Por Armando Cruz Cobos (1949)
De 1935 a la fecha “Cuba se convierte en antena receptora de música cubana (?) escrita por extranjeros en el extranjero en vez de seguir siendo la antena emisora de su propia música”.
Viene a tono pues, con este reportaje que se escribe en la oportunidad de cumplir el danzonete sus veinte años, que gozemos polémicamente –y en homenaje al maestro Aniceto Díaz: creador quizás del último de los géneros populares ciertamente nuestros en música– las particularidades que informan el caso musical vernáculo. Ni que decirse, que no seríamos cabales si pasáramos por alto un evento como denominado Día de la Canción Cubana, hasta el presente no ajustado a las proyecciones artístico–retroactivas y fines eminentemente actuales que sugiere el Decreto 703 de marzo de 1945.
Puesto que se trata de un instrumento legal, arqueológico en cierto modo, encaminado a la defensa de lo que hemos dado en llamar nuestro cancionero tradicional, y porque muy lejos han estado las convocatorias libradas al efecto de los concursos, y así mismo las celebraciones del día de la canción cubana, de estimular siquiera a nuestros compositores y melodistas, no sería posible abordar con propiedad el tópico que nos ocupa sin impugnar críticamente las interpretaciones dadas ayer y hoy por la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, al susodicho Decreto del Presidente Grau San Martín. Empero, comencemos por el principio.
Retornemos a encontrarnos con el nacimiento del danzonete, allá por el ocho de junio de 1929, glosando, de pasada sus antecedentes y credenciales folklóricas.
CONTRADANZA, DANZA,
DANZÓN Y DANZONETE
Hay un sesgo evolutivo que enlaza, por la presencia del cinquillo, a la contradanza, la danza, el danzón y el danzonete. (Es muy cierto, que de manera deliberada el maestro Aniceto Díaz elimina la figura legendaria en nuestro pentagrama de las cinco corcheas seguidas. Pero, consigue mantener el sabor cubano sobre la base más universalista de: una corchea, dos semicorcheas y dos corcheas continuadas. No es en verdad el cinquillo. Mas, es su mismo espíritu rítmico.)
Los negros franceses introdujeron ese ingrediente típico por Santiago de Cuba. Y Manuel Saumell lo consagraría llevándolo persistentemente a sus clásicas contradanzas. De éstas el cinquillo pasaría al danzón, cuya paternidad podría atribuírsele por igual al propio Saumell que al músico matancero Miguel Faílde.
“La verdad es que el danzón –afirma Alejo Carpentier– tal como se tocó a partir de 1880, es una mera ampliación de la contradanza, con las puertas abiertas a todos los elementos musicales que andaban por la isla, cualquiera que fuese su origen. Hay un neto acento saumelliano en su introducción de ocho compases (repetidos) que se inicia, muy a menudo, con un tema de catadura clásica –correspondiendo, exactamente a la prima de la contradanza a pesar de su título nuevo de introducción.
En la segunda parte, o “parte de clarinete” se trabaja casi siempre sobre el cinquillo. Se vuelve a la introducción, y se pasa a la “parte de violín”, más melódica, que hace de adagio, antes de cerrar con el período incial. En los primeros danzones de Faílde, dicha fórmula está plenamente definida, dotándose, pues, la contradanza de un nuevo período de dieciséis compases.
Este esquema se observa hasta principios del siglo XX, en que se enriqueció el danzón con una coda (o cuarta parte) muy movida, sacada generalmente de una rumba, de un pregón, o de un canto de carácter afrocubano”.
En cuanto a sus diferencias coreográficas, la contradanza y el danzón las observan en el hecho de ser la primera un baile de figuras o pieza de cuadros; y el segundo, “un baile de parejas enlazadas”. ¿La Danza es anterior al Danzón? –Tentados estamos de afirmar que ambos géneros son poco menos que musicalmente coetáneos.
Ignacio Cervantes personifica brillantemente la danza, que en su plano insigne se mantuvo más fina, más clásica, sin remedos o transcripciones del tema popular. Lo cubano palpita en las danzas cervantinas de modo esencial, por virtualidad del acento. Incluso el ritmo que trasunta de la contradanza. Por lo demás, Cervantes se identifica con Saumell “en la manera de hacer”. La suma de compases es idéntica a la que empleara el maestro por excelencia de la contradanza: 16 en la prima y 16 en la segunda.
El reinado del danzón alcanzó notable longevidad. Todo un largo trecho de la vida cubana se enmarcó entre sus notas, compases y denominaciones.
Precisamente cuando el Son había hecho su entrada triunfal en los salones, desplazándolo casi del todo, y condenando a los músicos de atril al ostracismo, es que Aniceto Díaz concibió el danzonete.
El Son venía de Oriente. Traía consigo la fuerza de un ancestro selvático. Resumía en la incitación de sus percusiones toda una gama insólita de rítmos bárbaros. El barracón del ingenio volcaba a su a través la inédita batería que de viejo atesoraba. En los medios urbanos más calificados aquellos rugidos que producía el “bongosero” arrastrando sus dedos sobre el cuero tostado de unos tambores, aquel ritmo primario hecho en los flejes de la marímbula; el toque tintineante que brotaba de la desarraigada reja de un arado, y el gutural sonido que emergía de una botija, a más de la cháchara de las maracas, el croar de las claves, el punteo y rallado del tres, y el coro de voces del sexteto, debían concitar la atracción que el Son se ganara en pelea abierta con el Danzón.
Lo atrayente del Son no radicaba tan sólo en la presencia de su batería. Todo él era algo positivamente nuevo. Puro ritmo. Caliente, cambiante, lleno de esencias psico–sexuales originarias. Aniceto Díaz, matancero como Faílde, director de orquesta y hombre que vivía musicalmente del Danzón, sufrió el destronamiento del viejo rey de nuestros solares y creó el Danzonete.
LA HISTORIA DEL DANZONETE
“La historia del Danzonete no comienza con su estreno que tuvo lugar en la Sociedad Casino Español de Matanzas el ocho de junio de 1929. Empieza en mi cerebro– aquí dentro, nos subraya Aniceto Díaz palpándose la frente– no puedo decir el día ni la hora de qué mes. Es el caso que yo vivía del Danzón. Tenía mi orquesta, con muy reputada fama en todo el país. De pronto los bailes comenzaron a escasear para nosotros. Recuerdo que una noche, en ocasión de hallarme tocando un baile con mi orquesta, observé que el público no bailaba. O mejor que sólo lo hacía cuando alternaba con nosotros un Sexteto, conjunto aquel que no integraban músicos de atril sino ejecutantes improvisados de raros instrumentos. El Son un nuevo ritmo, con el fox, nos desplazaba.
Estudié cuidadosamente el nuevo género. Sopesé sus detalles más salientes. Vi que se trataba de melodías sencillas y de ritmo unánime. Una buena parte de la sociedad no gustaba del Son, sea porque no lo entendía, o fuere porque primaban en su ánimo las tradiciones; pero el Son triunfaba”. (Aniceto Díaz nos lleva al piano para mostrarnos musicalmente lo que nos enuncia.)
Prosigue: los sexteteros eran legos en música escrita, pero aún cuando tocaban lograban efectos sorprendentemente originales. El Son de aquellos días era un montuno de ocho compases. Tenía la desventaja de una cierta monotonía. Sin embargo, las voces ampliaban sus recursos y hacían menos notable su carencia de timbres orquestales.
De estas observaciones calladas, con el acicate de la competencia que el Sexteto implicaba, y con ese orgullo artístico, profesional o de hombre que no podía saberse condenado a la inanición sin rebelarse, brotaron en mí –de mí–, las modalidades que irían a convertirse unos días después en el danzonete.
El viejo Danzón no ofrecía nada nuevo a los bailadores. Desde Miguelito Faílde, pasando por Velenzuela y demás destacados cultivistas del Danzón, éste no había cambiado. Permanecía estacionario, igual en su estructura. Era un género qu parecía caduco. Decidí partir del Danzón, respetándolo pero transformándolo en otro género que participara de las innovaciones que nos traía el Son; voz humana y ritmo unánime. Por lo mismo prescindía del clásico cinquillo, tan difícil de ejecutar para músicos que no fueran del patio, y aún para muchos nacidos en nuestro suelo. La primera parte del Danzonete– un bailable coordinado técnicamente, nos arguye su creador– es una introducción de ocho compases que no se repiten, y que contrariamente al Danzón que así lo observa, cierra en la tónica y no en la dominante.
Le sigue a esta parte una segunda, o parte de violín integrada por treinta y dos compases, que vuelven a la introducción para pasar a una tercera parte, construída sobre un motivo de 16 o 32 compases. Este trío se inicia con la trompeta y se repite con la voz humana: canto. Seguido del cantable se pasa al estribillo, mediando un preámbulo de cuatro compases a modo de preparación, mientras se acelera un poco el tiempo. El estribillo, según lo expresa su nomenclatura, se repite a su voluntad, pasándose de él a la Coda para terminar el bailable con otra corrección”.
En los periódicos de la época fue recogido el estreno del Danzonete. El cantante Antonio Aguiló tuvo a su cargo la parte vocal aquella noche del ocho de junio de 1929 en el Casino Español de Matanzas. Y cuando sonaron los compases finales la primera de las seis veces en que fue ejecutado a la sazón, un alborozado grupo de matanceros ilustres como Fernando Lles, Vicente Carneado, Pedro Urquiza, Juan Cortizo, José Ností, doctor Miguel Beato, doctor Armando Estorino, César Carballo, doctor Carlos Pérez Jorge y muchos más corrieron a felicitar al coterráneo creador del Danzonete. Pocos días después se tocaba en La Habana.
El Danzonete vino a menos, más y más, a partir de 1940. Su eclipse no ha sido total, pero el mismo Aniceto Díaz reconoce que su género, salvador en 1929 de los músicos de atril, presenta apariencias de ocaso. Las charangas prosiguieron tomando de los tríos con guitarras nuevos estilos
y géneros que antaño le llegaban a través del Danzonete. Guarachas, sones, boleros rítmicos, rumbas, pregones, boleros tropicales, etc., por su parte las orquestas de Jazz enfilaban sus recursos de timbre hacia los géneros afrocubanos. Congas y más congas, lamentos negros, y nuevos estilos como “Bruca Maniguá” de Arsenio Rodríguez y “Babalú” de Margarita Lecuona –por ejemplo– evidenciaron las amplias posibilidades que la orquesta de Jazz ofrecía a modernas partituras instrumentales.
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