Por Miguel de Marcos (1950)
No me diga usted, señor, con ese aire entre seráfico y rigoleto, que tal cosa ocurre en las mejores familias. Usted es un hombre trivial y absurdo, con “cola de pato” y forúnculos en el pescuezo, con debilidades y falsas alegrías en el corazón y yo, hágame el favor de quitarse el sombrero, seré dentro de breves horas, una imagen magnífica de la muerte, un maravilloso lechón asado en la noche de Navidad ¿Le parece a usted que su destino es opaco y subalterno? Mi bisabuelo asesinado, para que su carne sirviera de consumo a una tropa de glotones. Mi abuelo aquel Panchón tan bejucal y montaraz, abatido de una puñalada trapera, embadurnado con mojo de yuca su cadáver venerable, lo cual es el colmo de la la profanación, para ser devorado en una mesa resplandeciente de Nochebuena.
En cuanto a mi padre, fue un magnífico cerdo. Pensaba siempre en sus ancestros, todos asesinados, y se le llenaban los ojos de lágrimas. Hubiera querido interrumpir, el infeliz aquella línea trágica que marcaba con huella inexorable el desarrollo de su familia. Cultivó, con afán curvilíneo, las imágenes furtivas y desoladoras que conducen a los hombres a la muerte: la cirrosis hepática, el Mal de Bright, la trombosis coronaria.
Pero él era un cerdo y no un hombre, era un puerco. Creo que, alguna vez, fue un verraco. Inclusive tuvo una ambición legítima y un sueño en tecnicolor: morir ahogado en una inundación, en Pinar del Río, o morir en La Habana, en la esquina de 23 y G, bajo las ruedas de un ómnibus. Un día, en efecto, lo trajeron a La Habana. Pero lo metieron en un corral primario de la Plaza del Vapor. Lo compró, tal un mercado de esclavos, un hombre de ojos duros y crueles, por once pesos veinticinco centavos, en un feroz y sórdido regateo.
En fin, lo asesinaron la víspera de Nochebuena. Una puñalada en el corazón, mientras el infeliz, que no perdió su candor ni a la hora de la muerte, deglutía un prospecto farmacéutico. En cambio, ahí tienen ustedes la tortuga Catalina que fue encontrada en Santa Cruz del Sur, al término de ciento cincuenta años de existencia. Vivió siglo y medio. Nadie pensó en asesinarla, para construir con ella ese caldo sutil, lento, efluvial, que se llama sopa de tortuga. En cambio la víspera de Navidad marcó para siempre la muerte tumultuosa de uno de los míos. No conocieron ustedes, por ejemplo, a Panchón, al abuelo Panchón. No era un cochino. Era una obra de arte. Tenía el hocico húmedo y resbaladizo, unos ojos menudos donde brillaba siempre el regocijo. Su gruñido era bronco, trompetario, pero infinitamente jovial. Ah, que estupenda tripa la de Panchón. Comía de todo, hasta auras tiñosas. Pero siempre optimista, siempre en vibración y alacridad. Un cochino debió así ser conservado para que con su vejez, sirviera de modelo y de ejemplo. Un cochino así debió haber recibido una pensión, o, por lo menos, los residuos, en modestia crematística de una botella. Pues también murió asesinado, y a nadie se le ocurrió, al acontecer su trágico deceso, amortiguar la bandera de la patria a media asta.
En cuanto a mi… bah. Hace mucho tiempo que perdí las ilusiones. Hoy 24 de diciembre de 1951, a las 7 de la mañana, fui asesinado. La cosa no me cogió de sorpresa. No es que un quiromante risueño hubiera leído mi destino en las rayas de mi pezuña. Yo, aunque esté mal el decirlo, he sido siempre un cochino proclive a los presagios. Soy un cerdo pero como dicen algunos hombres, en forma engolada, con una antena tendida a la inquetud. Ahora estoy muerto, los ojos en vidrio inmóvil, las cortas patas encogidas, un desgarrón por donde fluye la sangre. Todo esto me causa cierto malestar. Pero esta noche en la fiesta de Navidad, seré lechón asado y una especie de proclama de apotéosis y de resurrección, me aporta un poco de orgullo irónico. En fin, ser lechón asado, ser devorado entre aclamaciones, eso, bien mirado, para un cerdo y hasta para un hombre, es la estatua.
Desde el primer día de hallarme en la vida supe a qué atenerme. Había nacido cerdo. Debía morir para alimentar a los hombres. Apliqué la lógica, puse a trabajar el razonamiento. De haber nacido boa constrictor, no estaba destinado a nutrir a los hombres. Seguí aplicando la lógica, de haber nacido boa constrictor, mi paradero final era el Parque Zoológico, es decir, el infinito aburrimiento. Cierto que por ser cerdo debía morir con los zapatos puestos. Alguien de espíritu maligno, inventó la carne de puerco, la emblemática costilla de puerco, y eso le da a la muerte una especie de anticipación. Pero había algo en el fondo de mi naturaleza profunda que se rebelaba y se erguía contra ese “fatum”. Yo era un cerdo, un cerdo de pelos duros, de carnes enjutas y apretadas. Pero, a los efectos de alimentar a los hombres, podía morir en Martes de Carnaval, en Viernes Santo, el 20 de mayo o en la festividad de San Procopio. Lo que me creaba un complejo de inferioridad era saber que sería fatalmente sacrificado el 23 o 24 de diciembre para adornar con mi cadáver la cena de Navidad.
Voy a acercarme, por fin, a la última etapa: lechón asado. Me intercalaron en un horno. Después de la primera frialdad de la muerte, porque un cochino, a pesar de todo, nunca se acostumbra a morir asesinado por un hombre, me llegaba un dulce calor. Era un remanso, una quietud. Se testaban mis carnes. Se doraba mi pellejo. Y cuando, al fin, tuve la conciencia de haberme convertido en lechón asado, di gracias a Dios que, entre su obras de misericordia incluyó siempre el hechizo de la costilla de puerco y el misterio, como el canto de una corola que duerme en el alma de un chicharrón.
Recordé entonces, una página que aprendí en mi inocente infancia de cochinito: Juana de Arco en la hoguera. Las llamas del brasero fueron devorándole el cuerpo, mientras la vírgen, pegada al poste del suplicio, elevaba los ojos al cielo. Las llamas la destruyeron, pero el corazón quedó indemne. Era la prueba de la santidad. De la misma manera, yo, asesinado esta mañana del 24 de diciembre de 1951, salté hacia la santidad, cuando entre las paredes del horno, me convertí en lechón asado. Ya ven ustedes: todos los caminos conducen a la gracia, a la risa, a la inmortalidad. Ahora estoy en la mesa de nochebuena. Se que estoy muerto y bien muerto, asado y bien asado. Y en torno de mi cadáver, resplandece la alegría de esta noche incomparable.
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