Necesitamos una política generosa y creadora como la de José Martí

Written by Libre Online

19 de enero de 2022

Por Carlos Márquez Sterling (1953)

Martí nacido en la humildad y la pobreza, que no va a abandonar jamás, pues a él no le crece el alma en el yerbal, con conducta recta y hermosura de ideas y procederes, alcanzará el lugar preferente en las páginas de la historia…

(B. González Arrili, escritor argentino, autor de una biografía de Martí.)

La fascinante personalidad de José Martí se aproxima a otro aniversario. Juan Gualberto Gómez, el más político de nuestros grandes patriotas, descubrió en el oleaje de las pasiones partidarias, la verdadera psicología martiana. Se necesitaba, para lograr la independencia, un creador. Y eso era Martí. Un creador.

Adelantándose a Cartsuit, que investigó en las reacciones humanas. Juan Gualberto definía la actividad política de nuestro Apóstol genialmente. El más grande de los intelectuales -decía Don Juan- es el creador. Está por encima del filósofo, del profesor, del erudito y del hombre de acción, cualidad que se desbordaba en Martí. Un creador es un visionario que revela la nueva verdad. Cuando un hombre ha visto transcurrir su vida entera entre la inteligencia y el estudio, sacrificando el interés material al moral, está preparado como ninguno, para las tareas de novedad, que entrañan el progreso y el mejoramiento humano.

Martí como en todas sus demás facultades, era un político de generosidad desbordante. En los días en que Juan Gualberto en conversaciones y en cartas íntimas, formuló aquellos juicios, el Maestro se había visto obligado a reelaborar alguno de sus fundamentales pensamientos. La política internacional, analizada en dos grandes sensacionales congresos panamericanos, el de 1889 y el de 1891, habían predispuesto al “Creador” en contra de los Estados Unidos. Fue en las Pascuas del 89, que Martí en la Sociedad Literaria, y ante todos los delegados, pronunció su famoso discurso contra la grandeza temible de Norte América.

“¡Ah, por grande que sea Norteamérica, y por ungida que esté para nosotros; en el secreto de nuestro pecho, sin que nadie ose tachárnoslo no nos lo puede tener a mal, es más grande, porque es la nuestra, y porque ha sido más infeliz, la América en que nació Juárez!”

Desde entonces las relaciones futuras con los Estados Unidos espantaron a Martí. A los dos años de estos eventos, el Maestro había rectificado. La línea recta jamás se quebraría, pero era imposible rechazar las realidades de la política. Aquellos criterios radicales desaparecieron. A los comisionados que enviaba a Cuba les decía: “No queremos captarnos la antipatía del Norte por pelear contra el imposible anexionismo. Tenemos la firme decisión de merecer y obtener su simpatía, sin la cual la independencia será muy difícil de lograr y mantener”.

El político más combatido de la Revolución cubana fue José Martí. Analizada su vida a través de las dificultades extraordinarias que constantemente se levantaron a su paso, asombra su victoria definitiva. La Revolución, como toda obra humana, tenía su política interna, que estaba transida de intrigas y de calumnias. Martí, rechazado inexplicablemente por la mayor parte de los jefes del 68, encontraba difícilmente su lugar. Fue la suya una honda tragedia. El hombre no se conformaba. El político no se subordinaba.

Hasta la revolución de 1880, en la que Martí usaba el seudónimo de Anahuac, y en la que desempeñara fugaces intervenciones, su persona no estaba lo suficientemente en relieves para suscitar pugnas y contradicciones. Fue cuando comenzó a enhebrarse la conspiración del 84, que el Maestro hallaba obstáculos, resistencias y complejidades. Eusebio Hernández, que aspiraba a la jefatura civil del movimiento, y tenía influencia enorme con Maceo y con Máximo Gómez, a quien había curado recientemente de una pulmonía en San Pedro de Sula, lo combatía sordamente. Su correspondencia, a propósito de las actividades de Flor Cormbet, muy ligado a Martí en Nueva York, nos muestra este interesantísimo pasaje de nuestra historia.

Trabajando a toda presión, Eusebio, aunque entendía que Martí era necesario, lo empujaba celosamente hacia una posición secundaria. Aprovechaba sus influencias y sus resortes cerca de los caudillos. Cuando pareció que Martí, polémico y ardoroso, podía ser el hombre del enlace, Eusebio recomendó a Estrada Palma, pintándolo con una elocuencia en el elogio que por contraste desmerecía a Martí. “Hay que organizar, hay que unir -decía Eusebio-. Pero para esta labor es necesario un hombre de generales simpatías, reconocidamente honrado y patriota, vinculado a la guerra de los Diez Años que no sea objeto de envidias y rivalidades”.

Aunque en el cielo nuestras libertades ocupan lugar esplendente cientos de hombres, el único que podía haber organizado la revolución, como en definitiva la organizó, era José Martí. Las pugnas del 84, a las que no fue ajeno, sin culpa suya, Máximo Gómez, determinaron el gran colapso de aquel movimiento o la conocida ruptura entre los que colaboraron para nuestra independencia. En el momento en el que el Generalísimo y el Maestro se distanciaron, la política de Martí fue la más difícil de todas las políticas. Estar o no estar es la situación más compleja, más amarga, más desconsoladora, que puede confrontar un luchador de raza. A Martí le hervían las ideas en el cerebro. Su inteligencia, dedicada a todas horas a pensar en la libertad de su isla, era una fragua. Precisa considerarlo en su ambiente pleno de lirismos, donde en brazos de la fantasía soñaba, a todas horas en econtrar el camino del sol. Su vida era una extraña leyenda. Un águila blanca renovada en su alma todas las noches, moría en cada mañana a manos del verdugo de la indiferencia. Ahora, Martí llevaba las alas ensangrentadas y rotas.

Contra muchas de las afirmaciones que se han venido haciendo, Martí confrontaba la necesidad de combatir hasta alcanzar el lugar que creía corresponderle. Un temperamento como el suyo, a pesar de todo, dominante y nervioso, necesitaba arraigarse al cariño de sus compatriotas, a fin de poder mostrarles el valor y la verdad de su doctrinas, que deseaba imponer, no por la fuerza, sino por el amor.

La forma revela la exquisita comprensión del problema y de sus implicaciones. Desde entonces el Maestro vivía retirado de la acción política. No cesaba de alentar a los cubanos, pero no admitía un puesto secundario. Llegó a parecer ambicioso y hasta egoísta. Los que en un mitín de aquella época lo injuriaron eran realmente, orgánicamente incapaces, de comprenderlo. Él se defendía generosamente. Sus reacciones tenían efecto a veces por rumbos muy opuestos.

Mostrar una revolución dividida, cuando él mismo no la representaba aún, era un crimen. Cuando se vió en la obligación de contestar alguna que otra alusión velada de Máximo Gómez lo hacía con tanta grandeza que maravilla su estilo. Aquel vigor polémico que destacaba en Martí un mundo de argumentos y de ideas jamás fue usado contra los cubanos mismos. Obligado a recogerse estuvo en el ostracismo más de seis años. En 1890, aunque Martí gozaba ya de un gran prestigio, no podía ser tampoco el jefe del movimiento. No había peleado. El brillo de los guerreros, que llevaban en su cuerpo las cicatrices de cien combates gloriosos, deslucía, opacándolos, el esplendor radiante de sus discursos. Máximo Gómez, inconforme, permanecía mudo, y no se decidía a actuar.

A convencer enderezó Martí su discurso del año 90, en el aniversario de Yara. Agarrado con ambas manos a la tribuna, gritaba a toda voz “¡mientras nos queden pies nos alzaremos siempre para decir presentes!”.

Martí no quería asombrar a los descreídos, si algo sabían de las flaquezas humanas, al decirles qué soldados faltaban en la lista de aquella noche, ni cuantos eran los que en esta época sin brillo y sin gloria, se mantenían al lado del sacrificio. Tenía que referirse al general Gómez. Y debía hacerlo. La leyenda del viejo Schamyl de Circasia, después de veinte años de guerra contra Rusia, al son del torrente y la avalancha, surgía en sus imágenes como el símil más perfecto del instante cubano.

“Mudo miraba Schamyl desde una ventana, la barba blanca por el cinto, la revista. Pasó la guardia verde y Schamyl callaba. Pasaron cosacos y kurdos y turcomanos, de amarillo y de azul, vitoreando el espadón en alto, y Schamyl callaba. Al fin, la mirada de león viejo, soberana la voz como cuando mandaba en la barranca, Schamyl, tendiendo los brazos en el alma erosionada, los bendijo, y echaron a andar.”

De todos los discursos de Martí, ninguno tendrá tan honda emoción política. Por qué despreciar la razón -preguntaba Martí- si a la hora de montar, la razón estará frente al enemigo, entrando en la caballería, “para que la respeten los que saben morir”.

La grandeza política de Martí era tanta que solía no ser enteramente comprendida. Muchos, en aquella época, no penetraron la hondura de sus metáforas. Otros le apretaban las manos, ardiente la mirada, estremecidos por aquellos haces de luz que se proyectaban.

Aún persistía, desde lejos, la pugna inmortal con el viejo Gómez. Aquella noche, Carmita Mantilla, la mujer que mejor lo comprendió, lo vió ensangrentado en la claridad de una mañana. Cuando la revolución le exigiera su gran deuda de acción guerrera estaría presto a inmolarse. Su habitación se había poblado de figuras queridas, San Lorenzo y Jimaguayú, en este inolvidable discurso, no lo dejaron dormir a solas.

Al llegar a España, en su primer destierro, Martí no pensaba en otra cosa que en las resultancias políticas de la lucha contra la Metrópoli. Por las noches, en su cuarto de la calle del Desengaño, escribía hasta los claros de la madrugada su terrible catilinaria contra el Presidio. Era una formidable acusación política, y en ella mostraba al mismo tiempo, ese gran sentido de humanidad que caracterizaba todos sus actos. Muy pocas páginas, escribió Martí, de tanto sabor filosófico y de vibraciones públicas más ardientes. España no tenía alma, España no tenía espíritu, España no tenía corazón. Su folleto fue primeramente un gran triunfo político.

Cuando Martí inició su vida literaria en México tomando parte en un debate sobre el espiritismo, El Eco de Ambos Mundos fue uno de los periódicos que lo juzgó. Este joven -decía- será terrible en la plaza pública a la hora de una conmemoración popular; podrá arrancar lágrimas al borde de un sepulcro; será el orador favorito de las mujeres, de los niños y de los creyentes; pero nunca, y esto depende de su estado nervioso, de su imaginación viva y arrebatada, convencerá en un Parlamento ni se sobrepondrá en medio de las discusiones frías y serenas de la ciencia”.

Llevado de estos sentimientos tan magistralmente descritos por él mismo, si a Martí, alguna vez, puede tachársele de parcialidad, fue en México. Sus simpatías estaban de parte de Lerdo. Había muchas razones para ellas. México después de la muerte de Juárez, se dividía entre un abogado y un militar. Lerdo, el civil de levita y solapas de seda. Díaz, el soldado de uniformes y atalajes de cuero. Lerdo, el estudioso de leyes y códigos. Díaz, el instintivo de corazonadas y pasiones. Lerdo era dominante y Díaz imperioso. La suerte estaba echada.

La salida de Martí de México obedeció a razones profundamente políticas. La única literatura martina gubernamental data de esta fecha. Era, después de todo, justa y altísima. El Maestro fustigó implacablemente a Porfirio Díaz, y la historia le dio la razón. Abandonó su segunda patria, según propia confesión, cuando Díaz, a paso de carga, sin obstáculos, a la caída de la tarde del veinte de noviembre de 1876 inauguraba cuarenta años de brutal y sangrienta dictadura, menos inteligente y democrática que la de Lerdo, que rodaba hecha pedazos.

En el orden político, Martí tuvo un gran rival en Cuba: Montoro. Era don Rafael el defensor de una tesis que el mártir de Dos Ríos no podía compartir. Montoro, maestro de políticos, y de política, no dejaba de comprender que la política es el compendio de los atributos morales exigidos por un pueblo libre; que sin política propia no se puede regresar. Pero confiaba -y confiaba en ello con más honradez que sus demás compañeros- en que esas normas debían ser locales, otorgadas graciosamente por España. Estas ideas resultaban inadmisibles para José Martí.

Uno de los discursos más famosos de Martí en el orden político, el pronunciado en la Acera del Louvre, en el banquete de Don Adolfo Márquez Sterling, intentaba este planteamiento demasiado tempranamente. Yo creo que todos los biógrafos de Martí nos equivocamos al tomar el origen de ese discurso. Mis investigaciones posteriores me inclinan a referir el hecho de otra manera. Juan Gualberto Gómez había elevado a Martí a casa de Márquez Sterling, por otra parte se sentía defraudado al naufragar el autonomismo en las urnas en abril de 1879.

Enemigo de la política de los puestos públicos que por entonces empezaba a asomar, José Martí se interesaba tanto por estas cuestiones, que en unas elecciones primarias en las que contenían uno de los Astor contra Roswell Flower, humillado y pobre, el Maestro recorría los precintos electorales en la ciudad de Nueva York, en busca de noticias. Gozoso, como un radical, festejaba el triunfo del electorado sano, cuando Astor después de haberse gastado ochenta mil pesos, suma asombrosa entonces, caía abatido ante una montaña de votos y exclamaba: ¡Feliz un pueblo que puede derrotar a quien pretende comprar las llaves de la casa de la ley!

En lo que a los cubanos se refiere la obra política más maravillosa de José Martí fue la formación y fundación del Partido Revolucionario cubano. En 1892, las emigraciones, lo mismo que ocho años antes, combatían la reglamentación. Los clubes y asociaciones revolucionarias, apoyadas únicamente en jerarquías personales y espontáneas, celosas del futuro de la revolución y de las suyas propias, mostraban enorme resistencia en aceptar una jefatura central. Como todo líder, verdaderamente líder, Martí se percató tempranamente de aquel personalismo indisciplinado y ambicioso que ofrecía tantas dificultades a la conformación política de la guerra.

La nobleza era la divisa de José Martí en sus luchas políticas. Sumar y sumar fundamentalmente, era además su escudo mayor. La insignificancia del servicio, esa cualidad política tan hermosa no lo detenía.

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