Memorias y Cuentos. “Historia de un Niño”

Written by Libre Online

25 de abril de 2023

Por Dra. María Guerra Galíndez

Me encuentro en el preoperatorio de un salón de cirugía. Debo admitir que estoy sometida a algún nivel de ansiedad. He sido programada para una cirugía de cataratas en unos pocos momentos.

En realidad, ya he vivido experiencias con otros procedimientos quirúrgicos. Especialmente recordaré dentro de la categoría de lo espectacular, lo que específicamente sufrí después de haber sido impactado mi carro contra el muro que contornea al canal. Dos años de restricción en cama y cuatro cirugías anticiparon al momento en que finalmente pude de nuevo caminar. En aquel accidente que de forma abrupta interceptó mi vida le permití a la desesperanza que tomara control de mí y a ratos flaqueó mi fe aventurando remotas posibilidades al éxito quirúrgico.

Un excelente cirujano y una intensa rehabilitación vencieron a la presumida derrota y ocurrió el milagro naturalmente todo bajo la producción y aprobación del supremo director.

Ya he gastado 27 años de la prórroga de vida porque me extendió un pase al siglo XXI para clasificar entre los promediados. Recordaré como este accidente no se conformó en quedarse confinado a mi memoria, marcó mi rostro con una “ptosis” y sustrajo transparencia a uno de mis cristalinos.  Admito que mi primario narcisismo se quebrantó, pero me reconforté conociendo que ninguno de los dos serían estigmas perdurables.

En aquel momento no reconocí cómo crecía y como la adversidad había forjado mi carácter. Estaba determinada a vencer a la casi segura derrota y contradiciendo a las lógicas expectaciones. A salvo quedaban solo mis emociones. Fue entonces cuando me hice capaz de entender la enigmática de como a veces los beneficios se disfrazan de calamidades. Me determiné a enfrentarlas y también a vencerlas. Me dije “piénsate brava y arremete ferozmente”.

Me alegré de haber nacido en esta era y no ser de aquellos que con anticipación histórica obviaron el asombro tecnológico.

Siempre he deplorado la pérdida de tantos geniales con su tiempo abreviado por no haber podido escapar de aflicciones irremediables.

Jamás he podido olvidar a Claudio Monet atrapado en su fascinación por la luz y el color arrebatado a un final de sombras porque sus ojos ya se habían quedado sin ella.

Siento que la sedación va dominando mi paciencia, divago escapo retrospectivamente, el tiempo vuelve 50 años atrás, y cuando vivíamos en Arizona.

Era en la etapa inicial de mi exilio, residimos en una casita de madera azul muy en la periferia de la ciudad a unas cuantas millas del desierto. Las elevaciones en el horizonte daban marco al paisaje. El calor se destacaba como gran protagonista y era asfixiante. Unos pocos ventiladores pretendían hacerlo más tolerable.

Recuerdo todavía nítidamente en el segundo dormitorio a un pequeño niño, escondido bajo las sábanas, quieto muy callado.

Un niño que esperaba que las sombras de la noche lo envolvieran para ser transformado. Cómplice era la noche para este niño diferente, liberado, ansioso de aventuras que me pidiera con insistencia, “hazme un cuento mamá”. A través de la luz que asomaba por la ventana podía ver sus ojos inquisitivos de mirada inteligente que anticipaba el deleite por la magia de lo insospechado por su necesidad de emociones intensas por ese anhelo de aventuras que jamás lo ha abandonado.

De hecho, siempre los recordaré saltando con riesgo una empinada barra gimnástica demasiado alta para encontrarse en el suelo con una laceración del párpado que inmutable dejó que yo les suturara.

Con los años, el niño ya un joven aficionado a los deportes extremos se elevaría en un globo sobre la escénica belleza de New Mexico sortearía las desafiantes cumbres de Aspen y aceptaría la invitación de su socio el peligro para navegar un tumultuoso río de Nueva Zelandia que lo precipitaría en su gélida corriente.

Toda la vida he creído que aquellos cuentos estimularon fuertemente su imaginación. De hecho, con aquellos cuentos inventamos un lenguaje diferente conocíamos a extraños personajes y nos hicimos cómplices en extraordinarias aventuras. Creo haber disfrutado mucho escapándonos de la realidad, quizás yo más que él mismo. Fui cuentista y fabuladora, pero creo que lo mejor de todo fue enseñarle las emociones, a manejarlas a no dejarse poner en control debajo de ninguna. 

Aún puedo recordarlo impactado y confundido por la inesperada muerte de un compañero de colegio, preguntándome por qué teníamos que morirnos. Sentí que por primera vez experimentaba esa angustia visceral que casi todos sentimos hacia la muerte. 

Le conté entonces que en tiempos remotos hubo un hombre que fue al templo a solicitar de Buda el privilegio que de la muerte lo liberara y que jamás lo encontrara. Fundamentaba su bondad y buenas obras el derecho a ser escuchado. No tuvo mucho que esperar para obtener la aquiescencia a su solicitud. Con los años toda su familia y amigos los perdió. Muy solo se sintió y decidió regresar al Buda. Llegó ahí enfermo de añoranzas, anhelando le reintegrara un final a su vida. De rodillas suplicó por la revocación de su destino.  La respuesta la halló al amanecer cuando feliz despertó y supo que la vida tiene solo sentido cuando los que amamos nos acompañan y que todo lo que somos y tenemos debe tener siempre un final. Que desaparecemos solo cuando nuestra generación se haya extinguido.

Todavía siento que supe cautivarlo con los relatos acerca del cometa Halley historias que repetiría decena de veces especialmente en agosto cuando incandescentes meteoritos espectacularizaban la noche del desierto con el esplendor del fogoneo cósmico.

Fui Katimakica en el jardín de la sabiduría una de sus favoritas historias. En ocasiones seríamos absorbidos a través del agujero abismal sustrayéndonos del presente, internándonos en los corredores del tiempo. Viviendo mil vidas sin morir y muriendo en otras para volver a vivir. Aprendimos a detener el tiempo y a no comprender como este tiempo que nos hacía era el mismo tiempo que luego nos rompía y nos iba deshaciendo. ¿Cuántas veces he pensado como todo aquello que me ha hecho pensar?

No creo que jamás haya olvidado la historia de los indios Hopi que bailaban el gran ceremonial de la Danza de Lluvias rogando a sus dioses obviaran de la muerte a sus tierras infecundas. Todavía río de pensar como de repente un primero de septiembre se desplomó el cielo y se desencadenaron unas lluvias de excepción de tal torrencialidad que pensaba yo que estaba reviviendo una película de décadas atrás, “Las lluvias de Ranchipur”. Nuestra vivienda se inundó y mi hijo me comentó “parece que los indios bailaron demasiado”.

No preciso el tiempo, siento que se escapa, pero yo todavía espero. Me siento encandilada por el deslumbre de emociones “snap shot”. Saltan imágenes regresadas escapadas desvestidas irrumpiendo desde el pozo oscuro de mi desmemoria.  Veo a mi pequeño hijo arrodillado sobre las ardientes arenas del patio de su escuela empoderado en su rol de libertador desensartando  a una iguana sentenciada a muerte atrapada dentro de una cerca de púas. Alcanzo a sentir su tribulación en el funeral de un perro que dejáramos enterrado en el jardín. Ahí sobre el montículo dejó un cartón cuya leyenda sus ojos llorosos leerían: “My friend I miss you”. Sería también tocada por su aguda perspicacia infantil cuando escuchó la historia del arca y sus animales me preguntaría «¿Cómo es que ellos pudieron llevar los mosquitos allí?».

De nuevo me reintroduzco al tiempo presente y repaso mentalmente una vez más el currículum del cirujano que me va a intervenir. Sé que es rápido ejecutante con una gran habilidad, y tecnológicamente en la primera línea de avanzada. Me siento confidente con el hecho de que no me va a inyectar que no voy a experimentar dolor, que todo será muy leve y que podré reintegrarme al trabajo en 48 horas. Me dije: realmente creo que he hecho una decisión acertada.

La sedación contradictoriamente parece obsesionada en traer al pasado a mi encuentro. Me sustrae, puedo verme en el Aeropuerto de La Habana. Soy joven y vuelvo a ver a mi hijo pequeño y frágil escasamente con dos años. Mi hermana lo cargaba y se lo llevaba rumbo a España. La Revolución se había apoderado de nuestra casa de La Habana. Quedábamos nosotros atrapados en Camagüey. Como médicos deberíamos trabajar allí hasta que la Revolución nos anunciara el término de nuestra expiación. Fueron cinco años de separación.

Racionalizando he pensado tantas veces en aquel día en el aeropuerto. Todo yo lo hubiera podido sintetizar en una melancólica serigrafía. Experimenté emociones incivilizadas con todos sus matices desgarrándose en el trasfondo, mientras las líneas fuertes rígidas, inflexibles del destino se me sobreponían marcando como irremediable ese derrotero de nuestras vidas.

Al fin me encaminan al salón. Ahí veo como agregan algo en mí.  Inadvertidamente soy sustraída de la realidad, para mí fue brizna de tiempo, miré alrededor.  Todo se veía diáfano y brillante. Verdes y rojos se disputaban el protagonismo ante el asombro. Me incorporé en la camilla al tiempo de ver sobre el suelo las amortiguadas pisadas verdes  del cirujano deslizándose hacia mí portando aún el tapabocas. Miré a sus ojos inquisitivos de mirada inteligente, mientras él acercándose a mí y estrechándome la mano en tono bajo me dijera “todo está bien”, pero sabes imaginé todo el tiempo que algo estarías inventando para disfrazar esta cirugía. 

De hecho, más tarde yo escribiría “érase una mujer ansiosa que de angustia nunca se aliviaba. Arrodillada ante Dios con sus pupilas agrisadas de luz ya consumidas, clamaba que nunca de la visión la deprivara. Lo pediría con fervor y también con el temor de quizás no ser escuchada. Esperó en silencio con anhelante devoción el divino veredicto que se dio a su petición. 

De momento se llenó de emoción cuando la oscuridad del templo se manifestó una luz deslumbrante con halo sobrenatural en crescendo expansivo y transfigurante, que envolvería a un sobrecogido niño que se hallaba en un ángulo del salón. De inmediato su imagen se fue desdibujando, desdoblándose para resurgir como un joven escoltado por la luz y comprometido a no dejarla extinguir. A través del vislumbre de lo extraordinario, aparecieron tres ángeles que le embistieron con los dones de la destreza, la compasión y el afán de perfección. 

Repentinamente en el imponente salón de los espejismos comenzaron a deslizarse unas amortiguadas pisadas verdes y a su paso encendiéndose todas las lámparas reverberando en derredor. Caminaba determinadamente hacia mí. Viene a mi encuentro. La imagen tornaría hacerse, más diáfana. Puedo verla nítidamente en mi sueño, es mi cirujano, es el Niño de mis cuentos, es el joven de mi orgullo,  es el hijo de mi corazón”.

La propia autora interpreta el papel de la paciente y la madre.  El Niño de los cuentos y más tarde el cirujano es el oftalmólogo Dr. Orlando Galíndez.

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