MENGUA Y VIRTUD DEL ZANJÓN

Written by Libre Online

6 de octubre de 2021

Por  Octavio R. Costa. (1950)

La Guerra de los Diez Años hecho milagroso.-Las indisciplinas.- Las Villas no aceptan a Máximo Gómez.- Vicente García.- Gestación del Pacto del Zanjón.-Las primeras entrevistas entre los cubanos.-La reunión de la Cámara de Representantes.- El primer paso hacia la transacción.- Las negociaciones con los españoles.- El Pacto del Zanjón.- Sus efectos.- Final.

Tiene todo el proceso histórico cubano un angustioso y melancólico sentido de frustración. Las más gloriosas empresas culminan en tristes fracasos o aparecen disminuidas  por la sombra de una mengua. Es un fatal sino crepuscular que viene escondido en la entraña de todo acontecimiento. Y la gesta primera y mayor, la que se hizo audacia en Céspedes, pureza en Agramonte, coraje en Gómez, sacrificio en Aguilera, terquedad en Maceo la que se materializó con la madrugada de La Demajagua, acabó sin gloria en la capitulación acordada en la finca San Agustín del Zanjón.

El milagro no pudo resistir más las agresiones de las realidades. Puro milagro fue aquella maravillosa hazaña de una guerra que duró casi diez años, sostenida por el valor inaudito y la dignidad corajuda de una minoría de hombres frente a la indiferencia del pueblo que pretendían libertar. Parece cosa de leyenda lo consumado por quienes alentaron  y sostuvieron la gesta iniciada en el sesenta y ocho. No cabe en palabras el elogio que merece aquel ejército, cuyos soldados no tuvieron más remuneración que el sacrificio, que el abandono de  sus hogares, que el hambre, la miseria, que el dolor y la muerte. Sin recursos, sin ayuda alguna procedente de las emigraciones, con las armas, las municiones arrebatadas al adversario, lucharon heroicamente aquellos colosales cubanos contra una fuerza militar organizada y abastecida de todos los elementos necesarios. En las jornadas vendidas cayeron los guías. El destino cubano se preñó de adversidad. Los signos de Bijagual y Lagunas de Varona se hicieron agónica presencia y la Revolución que inició al ademán de Céspedes penetró en la etapa de la desintegración.

Era el año de 1876, y era presidente de la República Tomás Estrada Palma. El esfuerzo cubano triunfante por encima de todos los hostigamientos y al margen de las más angustiosas precariedades. España no podía resistir más y envió a la Isla insurrecta al más brillante de sus militares, al general Arsenio Martínez Campos, el glorioso restaurador de la dinastía borbónica. Ante la noticia de la presencia en La Habana del insigne hispano, Máximo Gómez, que ostenta la jefatura del Cuerpo de Las Villas se inclina sobre el mapa. Clava su mirada fuerte y penetrante en puentes de Occidente. Se fija en Colón. Mira más hacia el Oeste, se detiene en Guines. Estudia el lugar estratégico hacia el que piensa atraer al hombre que ha llegado a Cuba con propósitos de definitiva pacificación a fin de producir gloriosamente el Ayacuche cubano, la batalla definitiva que conquistará para Cuba su independencia. Pero en Las Villas ocurren hostiles acontecimientos, se producen numerosas deserciones. Los hechos adquieren categoría de motín. Lo encabeza un diabólico ángel, Ángel Mayo. En vano pretende Gómez poner coto a la indisciplina. El tan enérgico, cede ante los rebeldes, pretende complacerlos, solicita las renuncias de los jefes que contrarían a los amotinados, Julio Sanguily, Rafael Rodríguez, Gabriel González, Enrique Mola. Todo fue inútil. El Mayor General Carlos Roloff quien le paticipa que los villareños no lo quieren a él tampoco. Y Gómez siempre máximo, invariablemente grande, abandona inmediatamente el mando desde el cual soñó aniquilar las divisiones españolas mandadas por Martínez Campos.

El motín en Las Villas marca el inicio de la agonía. Para sustituir a Máximo Gómez se escoge a Vicente García, el hombre de Lagunas de Varona, y las Lagunas de Varona se repiten en Santa Rita. Y Santa Rita es el signo más dramático que exhibe la Revolución. Es la concreción de la indisciplina que cundía en las filas del Ejército. Es el triste acabamiento de una gran empresa. Tomás Estrada Palma cae prisionero de los españoles. En Holguín encabezan un subversivo movimiento político José Enriques Collado y Limbano Sánchez. Antonio Bello y Esteban de Varona pretenden tramitar gestiones de paz. Las filas mambisas aparecen diezmadas. El hambre las aniquila con furia mayor que las balas enemigas. Las deserciones crecen con ostensible alarma de los altos jefes. La Cámara de Representantes apenas si tiene quórum para celebrar sus sesiones. El Gobierno está incomunicado. Del extranjero no llega ni un solo auxilio. Mueren ciudadanos de la calidad de Eduardo Machado. Las ambiciones, las intrigas, los celos, las mezquindades, empiezan a minar la entraña de la gesta. La Revolución comienza en su agonía a ser caos, lógicamente, surge la exaltación de Vicente García  a la presidencia de la República.

Y Vicente García lo pronosticó. Se le llevó a la presidencia para que la República muriese en sus brazos. Fue una venganza del destino.

Mientras la Revolución se desintegraba, Martínez Campos sustanciaba habilidosamente sus planes pacificadores. Exhibía como jefe del Ejército español, un estilo nuevo, un procedimiento inédito. La crueldad de sus antecesores fue sustituída por una insólita generosidad, por una comprensión desbordada, por una inaudita cortesanía. Inauguró una eficaz política de acercamiento, de concordia y de armonía. Para los prisioneros, los familiares de los insurrectos, para cuantos cubanos entraron en su órbita agotó la hidalguía. Y este método frente a una Revolución agotada en sus posibilidades de victoria, tenía que prosperar en definitiva. Se aunaron la táctica de Martínez Campos y las circunstancias cubanas, tan negativas, tan hostiles para el triunfo de la empresa que se inició para la conquista de la libertad. Si lo de España en Cuba era una impotencia mayor era la Revolución frente a las posibilidades bélicas de la Metrópoli. No era posible mantener más la verticalidad del milagro. Y el milagro heroico y glorioso de los mambises comenzó a desmoronarse dramática y melancólicamente.

En Loma de Sevilla, el mismo sitio de la entrevista de Gómez con Vicente García cuando lo de Lagunas de Varona, el lugar donde se alzó con convincente elocuencia la palabra de Manuel Sanguily, comienza a tramitarse la liquidación de la gesta iniciada en la alborada de La Demajagua. Está reunida la Cámara de Representantes, y están presentes los diputados Salvador Cisneros, Miguel Betancourt, Francisco Sánchez, Antonio Aguilar, Luis Victoriano y Federico Betancourt, José Aurelio Pérez y Marcos García. Están ausentes los de Oriente y Spotorno está en Najasa. Consideran la situación revolucionaria y piensan que es menester adoptar alguna resolución fecunda de los intereses cubanos. Salvador Cisneros Betancourt tiene una idea habilidosa: la de promover negociaciones con Martínez Campos, a fin de lograr el cese provisional de las hostilidades y ganar tiempo para recuperar las fuerzas y lograr los recursos pertinentes. Pero el Cuerpo por su naturaleza, no puede tramitar un acuerdo semejante y se convoca a una reunión de jefes militares. Presentes están Máximo Gómez, Gabriel Gózales, Gonzalo Moreno, Aurelio Duque Estrada, Agustin Castellanos. Este es el encargado de explicar a los reunidos el motivo de la convocatoria, pero suplica al Brigadier González que lo sustituya. Pero su palabra no suficientemente clara y expresiva obliga a que Gómez asuma el papel encargado a Castellanos. Y Gómez después de referirse a lo peligroso del período que se atraviesa, a la ausencia de unidad revolucionaria, a los sucesos de Holguín, a la elección de Vicente García para la presidencia de la República, a la nueva política inaugurada por Martinez Campos, propone que se solicite una suspensión de las hostilidades a fin de que reunido el pueblo cubano en asamblea soberana determine sobre su destino. Es el mismo pensamiento de Cisneros, con el mismo objetivo: ganar tiempo.

La idea de Gómez es unánimamente aprobada y en nueva reunión, en la que ya Gómez no está presente, porque ha salido hacia Najasa con González, se acuerda que sea el Teniente Coronel Aurelio Duque Estrada el que se acerque a Martínez Campos para solicitar lo acordado, y gestión que realizará a través de su tio el también teniente Coronel Esteban Duque Estrada prisionero en Santa Cruz del Sur. Y antes de que el mediador salga de Loma de Sevilla, la Cámara adopta la resolución trascendente: deroga el famoso decreto de Spotorno, el que castigaba con la muerte a quien trajese proposiciones de paz que no fueran sobre la base de la independencia.

Con bandera blanca hizo el viaje de retorno Duque Estrada, y acompañado de su tio, portavoz de proposiciones de paz provenientes del propio Martínez Campos, quien había, en correspondencia a lo solicitado, suspendido las hostilidades en el territorio de Camaguey hasta el diez de Enero. Pero el comisionado y sus compañeros llegan al campamento del Brigadier Gregorio Benítez, Jefe del Cuerpo de Camaguey, desconocedor en lo absoluto de los acuerdos de Loma de Sevilla. Y Benítes rechaza el pliego que se le extiende con la amenaza de que le formará inmediatamente al dador consejo de guerra. Aclarada la situación por los diputados presentes, Duque insta a Benítez para que le dé respuesta sobre la suspensión de hostilidades acordada por Martínez Campos, pues es menester rendir informe al general Cassola. Bajo la presión de Cisneros, que, como Presidente de la Cámara, se compromete a asumir las responsabilidades que se originen, Benítez acepta la suspensión de hostilidades y decide que se gestione la ampliación del término señalado a fin de que se pueda informar a Vicente García y éste como presidente de la República, determine sobre la tramitación posterior de las gestiones de paz que se sustancian. Se encarga a Enrique Collazo esta gestión, Martínez Campos acepta en principio la ampliación del término señalado, pero pospone para una reunión posterior en Chorrillo la fijación de las condiciones a que está sujeta dicha prórroga.

Mientras Benítez se ha dirigido a Gómez, que sigue en Najasa, para que venga hacia él inmediatamente a fin de que lo ayude a salir del “berenjenal” en que está metido. Le pide que traiga a Ramón Roa, al coronel Spotorno, la brigadier González y a los diputados Sánchez y Betancourt. Y queda esperándolos con ansías, porque junto a él hay mucha gente con miedo a la que hay que demostrarle que el honor no debe perderse y que en todo caso debe saberse morir con honor.

Máximo Gómez censura a Benítez su actitud y su conducta y cree que ha asumido responsabilidades en que no debió haber incurrido. Pero así mismo comprende que los acontecimientos se están precipitando en tal forma que es menester llegar a una conclusión definitiva.

Más adelante en San Fernando se entrevistan el presidente cubano y el militar español. Y hablan de la paz. Martínez Campos esgrime todos los razonamientos. Es hombre de seducción personal, de fácil palabra, de amplios recursos dialécticos. Invoca valores espirituales. Maneja realidades. Expone hechos inesquivables. El cubano, temperamentalmente terco, transigue sin querer transiguir ni comprometerse. Ni él ni nadie quiere asumir la responsabilidad de la capitulación. Pero promete a Martínez Campos el estudio de sus proposiciones y la formulación, en su caso, de contraposiciones.

La Cámara de Representantes se niega a hacerlas. No quiere oficialmente tener conocimiento del asunto, porque ello es traicionar la Constitución, violar la ley, ofender el mandato que se ha recibido del pueblo. Ante esta realidad, se convoca una reunión de jefes y oficiales. El brigadier Rafael Rodriguez plantea con neta claridad la cuestión. Se está definitivamente ante un dilema. Se va a decidir la continuación de la guerra o la aceptación de la paz. Y nadie votó por la guerra. Comunicado este hecho a la Cámara, ésta se reunió. Estaban presentes Salvador Cisneros, Juan Bautista Spotorno, José Aurelio Pérez, Federico y Luis Victoriano Betancourt, Miguel Betancourt, Antonio Aguilar y Francisco Sánchez. Ante los sucesos consumados, Spotorno renuncia  su acta de diputado. Cisneros se niega a hacerlo. Dice palabras de hermosa gallardía. Solemnemente protesta contra todo lo que se ha realizado y pretende realizarse. Ninguno de los otros lo acompañó en su decisión y el Cuerpo quedó disuelto, era el ocho de febrero. En la finca San Agustín del Brazo.

Para ultimar los arreglos de paz con Martínez Campos se designó un comité integrado por los brigadieres Manuel Suárez y Rafael Rodríguez, los coroneles Juan Bautista Spotorno y Emilio L. Luaces, el teniente-coronel Ramón Roa, el comandante Enrique Collazo y el ciudadano Ramón Pérez Trujillo. Se pidió a Vicente García la renuncia de su cargo, se redactaron las contraproposiciones que se presentarían al español y se nombraron a Roa y a Luaces para que se entrevistaran con Martínez Campos.

Las proposiciones del Comité se diferenciaban de las de Martínez Campos, esencialmente, en dos puntos. En el orden político se demandaba, en vez de la equiparación con Puerto Rico, la asimilación a las provincias españolas, con la excepción de las quintas.

Y después de la capitulación vinieron las calumnias, las injurias, las ofensas. Cayeron sobre los capitulados las más soeces agresiones. Procedían de quienes no estaban resaltados por la autoridad del sacrificio y el heroísmo. Los que pactaron con Martínez Campos lo hicieron bajo el imperio de circunstancias insoslayables. Diez años de sacrificio en vano, ante la indiferencia de un pueblo que dio a las filas españolas treinta mil soldados, justificaba la decisión que se tramitó, por parte de los españoles, con suma delicadeza, con celoso respeto para el honor de los cubanos. Ninguno de los que intervinieron en la celebración del pacto tuvieron responsabilidad alguna.

La responsabilidad del Zanjón cae sobre los cubanos que se mantuvieron en sus casas, mientras una ínfima minoría se consumía en la manigua. Sobre los que no pelearon, ni aportaron nada, ni dinero ni alimentos a la gesta emancipadora. Sobre los que se sumaron guerrillescamente a la casa de los opresores. Sobre los cubanos que melancólicamente contempló Máximo Gómez en San Luis. Mirándolos el glorioso caudillo exclamó: Cuba no puede ser libre.

Sobre los hombres del Zanjón cayó toda la condenación. Se les imputaron pecados y delitos. Se dijo de ellos que se habían vendido al oro español. Natural era la calumnia. De ella no se salvan nunca los que tienen sustancia de mártires o vocación de fundadores.

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