MOTINES EN FRANCIA, ENTRE MORBILIDAD E INTERREGNO

11 de julio de 2023

No me pasa por la mente hoy intentar sentar cátedra como sociólogo, mucho menos como loquero, para intentar analizar el estado de ánimo que predomina en la ciudadanía francesa después de los recientes desórdenes y motines que hemos sufrido. Estamos volviendo lentamente a una precaria normalización de la vida diaria pero la nación sigue traumatizada. Más bien lo que queda de ella como tal, porque estamos en una situación de fragmentación y de comunitarismo que muchos predijeron hace un cuarto de siglo.  Es larga la lista de acontecimientos adversos que la realidad nos ha infligido de 2017 a la fecha. En estos últimos tempos hemos vivido escalonadamente conflictos convenientemente magnificados por las redes sociales y por una prensa mundial encantada de describir de la peor manera posible a un país que detestan y que probablemente quisieran ver deshecho. El inventario incluye los chalecos amarillos; la oposición a la ley que cambió la edad para jubilarse; el movimiento antivacunas cuando el Covid-19; las acciones delictivas de los activistas black boc cada vez que ha habido desfiles; las reivindicaciones del islamoizquierdismo; el creciente antisemitismo en los suburbios urbanos en los que los musulmanes son aplastante mayoría, etc.  Como colofón a los recientes acontecimientos figura la acción subterránea de los extremistas de izquierda y la preocupante perspectiva a 12 meses vista de los Juegos Olímpicos París 2024. Los sindicalistas están emboscados.

Las contradicciones internas de la sociedad están ahí, no son novedad y a pesar de la verborrea de políticos y de gurúes no han dejado de agravarse. Los inmigrantes siguen entrando clandestinamente.  Es innegable que ha habido cambios significativos en Francia como en todas partes. No es más el lugar al cual llegué legalmente en 1982. Pero en otros países, como es el caso en nuestros vecinos europeos más cercanos, la conflictividad inherente a la época no se materializa en odio de una parte de la población contra estructuras a las cuales ellos, sus padres y sus abuelos todo deben. El llamado pacto republicano no existe y probablemente jamás existió, salvo para aquellos ilusos que inventaron el concepto. Lo cierto es que días atrás, con el pretexto de la muerte de un joven de 17 años que fue en vida un delincuente incorregible, hubo 150 alcaldías incendiadas, 700 policías heridos y 10 mil incendios deliberados perpetrados. Todo como expresión de un nihilismo que no esconde su rostro.  No es extraño que los turistas estén huyendo de lo que cada vez más se les aparece como ciudades de una Francia-«hombre enfermo de Europa», para usar una expresión otrora empleada al describir otros lugares y circunstancias continentales.

Personalmente la explosión callejera me pilló lejos. Estaba pasando la semana a dos horas de avión, en Cerdeña. Al volver llegué incluso a temer que el taxi del aeropuerto rehusara traerme a casa en Clamart: mi villa estaba en toque de queda aquella noche. El burgo, que no había vuelto a ser noticia desde agosto de 1962 cuando el fallido atentado a De Gaulle, fue citado hasta en CNN. Unos facinerosos le habían dado candela a un tranvía de los que atraviesa el barrio la noche anterior. Hicieron más porque, ya en desenfrenado delirio, intentaron destruir otro y saquearon un pequeño centro comercial dedicado a la venta de productos de primera necesidad.  Fue por eso que, para evitar males mayores, el alcalde no vaciló en cerrar los servicios públicos no indispensables durante tres días. No le faltaba razón porque uno de sus colegas, edil en una ciudad colindante, fue atacado en su domicilio en plena madrugada. El hecho sin precedentes testimonia un salvajismo que eriza.

Todo esto no es más que la continuación de lo que antes estaba ocurriendo, pero en peor. El balance material de cinco días de desmanes supera al de cinco semanas en 2005, siempre desencadenados gracias al mismo pretexto: un delincuente joven, de etnia magrebí o negra, ultimado mientras lo perseguía la policía por alguna fechoría. En trasfondo indiscutiblemente, el tráfico de drogas que alimenta una economía subterránea que genera muchos millones, el cual con el entramado que ha ido creando es capaz de provocar y a continuación detener los motines.  De hecho, existe hoy una tesis que sostiene que cuando las cosas comenzaron a calmarse a partir del miércoles 5 fue, primero porque ya no quedaba qué robar en los pequeños comercios de barrio, después porque el desorden estaba afectando el comercio clandestino conducido por los caïds en las ciudadelas.

Este paroxismo de loca violencia con sus secuelas de destrucción y de pillajes paralelos a ataques directos a policías y a gendarmes, puede repetirse en cualquier momento. Sobre todo, porque ahora han entrado en el baile delincuentes mucho más jóvenes y más osados quienes, habiendo gustado el sabor de delinquir impunemente, no vacilarán en repetir gestos antisociales de los que finalmente se sientes orgullosos ya que son en definitiva la punta visible de un iceberg que subyace en Francia y que los extremistas de izquierda aúpan con una benevolencia no desprovista de un cálculo político cierto. Solo que el tiro puede salirles por la culata y el electorado podría votar por sus adversarios de signo contrario. 

Como ya he expresado más arriba el frenesí de los acontecimientos por los que acabamos de pasar, no se produjo por generación espontánea. De hecho, en la normalidad aparente que los precedió bullía ya subterráneamente lo que se manifestó gracias a la chispita que desencadenó la deflagración. El hecho de que una política de tolerancia cero no haya jamás existido en Francia se añade a un Poder Judicial integrado mayoritariamente por jueces izquierdistas de un sectarismo sin cuento, que se las arreglan para aplicar los textos de la manera más benigna posible al delincuente. El transgresor de la ley se ha convertido aquí en un remedo de corsario que goza de licencia tácita para incurrir en las acciones reprobables que tenga por convenientes.

Los nihilistas y sus asociados le han declarado la guerra a la sociedad francesa. Con la mayoría silenciosa suscrita más que siempre a la pusilanimidad y ejerciendo el peor equipo de gobierno que, en mi opinión, la Quinta República ha tenido de 1958 a la fecha, la situación es de pronóstico reservado. En la conducción de los destinos de una nación los milagros no existen y la palabra pública de quienes dicen asumir responsabilidades en concordancia con las funciones para las que fueron seleccionados, solo compromete a los tontos que acepten creer en ella. El futuro se asemeja cada vez más a un pasado del cual nadie puede sentirse orgulloso.

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