NOTAS PARA UNA BIOGRAFÍA del Coronel Batista

Written by Libre Online

12 de marzo de 2024

Por F. de Ibarzábal (1940)

Infancia, juventud… Acaso no es tiempo aún para intentar una biografía del coronel Fulgencio Batista. Intentémoslo, sin embargo, con todo lo que tiene de riesgosa esta pretensión. Atengamos al acusado relieve con que su personalidad se proyecta en la Historia nuestra. A que es el jefe de una revolución de nuevo tipo en América y a que toda la vida nacional, en lo adelante, cumplirá su futuro histórico sobre las bases en que él supo afincar lo inicial de ese nuevo destino.

Todo empezó, en esta vida que glosamos, un 16 de enero, —en 1901—, cuando en el barrio de Veguitas, municipio de Banes, provincia de Oriente, nacía Fulgencio Batista y Zaldívar. La familia es católica y el barrio estuvo de fiesta cuando es bautizado el niño en la modesta iglesita de Fray Benito, pobre y humilde como es el pueblo, como es la familia Batista, como es toda la clase rural de Cuba.

Todo era allí pobre, efectivamente. Así, la educación del pequeño Fulgencio había de serlo también. Desigual y alternada muchas veces con algún trabajo de campo, como sus hermanos: Juan Hemelindo y Francisco, los juegos de la infancia no entretenían su tiempo: era ya suficiente la preocupación de lograr alguna hoja impresa para leerla a ratos, estar a hora en la escuela del lugar, atender a alguna labor en el predio familiar. Los libros se suceden entre sus manos.

 La enseñanza se toma ya en el aula religiosa, ya en el colegio laico, alguna vez cuáquero. Ya participa de alguna preocupación cuando advierte pensativos a sus mayores. Y su padre, al advertir su pasión de lectura, le estimula, le deja seguir ese aprendizaje que se toma las hojas impresas. Hombre de campo ahora, como lo fue de guerra relata al pequeño Fulgencio cosas de la epopeya revolucionaria, de las luchas trágicas a través de las cuales Cuba se hizo independiente.

Hay en esos relatos figuras heroicas que pasman de asombro al pequeño, que le dejan demasiado pensativo. Él sabe de otros también. De hombres que en alguna patria han elaborado un bello destino. Tiene siempre muy presente esas grandes figuras nuestras, y esas otras figuras que son un poco de todos los pueblos porque son de la humanidad. Lincoln ha iluminado entre muchos, sus claras lecturas apasionadas. Y el sentimiento de la patria, –de verla tan penosamente humilde a pesar de sus grandes hombres–, (el pueblo y sus aledaños son la misma perspectiva de pobreza y desolación), se hace en él fervoroso de cubanidad. Tiene ahora el pequeño Fulgencio trece años de edad.

La vida sigue siendo dura y áspera, difícil. En la casa paterna culminan todas las virtudes esenciales. El campo le ha enseñado a conocer la naturaleza. Su espíritu de observación le ha puesto, prematuramente al tanto de muchas cosas. Y en la casa, la madre, sus hermanos completan con él y el padre lo típico vernáculo de la familia cubana campesina.

A esa edad, la madre que era ejemplo de comprensión se fue de la vida. El pequeño se sintió un poco solo. Y su carácter que lo llenaba de largos silencios, se hizo más retraído. Lo estudios prosiguen con diversas alternativas. Y cuando llegan las vacaciones, el tiempo es bueno para aprender oficios. Los juegos infantiles no distraen su imaginación. Todo en su espíritu es inquietud y afán de saber cosas nuevas. No sabía aún dónde estaba su camino ni cuál era su rumbo. Y si los libros le enseñaban cada día nuevos aspectos de las cosas, las cosas le mostraban nuevos aspectos de la vida.

Ya progresaba en los textos de inglés, con el que se familiarizaba en las noches. Bajo el sol, en los días caniculares, sus manos se hacían fuertes en los desmontes, en los cañaverales y las siembras, en las excavaciones y los acarreos. Ha sido, al par, aprendiz de barbero, de sastre, de carpintero. Ahora sabe algunos oficios. Se responsabiliza más con la vida. Se hace más reflexivo. Ve ante sí una larga perspectiva de lucha. Ha sido pesador de caña, ha llevado los libros de contabilidad de algunos contratistas. Y mientras su niñez se va haciendo hombría, busca por todos los caminos el suyo propio, con poderoso afán de “ser”.

En 1917, —ahora cuenta 16 años—, huye por uno de esos caminos. No sale de la provincia, que recorre en todos sentidos. Va con la aventura de la fuga, en la gran aventura de la vida. Ninguna perspectiva le sujeta y ningún horizonte se hace definitivo, todos iluminados de esperanza. Tiene, sí, varias ocupaciones: dependiente de bodega, en plantaciones de frutos, como listero en los centrales azucareros, como encargado de personal en las fincas.  Retranquero de ferrocarriles, fogonero, conductor…

Vuelve a la casa paterna. Comprensivo, el padre abraza al hijo que retorna con más experiencia y más intenso afán de lucha. El padre, su mejor amigo, le aconseja, le perdona su alejamiento temporal. Pero la escena va a repetirse de nuevo y a renovar el abrazo filial: el hijo parte de nuevo. Va otra vez a familiarizarse con el mundo, no tan desconocido ahora para su experiencia y su intuición de las cosas y de los hombres. Va otra vez a los oficios diversos y las ocupaciones disímiles, los horizontes que se ganan y las esperanzas que se pierden.

Tres años más tarde, —1921—, el pequeño oriental está a las puertas de La Habana. Es todo un hombre. El 14 de abril se hace soldado. Es en el campamento de Columbia. Es la Cuarta Compañía del Batallón Número Uno. Presta el juramento reglamentario y viste de uniforme. Allí está dos años, como soldado de línea. No ha utilizado recomendaciones ni influencias para pasar a las oficinas militares. Pero adquiere más cabal sentido de la responsabilidad y su espíritu se disciplina, se hace más amplia su visión con nuevos conocimientos generales. En ese tiempo se ha hecho taquígrafo.

Cumple su tiempo de enganche. Ha cumplido también con la vida: campesino, se ha vinculado ampliamente con la tierra. Obrero, se ha familiarizado con el dolor de la injusticia social. Soldado, ha servido honradamente a su patria. Y sale ya terminado su compromiso, de las filas militares.

Ahora está otra vez frente a la vida. Y resuelve reingresar en el Ejército. Está ya de nuevo en él. Es en el arma de caballería en la Guardia Rural. Pasa a las oficinas donde puede poner a disposición de los otros sus conocimientos y sus aptitudes. Trabaja un año en el Estado Mayor. Y en unas oposiciones para cubrir una plaza de cabo donde hay cuarenta y dos aspirantes, — una plaza de cabo escribiente—, logra el número uno. Al año siguiente gana los galones de sargento de primera. He ahí al muchacho en su plaza de sargento taquígrafo con el que va a saltar a las páginas de la Historia.

Los días son de agitación política y los Consejos de Guerra se suceden. Por sus manos pasan, los expedientes y las investigaciones, las sesiones de estos Consejos. Y ante él, frecuentemente, los grupos revolucionarios, los acusados y los testigos. Ve que esto anda mal y que nuestra vida nacional no es todo lo agradable que podía ser. Hace contacto con algunos revolucionarios. En 1931 la inquietud política culmina en un alzamiento. Fulgencio Batista, que está con los elementos de la oposición, cree que el momento revolucionario es una precipitación irreflexiva y contiene su afán de renovación nacional y de justicia social. No había perspectivas de victoria, ni posibilidades de vencer. Habría que continuar, mejor, la obra conspiradora. Ya alumbraría a todos, hasta a los no comprometidos, la luz de esa justicia.

Era miembro de la organización secreta ABC. 

Iba a advenir la histórica fecha de 1933. Lleno de serenidad y discreción, a su lado se juntan otros hombres también disciplinados y resueltos. Y toda la grave agitación culmina al fin en el derrumbe de aquel régimen. Lo que sucedió después, también pertenece a la Historia. Y a ella quedará vinculado Fulgencio Batista para todo el tiempo que seguirá adelante.

Los acontecimientos se suceden con ritmo de vértigo. Afirmaciones, contradicciones, provisionalismos. En él, dentro de la vorágine, sigue figurando la esperanza de una patria mejor. Hasta que alumbra la mañana del Cuatro de Septiembre, en plena efervescencia, en el Campamento de Columbia.

Y estas actividades le absorben integralmente. Ya no es el conspirador ni el miembro reflexivo de la organización 

secreta, que ha abandonado. Es ahora el jefe de la revolución del Cuatro de Septiembre, bajo sus galones de sargento. Ha de constituirse un nuevo Gobierno. Va a alumbrar otra aurora: la del ocho de septiembre. Y ese nuevo Gobierno le designa Coronel y Jefe del Ejército Constitucional. Está ello en un decreto del Gobierno de los Cinco, que la revolución de las clases y los soldados ha instaurado. El Coronel Batista acaba de entrar en la Historia…

Lo demás es reciente, de ayer, de ahora mismo. He ahí su labor como jefe de ese Ejército Constitucional. He ahí su obra de educación, de sanidad, de beneficencia. Sus palabras al dejar la jefatura de la institución armada que tan bien disciplinó su carácter y le abrió rumbos nuevos a la patria. He ahí su personalidad de candidato a la Presidencia de la República, en la proclamación del “Teatro Nacional”. Y su gesto en el Pacto de la Cordialidad, sus palabras de fe y de esperanza. He ahí, en el rasgo estricto de una apretada síntesis biográfica una recia personalidad, una figura, un carácter: Fulgencio Batista.

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