MATRIMONIO INVERNAL

Written by Libre Online

5 de octubre de 2022

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

Silencio

Los pájaros se han dormido

y un quedo rumor de hojas

anuncia un viento vencido.

Sylvia Landa.

Del poemario Mar de adentro.

El cura, con entonación porteña, conduce la ceremonia. Los ancianos, emocionados, intercambian anillos. El dedo anular izquierdo, huesudo y frágil, de Artemisa de manos de Jacinto recibe la alianza. Ella temblorosa, a duras penas, atina a colocar la argolla en la siniestra del novio. El sacerdote habla y sonríe, pero los contrayentes no escuchan. Cada cual, por su lado, discurre:

Ulises, desde el más allá, debe sentirse contento. No quería dejarme sola. Él sabe que  Jacinto, su amigo del alma, me conoce y entiende. Es un afecto de toda la vida. Florinda, rodeada de ángeles, estoy seguro que ve, con buenos ojos, como Artemisa  y yo unimos lo que resta de nuestras vidas para apoyarnos y no permitir que el recuerdo de Ulises y ella se desvanezca en lamentos solitarios. Ellos siempre fueron optimistas y preferían las sonrisas.

 Tal vez, adivinándose los pensamientos levantan los ojos. Las miradas coinciden en un destello de confianza cómplice y total.

—Los novios pueden besarse —el párroco, alzando la voz dice.

Jacinto besa la frente de Artemisa y ella las mejillas del marido.  

Un murmullo feliz, que gana fuerza, se suscita entre los ocupantes de los bancos del templo: ¡Qué se besen en los labios!, alguien alza la voz y de inmediato se le suma un coro entusiasta: ¡Que se besen, que se besen, que se besen…!

Sin embargo, frente a la insistencia de los lugareños, Jacinto y Artemisa, con parsimonia, repiten la caricia inicial. Él le besa la frente y  ella deja su aliento en el rostro pulcramente rasurado.

Aplausos y exclamaciones de júbilo escoltaron a la pareja cuando, tomados del brazo, desandaron el corredor de la iglesia. Afuera oscurecía y el frío, aliado a una llovizna helada que había comenzado a  caer, no fue suficiente para amortiguar el alboroto que se acrecentó al momento en que el anciano matrimonio bajó las escaleras de piedra de la iglesia para recibir un sin fin de parabienes y terminar sumándose al festejo de los vecinos.

Hasta bien entrada la madrugada hubo bailes, vino y comida en abundancia. El alcalde y el sacerdote del pueblo, haciéndose cargo del agotamiento físico y emocional de la pareja, a pesar que algunos grupos persistían en la celebración, gentilmente les propusieron que se retiraran a descansar. 

—Aún hay personas celebrando. Sería descortés abandonarlos —Jacinto, sin mucha convicción argumenta.

—No se preocupen, son los parranderos de siempre. A esos les llega la mañana bebiendo y bailando —el alcalde, sonriente, responde.

Ya, en la habitación de la hostería, con pieza de aseo incorporada,  Jacinto y Artemisa realizan, con recato, la especie de ceremonia que desde el día en que comenzaron a compartir el lecho se convirtió en rutina nocturna.

Ella completamente vestida penetra en el cuarto de servicio. Luego de unos minutos de abluciones y cambio de vestimenta, emerge enfundada en un pijama de pantalón con piernas largas y camisa de igual diseño, totalmente abotonada.

(Continuará la semana próxima)

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