañón, una Bayoneta.

El 8 de mayo de 1868 Perucho Figueredo entregó al maestro Muñoz la música de su Himno, pidiéndole que la tocara en el Te-Deum que habría de celebrarse en la fiesta de Corpus Christi, señalada para el mes de junio. A este acto asistió el Gobernador Julián Udaeta. Cuando escuchó aquella música el Gobernador Udaeta advirtió, inmediatamente, su espíritu bélico. Una vez,  en su casa, mandó a llamar al músico Muñoz, preguntándole por aquella música y quién era su autor. Figueredo había autorizado a Muñoz a decirle a Udaeta, que era él quien la había compuesto. Y Muñoz no tuvo reparo alguno en comunicárselo al Gobernador. Inmediatamente el Gobernador mandó a llamar a Figueredo y este, apenas llegó a su presencia se declaró autor de la música, pero negó que fuese un himno de guerra. Cuando el gobernador quiso insistir, Perucho Figueredo le arguyó que en esa materia de música la autoridad era él, que conocía música no el Gobernador. Y este, a pesar de todas las reservas, decidió no molestar más a Figueredo, a quien, por otra parte, trataba de atraérselo.

El 4 de agosto de 1868 se reunieron en San Agustín de Rompe. Entre los conspiradores esta reunión es conocida como la Convención de Tirsan. Asisten delegados de Manzanillo, Tunas, Bayamo, Holguín y Camagüey. Se acordaron las bases para llevar a cabo un plan insurreccional, designándose una Junta integrada por Carlos Manuel de Céspedes, Salvador Cisneros Betancourt, Vicente García, Perucho Figueredo, Francisco Vicente Aguilera, Carlos Mola, Francisco Maceo Osorio y tres más. 

En esta Junta, como se puede observar, los bayameses tienen mayoría. Perucho Figueredo y Carlos Manuel de Céspedes abogaron por que se fijase la fecha del levantamiento dentro de treinta días. Los conspiradores fijaron el primero de septiembre, pero luego, ante las objeciones de los camagüeyanos, que se negaban a reconocer esa fecha, la pospusieron, en una nueva reunión celebrada en la finca Muñoz, en Tunas, para el 24 de diciembre.  Carlos Manuel de Céspedes había logrado ya un acuerdo que aun cuando el Comité fijase una fecha, si alguno de los comprometidos, por delación o cualquiera otra circunstancia, tenía que adelantar la fecha  fijada lo haría y los demás quedaban obligados a secundarle. Finalmente, la fecha escogida fue la del 3 de enero de 1869, adelantándose nuevamente y fijándose la del 14 de octubre.

En su finca «El Mijial», Luis Figueredo está prácticamente sublevado desde aquel día en que un colector de rentas fue enviado desde Holguín para reclamarle un adeudo y Luis Figueredo lo hizo arrestar, consultando a Perucho Figueredo el caso, quien le ordenó que lo fusilara. Luis Figueredo optó por ahorcarlo. La noticia, como es de suponer, produjo en Holguín la consiguiente alarma.

El 10 de octubre Carlos Manuel de Céspedes se sublevó en La Demajagua. Alegando que había sido descubierto y mandado a arrestar, se adelantó, dando el grito de insurrección y enviando   aviso a los otros jefes para que le secundaran. En su finca «Las Mangas» Pedro Figueredo se dispuso a secundarle. Por de pronto, los días 11 y 12 los aprovechó Figueredo en hacer circular, intensamente, la noticia de la sublevación de Céspedes, en la ciudad de Bayamo. El Gobernador Udaeta decidió enviarle a Figueredo una comisión que le ofreciera el indulto en su nombre. Entre los comisionados figura Tomás Estrada Palma. El 15 los comisionados se entrevistan con Figueredo en «Las Mangas». A ellos les informó éste que había ya tomado una decisión que era la de secundar a Céspedes y que partía inmediatamente a unírsele. Estrada Palma decidió abandonar a los comisionados y unirse a Figueredo. Al día siguiente salen para Jiguaní. Allí recibe aviso de Céspedes de que lo espera en Barrancas. Para ese lugar se dirige inmediatamente, encontrándose con Céspedes y Marcano, que ya planeaban el ataque a Bayamo. El 17 se inicia el avance y el 18 todo está listo para el asalto final. Antes de partir de «Las Mangas», Figueredo ha buscado a su mujer Isabel Vázquez. Ya en su presencia le dijo que a sus hijos Gustavo, Ángel y Candelaria se los lleva, encargándole cuide de los demás. La pobre mujer escuchó sin una protesta aquella decisión del esposo, pero inmediatamente le preguntó qué iba a hacer con Ángel, que solo tenía 10 años de edad. Perucho Figueredo, con mucha calma, le informó:

—Servirá para llevar las bridas de las acémilas…

La pobre mujer tuvo que resignarse. Candelaria ya había sido designada abanderada de aquel grupo de patriotas.

El 18 Céspedes inicia formalmente el ataque a la plaza de Bayamo. Con sus fuerzas dirigidas por Marcano, ataca por el Norte. Perucho Figueredo tiene órdenes de atacar por el Sur. Los españoles acorralados, sin agua y sin víveres, se refugian en el cuartel de infantería. Allí los cercan los cubanos. Perucho Figueredo lanzándole petróleo y dándole fuego, los obliga a rendirse. Durante todo el día 19 y 20 los españoles han resistido el asedio, pero el 21, por entre las llamas que provoca el petróleo encendido, izan la bandera blanca. Udaeta figura entre los presos y es conducido a la cárcel. Sobre su corcel de guerra Perucho Figueredo ha compuesto la letra para aquel himno que comenzara a popularizar el maestro Muñoz. La música ya la conocen los bayameses. Ahora se aprenden rápidamente la letra. Desde su celda, en la cárcel, el Gobernador Udaeta escucha la música y la letra compuesta por Figueredo y exclama:

—¡No me había equivocado! Era música de guerra…

El 4 de noviembre de 1868 los camagüeyanos se suman al movimiento bayamés. Luis Marcano, designado Teniente General, nombra, como su segundo, con el grado de mayor general a Pedro Figueredo, encargándole de la jefatura de su Estado Mayor. Inmediatamente el general Figueredo situó su cuartel en Bayamo. El 11 de enero de 1869 las defensas cubanas han sido rotas por el salvaje avance del tristemente célebre conde de Valmaseda, el maestro de Weyler. Al día siguiente los bayameses inician el abandono de la ciudad. Personalmente el general Figueredo, seguido de sus hijos, prende fuego a su casa. Otro tanto hacen Maceo Osorio y Carlos Manuel de Céspedes. Cuando salen de Bayamo, por todas partes un voraz incendio destruye la ciudad. Los españoles entran, pero sólo para hallar ruinas humeantes.

El 10 de abril el general Figueredo figura entre los que acompañan a Céspedes al pueblo de Guáimaro donde se habrá de reunir la Asamblea de Representantes del Pueblo de Cuba, integrada por delegados de Oriente, Camagüey y Las Villas, que eran, por entonces, las únicas provincias sublevadas. En Guáimaro resulta electo Subsecretario de la guerra haciéndose cargo de la Secretaría cuyo titular es Francisco Vicente Aguilera. El 10 de julio de 1869 el Gobernador Superior Político dispone que Pedro Figueredo quede comprendido también en el artículo primero de la circular del 20 de abril de 1869, por la que se le embargan los bienes.

En los primeros días de enero de 1870 la Cámara depone al mayor general Manuel de Quesada de su cargo de jefe supremo del Ejército Libertador. En la discusión se hacen algunas acusaciones contra la actuación del Secretario y del Subsecretario de la Guerra. Francisco Vicente Aguilera y Perucho Figueredo envían a Céspedes inmediatamente sus renuncias, que el Presidente de la República se niega a aceptarles. Figueredo no se ocupó más de aquel cargo, quedando, de hecho, sin destino.

La vida en la manigua es penosa. Máxime cuando tiene también en los bosques, a su mujer, hijos y nietos. Decidió reunirse con ellos, entre otras razones, porque se sentía muy enfermo. Se refugió con los suyos en la hacienda de Cabaiguán donde logró rehacerse algo. En los primeros días de agosto de 1870 se traslada a la hacienda Santa Rosa. El 10 de agosto desembarcó en el estero del Jobabo, el teniente coronel Francisco Cañizal, con numerosa fuerza, asaltando inmediatamente el antiguo asiento de la finca San Antonio, donde hizo prisioneros al patriota Rodrigo Tamayo y a sus hijos Rodrigo e Ignacio. Desde Santa Rosa se ha escuchado el tiroteo. La familia de Figueredo trata de buscar refugio, pero apenas si pueden prepararse a huir cuando ya tienen encima a los mismos soldados que de San Antonio han seguido, por la huella, a Santa Rosa. Los yernos de Figueredo logran abrirse paso entre los soldados enemigos, batiéndose a machetazos. La mujer, algunos de los hijos y algunos de los nietos, han logrado salvarse refugiándose en el bosque cercano, pero Perucho Figueredo, después de una tenaz resistencia, en la que disparó sobre sus perseguidores todos los tiros de aquel revólver-bayoneta que le regalara Aldama, es hecho prisionero. Apenas si puede moverse. Está en una hamaca tendido. Con él han caído sus hijas Eulalia, Blanca, Elisa, Isabel Piedad y María.

Reunidos todos los prisioneros fueron trasladados al estero del Jobabo, donde Rodrigo Tamayo, hijo, fue macheteado en presencia de su padre, su hermano y los demás arrestados. El 12 de agosto ya están en el embarcadero y en la madrugada del 14 son conducidos a bordo del cañonero «Alerta». A Figueredo se le ha permitido que su hija Eulalia le acompañe para que lo atienda. Ese mismo día 14 llegan a Manzanillo. El espectáculo es brutal. Soldadesca, voluntarios y comerciantes españoles se echan a la calle llegando hasta el muelle. En su osadía solicitan del comandante del barco de guerra que les entregue el prisionero, porque quieren darle un castigo ejemplar, a la manera que ya estaban acostumbrados a practicar. El comandante del “Alerta” y el oficial Alisaga, se negaron resueltamente a permitir aquel acto bárbaro e inhumano. ¡Todavía quedaba en España un poco de pundonor y hombría!

Esa misma noche del 14 fueron trasladados al cañonero «Astuto» que emprendió viaje, inmediatamente, para Santiago de Cuba. Allí los esperaba el coronel Arsenio Martínez Campos, jefe de estado mayor de las tropas en operación quien los condujo a la cárcel. El 16 comparecieron los prisioneros ante un consejo de guerra verbal. En una información publicada en aquella época, por el periódico «La Revolución» y reproducida por Bacardí, en sus »Crónicas de Santiago de Cuba», se asegura que, ante sus jueces, Figueredo dijo:

—Soy abogado y como tal, conozco las leyes y sé la pena que me corresponde, la de muerte; pero no por eso crean ustedes que triunfan, pues la Isla está perdida para España; el derramamiento de sangre que hacen ustedes es inútil, pues ya es hora que conozcan su error, con mi muerte nada se pierde, pues estoy seguro que a esta fecha mi puesto estará ocupado por otra persona de más capacidad; si siento la muerte es tan sólo por no poder gozar con mis demás hermanos la gloriosa obra de la redención que habían inaugurado y que se encuentra ya en el final.

Ese mismo día 16 otorgó testamento ante el escribano público don Rafael Ramírez, declarando sus herederos a su esposa e hijos y nombrando primer albacea a su esposa y segundo albacea al licenciado Dn. Esteban Tamayo y González. Inmediatamente escribió a su mujer una carta cuyo original se encuentra en el Museo Nacional. En ella dice:

Sra. Isabel Vázquez de Figueredo,

Manzanillo.

Queridísima Isabel: Ayer llegué a esta, sin novedad, y ruego a Dios, que tú y nuestros hijos gocen de salud.

Hoy se ha celebrado consejo de guerra para juzgarme y, como el resultado no puede ser dudoso, me apresuro a escribirte, para aconsejarte la mayor y más cristiana resignación: vive para todos nuestros hijos, sobre todo para Esther, a quien le repetirás diariamente el nombre de su padre: la última súplica, pues, que te hago, es que trates de vivir y no dejes huérfanos a nuestros hijos.

A mi Eulalia, Pedro, Blanca, Elisa, Isabel, Gustavo, Candelaria, Lucita, Piedad y Ángel, que reciban mis abrazos y mi bendición. Por última vez te recomiendo el valor y la resignación, no entrando en otros pormenores porque conozco tu ilustración y recto juicio.

Dios es grande en sus designios y no nos toca, ni corresponde inmiscuirnos en ellos: en el cielo nos veremos y mientras tanto, no olvides en tus oraciones a tu esposo, que te ama,

(fdo). Pedro Figueredo.

P. D. En esta fecha he otorgado testamento por ante el escribano Sr. D. Rafael Ramírez, a quien espero y suplico, se le abonen sus derechos. Vale.

La mañana del 17 les fue notificada la sentencia. La ejecución estaba fijada para horas de esa misma mañana. Inmediatamente entraron en capilla. El Conde de Valmaseda, creyendo que aquel patriota era de su misma contextura moral le ofreció el indulto, a cambio de una promesa de no volver a tomar las armas contra España. Con aquella dignidad patricia que le caracterizaba. Perucho Figueredo respondió:

—Dígale usted al Conde que hay proposiciones que no se hacen sino personalmente, para personalmente escuchar la contestación: que yo estoy en capilla y espero que no se me moleste en los últimos instantes que me quedan de vida.

Cuando llegó el momento de partir, vino el teniente don Antonio del Portillo, del batallón de San Quintín a hacerse cargo de los condenados. Le esposaron las manos. En ese momento dijo:

—Siento como si una aureola circundara mi frente…

Pero el infeliz apenas si podía moverse. Estaba tan débil que no podía tenerse en pie. Dirigiéndose a sus custodios les dijo:

—¿No ven ustedes que yo no puedo caminar? Tráiganme un coche…

Groseramente, aquellos hombres desprovistos de toda humanidad le respondieron:

—Eso sería demasiada honra para un insurrecto. Se le traerá un asno…

Y en efecto pronto se aparecieron con un asno. Perucho Figueredo se montó en él mientras los allí presentes se mofaban de aquel nombre que tantas lecciones de entereza daba para morir. Al mismo tiempo decía el mártir de la patria:

–Está bien; no será el primer redentor que cabalga sobre un asno.

Y así emprendieron la marcha, por dentro de la ciudad, hasta el Matadero, enfrente de cuyos muros fueron colocados. Se les ordenó arrodillarse, pero Perucho Figueredo permaneció de pie, firme, erecto. Parecía como que había concentrado toda su fuerza interior para aquel instante supremo. Ignacio Tamayo se arrodilló delante del padre pidiéndole su bendición. Un pelotón de soldados ya les apuntaba esperando la orden para disparar, cuando Perucho Figueredo, recordando los versos finales del himno de guerra, gritó estentóreamente:

MORIR POR LA PATRIA ES VIVIR

La descarga hizo caer por tierra a los tres cuerpos sin vida. Eran tres patriotas que no habían cometido más delito que amar a su patria, adorar la libertad y odiar la injusticia, motivos para que aquella mentalidad de hiena, aquel feroz conde de Valmaseda, los enviase al suplicio.

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