Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Silencio
Los pájaros se han dormido
y un quedo rumor de hojas
anuncia un viento vencido.
Sylvia Landa.
Del poemario Mar de adentro.
Jacinto, como preludio del cometido siempre aplazado, buscó las cartas escasas; algunas amarillentas, que los padres, en algunas ocasiones, a lo largo de su estadía en la Isla Prodigiosa, intercambiaron con los parientes de la aldea, allende al mar. Direcciones y algunas fotos de antes y después de la guerra civil, salieron a relucir. Él escribió a dos de los remitentes dando cuenta del fallecimiento de Emeterio y Jacinta, al tiempo que revelaba su interés por visitar el sitio para consumar el deseo acariciado. En poco tiempo recibió las condolencias de un montón de familiares desconocidos y el aliento para que viajase al poblado donde, según una de las respuestas: ¡Será una boda de muy padre y señor mío!
No obstante, los constantes vaivenes económicos y políticos de la Isla Prodigiosa, de una u otra forma, conspiraban contra las ansias de Jacinto que no cejaba de pensar en la meta, al tiempo que, día a día, la veía más lejana. Las misivas a los primos gallegos, por no tener nada sustancioso que decir y para no romper el vínculo, se redujeron a una postal anual de felicitación navideña.
Florinda, en los umbrales de la vejez, contrajo una enfermedad incurable que la hizo padecer, callada y estoica, por un largo período de tiempo. Jacinto con el auxilio de Ulises, Artemisa y los hijos de ambos matrimonios, colmó de atenciones y comodidades a la esposa que de forma paulatina y constante se apagaba.
Llegó el momento que Florinda, sintiendo que le restaba poca vida, aprovechando uno de los escasos momentos en los que Jacinto se ausentaba del hogar, en busca de alguna prescripción médica urgente o determinado alimento vigorizante, llamó junto a su lecho a Ulises y Artemisa y les pidió que al ella faltar no abandonasen a Jacinto: ¡Cómo vas a pensar semejante cosa!, Ulises protestó. Artemisa, por su parte, conteniendo el llanto le tomó la exangüe mano derecha y le dijo despacio y convincente. Tú y yo siempre hemos sido como hermanas. Además compartimos nietos: Lo sé, respondió en voz baja; apenas audible. También sé que están los hijos y nietos; pero no es lo mismo, ellos son jóvenes y los viejos, hizo una pausa, viejos somos, completó con una sonrisa desmayada de futuro. En mi casa Jacinto es igual que yo y eso no va a cambiar, Ulises aseveró categórico.
A los pocos días, sin que apenas Artemisa se separase del lecho de la moribunda, un amanecer de primavera, aniquilador y renovador, Florinda expiró sostenida por los brazos fraternos de la comadre.
El velatorio, siguiendo las costumbres imperantes, se celebró durante todo un día y una noche en la sala de la casa donde el matrimonio tuvo la descendencia y hasta el momento de la separación biológica residieron. A las veinticuatro horas, cumpliendo con la ley, el cuerpo de Florinda fue llevado, en coche fúnebre, al cementerio municipal y sepultado en el panteón familiar en el que reposaban restos fraternos.
Jacinto abatido por el deceso de Florinda se recluyó en la casa, rodeado de fotografías y recuerdos de todo tipo. Cuando los hijos pretendieron, por lo menos, donar a una entidad caritativa la ropa y los zapatos de la difunta, Jacinto se opuso enfáticamente: ¡Nadie me toca las cosas de Florinda!
Ulises y Artemisa, como le prometieron a la difunta, redoblaron las muestras de afecto para con Jacinto que silencioso y cortés, pero distante, de mala gana aceptaba las atenciones de los amigos y el resto de la familia. Hasta en los juegos dominicales de dominó, después de los almuerzos familiares en casa de Selena y Eutimio, en los que Jacinto siempre se había destacado por su amor a los nietos y exclamaciones jubilosas cada vez que ganaba una partida de fichas, su desinterés era ostensible y en cuanto, sin ser grosero, veía una oportunidad se retiraba para volver a su mundo de recuerdos en los que sostenía monólogos frecuentes frente a la foto, en blanco y negro, de su boda con Florinda: El vestido de novia no era caro, pero te quedó precioso… tú siempre tuviste cintura de avispa… ¡hasta el padre Villavicencio, el cura que nos casó, ese día tuvo que soltarte un piropo!
(Continuará la semana próxima)
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