(fragmentos)
Mas ¿qué en ti busca mi anhelante vista
con inútil afán? ¿Por qué no miro
alrededor de tu caverna inmensa
las palmas, ¡ay!, las palmas deliciosas,
que en las llanuras de mi ardiente patria
nacen del sol a la sonrisa, crecen,
y al soplo de la brisa del océano
bajo un cielo purísimo se mecen?
Este recuerdo a mi pesar me viene…
Nada, ¡oh, Niágara!, falta a tu destino,
ni otra corona que el agreste pino
a tu terrible majestad conviene.
La palma y mirto, y delicada rosa,
muelle placer inspiran, y ocio blando
en frívolo jardín: a ti la suerte
guarda más digno objeto y más sublime.
El alma libre, generosa y fuerte
viene, te ve, se asombra,
menosprecia los frívolos deleites,
y aun se siente elevar cuando te nombra.
¡Dios, Dios de la verdad! En otros climas
vi monstruos execrables
blasfemando tu nombre sacrosanto,
sembrar horror y fanatismo impío,
los campos inundar con sangre y llanto,
de hermanos atizar la infanda guerra,
y desolar frenéticos la tierra.
Vilos, y el pecho se inflamó a su vista
en grave indignación. Por otra parte
vi mentidos filósofos que osaban
escrutar tus misterios, ultrajarte,
y de impiedad al lamentable abismo
a los míseros hombres arrastraban.
Por eso siempre te buscó mi mente
en la sublime soledad: ahora
entera se abre a ti; tu mano siente
en esta inmensidad que me circunda,
y tu profunda voz bajo mi seno
de este raudal en el eterno trueno.
José María Heredia
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