Castro ataca un cuartel y se acabó la tranquilidad.
Los centros estudiantiles se convirtieron en hervideros antibatistianos, los revolucionarios le huían a un guardia rural que enarbolaba un machete, a un policía con un bicho de buey y nuestros padres se preocupaban de un terrorista que podía poner hasta una bomba en el baño de un cine.
Batista se va, los barbudos parecían humildes, y con alborozo la mayoría de los cubanos pensaron que regresaba la tranquilidad.
Y fue todo lo contrario: El nuevo dictador resultó ser el mayor criminal jamás visto en este continente.
De mil porrazos acabó con la quinta y con los mangos.
Inmediatamente conculcó todos los derechos humanos, hasta los que aquí tienen los perros y los gatos.
Intervinieron todos los periódicos eliminando la libertad de expresión.
Acabaron con la propiedad privada, Fidel Castro se convirtió en el mayor latifundista del mundo. Dueño y señor del país.
Primero escasearon los alimentos, la comida, la ropa hasta que se acabó todo. Impusieron una libreta de repartición de la miseria.
Hasta extrañábamos a los policías y soldados comparados con el medio millón de esbirros, abusadores y chivatos que nos cayeron encima.
La isla próspera que comparábamos con Suiza fue tan depauperada que hasta Haití y Jamaica la superaron.
Miles de cubanos fueron a cumplir condenas hasta de 30 años en infrahumanas prisiones. El paredón de fusilamientos ensangrentó nuestro archipiélago.
Pusieron a los cubanos en la disyuntiva de ser apapipios, presos, fusilados o desterrados.
Un genocida con un profundo odio a Cuba y a los cubanos pulverizó nuestra nación.
64 años más tarde, hasta después de la cenizas del “monstruo de Birán” están encerradas en un seboruco, la Isla sigue a la deriva.
Y todos los días de mi vida me preguntó: “¿Por qué Lina no se hizo un aborto, por qué no naufragó sin sobrevivientes el Granma, y por qué ese gran HP no nació en Rawalpindi Pakistán?
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