Por Octavio R. Costa (1950)
Tiene todo el proceso histórico cubano un angustioso y melancólico sentido de frustración. Las más gloriosas empresas culminan en tristes fracasos o aparecen disminuidas por la sombra de una mengua. Es un fatal sino crepuscular que viene escondido en la entraña de todo acontecimiento auroral. Y la gesta primera y mayor, la que se hizo audacia en Céspedes, pureza en Agramonte, coraje en Gómez, sacrificio en Aguilera, terquedad en Maceo, la que se irguió con la madrugada de la Demajagua, acabó sin gloria en la capitulación acordada en la finca San Agustín del Zanjón.
El milagro no pudo resistir más las agresiones de las realidades. Puro milagro fue aquella maravillosa hazaña de una guerra que duró casi diez años, sostenida por el valor inaudito y la dignidad corajuda de una minoría de hombres frente a la indiferencia del pueblo que pretendía libertar. Parece cosa de leyenda lo consumado por quienes alentaron y sostuvieron la gesta iniciada en el 68.
No cabe en palabras el elogio que merece aquel Ejército cuyos soldados no tuvieron más remuneración que el sacrificio, que el abandono de sus hogares, que el hambre, que la miseria, que el dolor y la muerte sin recursos, sin ayuda alguna, procedente de las emigraciones. Con las armas y municiones arrebatadas al adversario, lucharon heroicamente aquellos colosales cubanos contra una fuerza militar organizada y abastecida de todos los elementos necesarios. En las jornadas vencidas, cayeron los guías más señeros. El destino cubano se prendió de adversidad. Los signos de Bijagual y Lagunas de Varona se hicieron agónica presencia y la revolución que inició el ademán de Céspedes penetró en la etapa de la desintegración.
Era el año de 1876 y era presidente de la República Tomás Estrada Palma. El esfuerzo cubano lucía triunfante por encima de todas las hostilidades, de todos los hostigamientos y al margen de las más angustiosas precariedades. España no podía resistir más y envió a la isla insurrecta al más brillante de sus militares, al general Arsenio Martínez Campos, el glorioso restaurador de la dinastía Borbónica. Ante la noticia de la presencia en La Habana del insigne hispano Máximo Gómez, que ostentaba la Jefatura del Cuerpo de las Villas se inclina sobre el mapa. Clava su mirada fuerte y penetrante en puntos de Occidente.
Se fija en Colón. Mira más hacia el Oeste. Se detiene en Güines. Estudia en lugares estratégicos hacia el que piensa atraer al hombre que ha llegado a Cuba con propósitos de definitiva pacificación a fin de producir gloriosamente el Ayacucho cubano, la batalla definitiva que conquistará para Cuba su independencia. Pero en Las Villas ocurren hostiles acontecimientos. Se producen numerosas deserciones. Los hechos adquieren categoría de motín, lo encabeza un diabólico ángel, Ángel Mayo.
En vano pretende Gómez poner coto a la indisciplina. Él tan enérgico, cede ante los rebeldes, pretende complacerlos, solicita las renuncias de los jefes que contrarían a los amotinados. Julio Sanguily, Rafael Rodríguez, Gabriel González, Enrique Mola, todo fue inútil. Es el mayor general Carlos Roloff quien le participa que los villareños no lo quieren a él tampoco, y Gómez siempre máximo, invariablemente grande, abandona inmediatamente el mando desde el cual soñó aniquilar las divisiones españolas mandadas por Martínez Campos.
El motín de las Villas marca el inicio de la agonía. Para sustituir a Máximo Gómez se escoge a Vicente García, el hombre de Lagunas de Varona y las Lagunas de Varona se repiten en Santa Rita. Y Santa Rita es el signo más dramático que exhibe la revolución. Es la concreción de la indisciplina que cundía en las filas del Ejército. Es el triste acabamiento de una gran empresa. Tomás Estrada Palma cae prisionero de los españoles. En Holguín encabezan un subversivo movimiento político José Enríquez Collado y Limbano Sánchez. Antonio Bello y Esteban de Varona pretenden tramitar gestiones de paz.
Las filas mambisas aparecen diezmadas. El hambre las aniquila con furia mayor que las balas enemigas. Las deserciones crecen con ostensible alarma de los altos jefes. La Cámara de Representantes apenas si tiene quórum para celebrar sus sesiones. El Gobierno está incomunicado. Del extranjero no llega a un solo auxilio. Mueren ciudadanos de calidad de la egregia de Eduardo Machado. Las ambiciones, las intrigas, los celos, las mezquindades empiezan a minar la entraña de la gesta. La revolución comienza en su agonía a hacer un caos y de ese caos, lógicamente, surge la exaltación de Vicente García a la Presidencia de la República.
Y Vicente García lo pronosticó. Se lo llevó a la presidencia para que la República muriese en sus brazos. Fue una venganza del destino.
Mientras la revolución se desintegraba Martínez Campos sustanciaba habilidosamente sus planes pacificadores. Exhibía como jefe del Ejército español un estilo nuevo, un procedimiento inédito, la crueldad de sus antecesores fue sustituida por una insólita generosidad por una comprensión desbordada, por una inaudita cortesía. Inauguró una eficaz política de acercamiento de concordia y de armonía para los prisioneros, para las familias de los insurrectos, para cuantos cubanos entraron en su órbita agotó la hidalguía. Y este método frente a una revolución agotada en sus posibilidades de victoria, tenía que prosperar, en definitiva.
Se aunaron la táctica de Martínez Campos y las circunstancias cubanas tan negativas, tan hostiles para el triunfo de la empresa que se inició para la conquista de la libertad. Si lo de España en Cuba era una impotencia, una impotencia mayor era la revolución frente a las posibilidades bélicas de la metrópoli. No era posible mantener más la verticalidad del milagro y el milagro heroico y glorioso de los mambises comenzó a desmoronarse dramática y melancólicamente.
En Loma de Sevilla, el mismo sitio de la entrevista de Gómez con Vicente García cuando lo de Lagunas de Varona, el lugar donde se alzó con convincente elocuencia la palabra de Manuel Sanguily, comienza a tramitarse la liquidación de la gesta iniciada en la alborada de la Demajagua. Está reunida la Cámara de Representantes y están presentes los diputados Salvador Cisneros, Miguel Betancourt, Francisco Sánchez, Antonio Aguilar, Luis Victoriano y Federico Betancourt, José Aurelio Pérez y Marcos García.
Están ausentes los de Oriente y Spotorno está en Najasa. Consideran la situación revolucionaria y piensan que es menester adoptar alguna resolución fecunda a los intereses cubanos. Salvador Cisneros Betancourt prohíja una idea habilidosa: la de promover negociaciones con Martínez Campos a fin de lograr el cese provisional de las hostilidades y ganar tiempo para recuperar las fuerzas y lograr los recursos pertinentes.
Pero el Cuerpo, por su naturaleza, no puede tramitar un acuerdo semejante y se convoca a una reunión de jefes militares. Presentes están Máximo Gómez, Gabriel González, Gonzalo Moreno, Aurelio Duque Estrada, Agustín Castellanos. Este es el encargado de explicar a los reunidos el motivo de la convocatoria, pero suplica a el Brigadier González que lo sustituya, pero su palabra no suficientemente clara y expresiva, obliga a que Gómez asuma el papel encargado a Castellanos. Y Gómez, después de referirse a lo peligroso del periodo que se atraviesa, a la ausencia de unidad revolucionaria, a los sucesos de Holguín, a la elección de Vicente García para la Presidencia de la República, a la nueva política inaugurada por Martínez Campos, propone que se solicite una suspensión de las hostilidades a fin de que, reunido el pueblo cubano en asamblea soberana, determine sobre su destino. Es el mismo pensamiento de Cisneros. Con el mismo objetivo: ganar tiempo.
La idea de Gómez es unánimemente aprobada y en nueva reunión en la que ya Gómez no está presente porque ha salido hacia Najasa con González se acuerda que sea el teniente coronel Aurelio Duque Estrada, el que se acerque a Martínez Campos para solicitar lo acordado, y gestión que realizará a través de su tío, el también teniente coronel Esteban Duque Estrada, prisionero en Santa Cruz del Sur. Y antes de que el mediador salga del horno de Loma de Sevilla, la Cámara adopta una resolución trascendente. Deroga el famoso decreto de Spotorno, el que castiga con la muerte a quien trajese proposiciones de paz que no fuera sobre la base de la independencia.
Con bandera blanca, hizo el viaje de retorno Duque Estrada y acompañado de su tío, portador de proposiciones de paz provenientes del propio Martínez Campos, quien había, en correspondencia a lo solicitado, suspendido las hostilidades en el territorio de Camagüey hasta el 10 de enero. Pero el Comisionado y sus acompañantes llegan al campamento del Brigadier Gregorio Benítez, jefe del cuerpo de Camagüey, desconocedor en absoluto de los acuerdos de Loma de Sevilla. Y Benítez rechaza el pliego que se le extiende con la amenaza de que le informara inmediatamente al dador Consejo de guerra.
Aclarada la situación por los diputados presentes, Duque insta a Benítez para que le dé respuestas sobre la suspensión de hostilidades acordada por Martínez Campos, pues es menester rendir informe al General Cassola.
Bajo la presión de Cisneros, que como presidente de la Cámara se compromete a asumir las responsabilidades que se originen, Benítez acepta la suspensión de hostilidades y decide que se gestione la ampliación del término señalado, a fin de que se pueda informar a Vicente García y éste como presidente de la República, determine sobre la tramitación posterior de las gestiones de paz que se sustancian. Se encarga a Enrique Collazo esta gestión y Martínez Campos acepta en principio la ampliación del término señalado, pero pospone para una reunión posterior en chorrillo la fijación de las condiciones a que estará sujeta dicha prórroga.
Mientras Benítez se ha dirigido a Gómez, que siguen en Najasa, para que venga hacia él inmediatamente, a fin de que lo ayude a salir del “berenjenal” en que está metido, le pide que traiga a Ramón Roa, al coronel Spotorno, al Brigadier González y a los diputados Sánchez y Betancourt. Y queda esperándole con ansiedad porque junto a él hay mucha gente con miedo a la que hay que demostrarle que el honor no debe perderse y que, en todo caso, debe saberse morir con honor.
Máximo Gómez censura a Benítez su actitud y su conducta y cree que ha asumido responsabilidades en lo que no debió haber incurrido. Pero así mismo, comprende que los acontecimientos se están precipitando en tal forma que es menester llegar a una conclusión definitiva: a la paz o a la guerra.
Todos son conscientes de la gravedad del momento, comprenden cómo es posible la prosecución de la lucha. Están frente a la evidencia de que todos, aunque no lo expresen, desean la paz. La revolución agoniza y sus escasos soldados hambrientos y totalmente depauperados, sin ilusión ni fe, sienten sobre sí un inmenso cansancio y una desbordada ansiedad de quietud, de retorno a sus casas.
Diez años de infecundo sacrificio pesan mucho sobre el ánimo más valiente. Se acuerda que Vicente García se entrevistó con Martínez Campos a fin de lograr que una vez más, se prorrogue el término de la suspensión de hostilidades. Los rectores de la revolución comprenden la fatalidad de la capitulación, pero se resisten a aceptar esa realidad, a admitirla como una evidencia insoslayable y aspiran a ganarle al español una victoria de tiempo. Confían en la aparición de un milagro en que ocurra algo inesperado ante la dramática desgracia de declarar cancelado un esfuerzo mantenido con tanto coraje durante casi una década.
En San Fernando se entrevistan el presidente cubano y el militar español y hablan de la paz. Martínez Campos esgrime todos los razonamientos, es hombre de seducción personal, de fácil palabra, de amplios recursos dialécticos, invoca a valores espirituales, maneja realidades, expone hechos inesquivables.
El cubano temperamentalmente terco transige sin querer transigir, ni comprometerse, ni él ni nadie quiere asumir la responsabilidad de la capitulación, pero promete a Martínez Campos el estudio de sus proposiciones y la formalización, en su caso, de contra proposiciones.
La Cámara de Representantes se niega a hacerlas, no quiere oficialmente tener conocimiento del asunto porque ello es traicionar la Constitución, violar la ley, ofender el mando que se ha recibido del pueblo ante esta realidad. Y se convoca una reunión de jefes y oficiales.
El brigadier Rafael Rodríguez plantea con neta claridad la cuestión. Se está definitivamente ante un dilema. Se va a decidir la continuación de la guerra o la aceptación de la paz. Y nadie votó por la guerra. Comunicado este hecho a la Cámara, esta se reunió. Estaban presentes Salvador Cisneros, Juan Bautista Spotorno, José Aurelio Pérez, Federico y Luis Victoriano Betancourt, Miguel Betancourt, Antonio Aguilar y Francisco Sánchez. Ante los sucesos consumados, Spotorno renuncia su acta de diputado. Cisneros se niega a hacerlo. Dice palabras transidas de hermosa gallardía, solemnemente protesta contra todo lo que se ha realizado y pretende realizarse. Ninguno de los otros lo acompañó en su decisión y el cuerpo quedó disuelto. Era el 8 de febrero en la finca San Agustín del Brazo.
Para ultimar los arreglos de paz con Martínez Campos se designó un comité integrado por los brigadieres Manuel Suárez y Rafael Rodríguez. Los coroneles Juan Bautista Spotorno y Emilio Luaces. El teniente coronel Ramón Roa, el comandante Enrique Collazo y el ciudadano Ramón Pérez Trujillo. Se pidió a Vicente García la renuncia de su cargo, se redactaron las contraproposiciones que se presentarían al español y se nombraron a Roa y a Luaces para que se entrevistarán con Martínez Campos.
Las proposiciones del Comité se diferenciaban de las de Martínez Campos, esencialmente en dos puntos. En el orden político se demandaba en vez de la equiparación con Puerto Rico, la asimilación a las provincias españolas, con la excepción de las quintas. El otro consistía en la aspiración a que Martínez Campos asumiera el mando civil y militar de la isla hasta un año, por lo menos después de normalizar la situación. En vano logran ponerse de acuerdo en el punto de carácter político porque ni los dos cubanos ni el hispano conocen ciertamente el Estatuto de Puerto Rico ni su diferencia con la asimilación a las provincias españolas.
El militar hispano, consulta a Jovellar que es el Gobernador General de la isla. Pero la ignorancia de este sobre el particular es semejante. No obstante, aduce razonamientos sobre la ausencia de importancia que tiene el hecho y al fin los cubanos transigen y aceptan totalmente las proposiciones emitidas por Martínez Campos. Ha llegado el fin, se señala el día 28 de febrero para la capitulación. Ha quedado enmudecida la campana de la Demajagua. La noche apagó el sol que alumbró el gesto rebelde de Céspedes.
Ahora es menester informar a los demás departamentos sobre lo hecho en Camagüey. Para Las Villas salieron el coronel Enrique Mola y Ramón Pérez Trujillo para Cuba, Máximo Gómez, Rafael Rodríguez y Enrique Collazo para Manzanillo, Bayamo y Holguín, Agustín Castellanos y José Barranquilla. Para Nueva York, Gabriel González y los Comisionados comprobaron que la paz era un clamor de todos. Solo hubo una voz que se erigió en ademán de protesta, la de Antonio Maceo, la que después cuajó en Baraguá con noble y romántica terquedad.
Y después de la capitulación vinieron las calumnias y las injurias, las ofensas. Cayeron sobre los capitulados, las más soeces agresiones. Procedían de quienes no estaban. Respaldados por la autoridad del sacrificio y del heroísmo. Los que pactaron con Martínez Campos lo hicieron bajo el imperio de circunstancias insoslayables. Diez años de sacrificio inútil ante la indiferencia de un pueblo que dio a las filas españoles 30000 soldados, justificaba la decisión que se tramitó por parte de los españoles con suma delicadeza, con celoso respeto para el honor de los cubanos. Ninguno de los que intervinieron en la celebración del pacto tiene responsabilidad alguna. La responsabilidad cae sobre los que se mantuvieron al margen de la pelea, los observadores, los que critican la conducta de quienes lo renunciaron todo para estar peligrosamente entre la muerte en busca de la libertad.
La responsabilidad del Zanjón cae sobre los cubanos que se mantuvieron en sus casas mientras una ínfima minoría se consumía en la manigua. Sobre los que no pelearon, ni aportaron nada, ni dinero ni alimentos a la gesta emancipadora. Sobre los que se sumaron guerrillescamente a la causa de los opresores. Sobre los cubanos que melancólicamente contempló Máximo Gómez en San Luis. Mirándolos el glorioso caudillo exclamó: Cuba no puede ser libre.
Sobre los hombres del Zanjón cayó toda la condenación. Se les imputaron pecados y delitos. Se dijo de ellos que se habían vendido al oro español. Natural era la calumnia. De ella no se salvan nunca los que tienen sustancia de mártires, vocación de fundadores.
Pero el Zanjón no señala un descenso, un retroceso en el desarrollo histórico de la Isla. El convenio tramitado y acordado con Martínez Campos señala la inauguración de una nueva era. Cuba dejó de ser una mera colonia inicuamente maltratada. Las leyes de Indias quedaron definitivamente derogadas. Cesaron las facultades omnímodas que desde el año 1825 tenían concedidas los Capitanes Generales que gobernaban a Cuba como comandantes de plaza sitiada. El cubano obtuvo del español consideraciones hasta entonces negadas. Empezó a ser súbdito nacional de España quien hasta entonces no fue más que infeliz colono.
El Pacto del Zanjón fue un ascenso evidente. No importa que la concesión de las mismas condiciones políticas y administrativas de Puerto Rico fuera una falacia porque la autonomía concedida a esa Isla en 1870 estaba suspendida desde 1874, porque es lo cierto que en Cuba se inauguró un clima de libertad que permitió a los cubanos la organización de partidos políticos. Sin el Zanjón no hubiese surgido el Partido Autonomista que tanta fecunda siembra de ideas hizo en la conciencia ciudadana. Sin el Zanjón no hubiese sido posible la libertad de pensamiento y de palabra que imperó después de 1878 y que permitió el adoctrinamiento revolucionario, la difusión de los ideales cubanos, la presencia de mensajes cívicos como los de Manuel Sanguily y Juan Gualberto Gómez.
Toda una renovación política se produjo en la isla como consecuencia del pacto consumado con Martínez Campos, porque los cubanos no capitularon, simplemente pactaron. Lograron condiciones que salvaguardaban restos del ideal derrotado. No en vano, toda la vida cubana a partir de 1878 está presidida por el acuerdo del Zanjón.
Hasta su incumplimiento hasta la protesta gallarda por el engaño español fueron útiles. Y si así fue, en el orden político en la zona social, con la libertad de los esclavos y asiáticos procedentes de la insurrección, se consumó un avance que provocó, en definitiva, la abolición de la esclavitud. Y lo del indulto general no tiene menos entidad el hecho de que España olvidase totalmente lo hecho por quienes pretendieron denunciarle a Cuba, su coyunda con España señala el acatamiento español a una realidad cubana. Era reconocerle al cubano el derecho a haberse alzado con armas contra la metrópoli. Había quedado abolido el delito de infidencia creado por Vives.
En el Zanjón quedó apagada la luz de la Demajagua, pero del Zanjón salió la chispa que encendió voluntades y pólvoras el 24 de febrero de 1895. El Convenio permitió una salida honrosa de una causa perdida que se hizo relativamente fecunda. Los cubanos no se rindieron sin condiciones. Las lograron amplias y a la sombra de ellas se expandió la palabra de Martí y por razón de que hubo un Zanjón, pudo Maceo rubricar el alarde gallardo de Baraguá y decir cuando la nueva guerra, que por fortuna no habrá más “zanjones”.
Sin la caída, que fue honrosa evasión del drama inacabable, no se hubiera alzado tan alta la rebeldía del pueblo que hizo guerra durante diez años para comenzarla de nuevo sin cansancio cuando España exhibió definitivamente la terquedad de su incomprensión. La sardónica burla que se le hizo desastre en la Bahía de Santiago, derrota en San Juan, retorno definitivo hacia la península por las mismas aguas en que vinieron bajo el ojo genial de Colón, las naves que conquistaron un mundo para Isabel y sus vasallos.
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