Luchar beligerantemente-sin el apoyo de la CIA- por la liberación de Cuba era sinónimo de estarse comiendo un cable.
Durante toda esa etapa solamente yo tenía unas botas heredadas del US Army y estaban muy deterioradas después de haber pasado el “basic training” con ellas.
Creo innecesario decir que no tenía transportación, ni un centavo en los bolsillos y me parecía que en las ardientes aceras de Miami se podía freír un huevo.
Ni idea tengo de la enorme cantidad de millas que caminé en Miami. Por ejemplo: Mi compadre Jorge Riopedre me decía: “¿Quieres ir a la casa de mi hermano a tomar café?” Y caminábamos más de 5 millas en ese menester.
El hoy admirado mártir Vicente Méndez me decía “Esteban, me acompañas a ir a la casa de “Spiritico” un amigo mío que fue uno de los que capturó a Conrado Benítez en El Escambray, quiero que lo conozcas“. Y hasta Hialeah nos íbamos a pie.
La cuestión fue que las vetustas botas fueron deteriorándose, prácticamente habían perdido las suelas y está demás decirles que “en nuestro presupuesto de guerra” no había dinero para comprarme un par de zapatos nuevos.
Le pedí prestado un dólar a Humberto Solís -un combatiente que había sido miembro de infiltración de la Brigada 2506- y con eso me compré un par de chancleticas de goma que detesté extraordinariamente durante las dos semanas que las usé.
Así llegué a Los Ángeles, a la casa de Mercedes y Joaquín Bin, con mis pies empercudidos; y con el primer cheque ganado me compré unos buenos zapatos y boté las chancletas.
Hoy me arrepiento, debí guardarlas para ser exhibidas un día en “el museo de la contrarrevolución”.
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