No existía ni un simple bolígrafo, las máquinas de escribir rudimentarias eran escasas y estoy seguro que él no andaba con una a retortero.

No se conocían las computadoras, ni la internet, ni los teléfonos inteligentes.

El inteligente era él, el más inteligente de todos los inteligentes nacidos en el archipiélago nuestro.

Armado de lápices, libretas, cuadernos y en el mejor de los casos de tinta y unas cuantas plumas de ganso.

Solo vivió unos 43 años con una inmensa producción literaria, una montaña de versos, poemas, libros, más alta que el Everest.

Lo cual me hace pensar que tuvo una idea y la plasmó cada 15 minutos, escribió al amanecer, en medio de la madrugada, al despertar, durante todo el día, la semana, y todos los años que vivió.

Pero, desgraciadamente, todo el que produce ideas sin que lo acompañen los actos heroicos, recibe la envidia, críticas, amenazas, improperios, hasta de generales de la guerra de los 10 años.

El patriota que debimos cuidarlo más que a un gallo fino, porque gallo fino era, lo vilipendiaron, lo llamaron “Capitán Araña”, “Pepe Ginebra”, mujeriego, borrachín y hasta cobarde.

Y “el hombre que no debió de morir” que todavía hoy necesitamos, abrumado, triste, comete el error garrafal de demostrarle a los mal intencionados que él no es solamente un escritor sino que es un patriota, que tiene los pantalones bien puestos, que está dispuesto a morir y hacer patente la estrofa de nuestro sagrado himno de que “morir por la patria en vivir…”

Lanza a su caballo Baconao contra las feroces tropas enemigas. Los guerrilleros festejan su muerte, los patriotas lo convierten en El Apóstol. Cayó boca abajo, no de cara al sol como él quería.

Ahí deja de ser de él para convertirse en nuestro, en José de los cubanos.

Y el castrismo tergiversa su obra, e intenta convertirlo en una pieza de su odiada propaganda.