Es el pensamiento de José Martí uno de los más claros y profundos que se hayan expresado en estas tierras de América. En él la nitidez de espíritu va acompañada de una grandeza incomparable. Nos da la impresión de ayudarnos ante una prodigiosa selva intelectual donde el espíritu se eleva y se inflama de los más puros idealismos.
Por Ernesto Ardura (1951)
Todo su edificio lógico presenta una admirable unidad y está regido por el orden y la medida. Si bien hay en Martí una impetuosa sensibilidad, de tendencia romántica se halla sometida al imperio superior de la razón, lo que es, según afirmara, “la única autoridad legítima es definitiva para el establecimiento de la verdad”. Martí repudia las actitudes de los dogmáticos, las pretensiones absolutistas y se dice animado de un espíritu de conciliación y de síntesis, que prevalece sobre las diversas influencias operantes en la resaca de su vigoroso pensamiento.
La filosofía social de Martí se articula alrededor de un concepto básico. Es la idea de la libertad. Como Hegel, pudiera haber dicho que en ella se encuentra “la ley más profunda de la política”. Pero Martí va más allá y le confiere una fundamentación metafísica a suscribir palabras como estas: “El mejor modo de servir a Dios en la tierra que es ser hombre libre y cuidar de que no se menoscabe la libertad”. Hay, pues, un orden trascendental, algo más allá del mundo de las apariencias y de los fenómenos y la manera más adecuada de acercarse a él consiste en vivir para la libertad. En la cima de los valores filosóficos del Apóstol coloquemos, consecuentemente, dos conceptos: Dios y libertad; el uno, realidad metafísica, sustancia más allá de toda experiencia objetiva y el otro, aspiración social y ética por cuya conquista solo nos será dable alcanzar una vida más decorosa y útil.
Si pudiese haber alguna duda sobre el carácter fundamental que Martí confiere a la idea de la libertad, constatemos la evidencia de este otro párrafo: “la libertad dice, es la religión definitiva. Y la poesía de la libertad el culto nuevo. Ella aquieta y hermosea lo presente, deduce e ilumina lo futuro y explica el propósito inefable y la seductora bondad del universo”. Y en otra oportunidad proclama: “El mundo tiene dos campos: todos los que aborrecen la libertad porque solo la quieren para sí, están en uno; los que aman la libertad y la quieren para todos, están en otro”.
En otra ocasión Martí explica con una socrática virginidad de pensamiento que: “Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado y hablar y a pensar sin hipocresía”. Hay cierta ingenuidad cierta sencillez de vocablos en la frase, pero ¡qué honda intuición filosófica! no le preocupa solo el espacio civil de ese derecho, sino especialmente su ámbito moral.
Luchará Martí por la libertad, porque el mundo necesita que todos los hombres sean virtuosos y honrados. Al liberalismo de manga ancha, como instrumento de unos cuantos para la explotación de los demás, Martí pone esta interpretación de alto contenido ético. Libertad en función de derecho, pero también de responsabilidad. En definitiva, lo que él busca es mejorar al individuo para garantizar en forma duradera el bienestar y la paz. Como Sócrates coloca en la conducta del hombre su mejor esperanza y de ahí hace nacer toda una filosofía de la sociedad.
Hay un orden político donde la libertad puede desarrollarse con superior eficacia: es el régimen democrático. Ya en la propia organización del movimiento revolucionario como Martí se preocupó sustancialmente de que los mayores núcleos populares contribuyeran a la obra redencionista, movilizando a los tabaqueros y clases medias en apoyo de la gestión emancipadora.
Quería nuestro héroe que la república se hiciera con el concurso de todos, que naciera de abajo, desde las mismas raíces del pueblo. Y luego, “en los días buenos del trabajo después de la redención”, como lo decía con frases emocionadas, aspiraba que la nación se rigiese por normas esencialmente democráticas: “O la República tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por si propio, el ejercicio íntegro de los demás, la pasión, en fin, por el decoro del hombre, o la República no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos”.
Y añadía después: para verdades trabajamos y no para sueños. Para libertar a los cubanos trabajamos, y no para acorralarlos. Para ajustar en la paz y en la equidad los intereses y derechos de los habitantes leales de Cuba trabajamos y no para erigir, a la boca del continente de la República, la mayordomía espantada de Veintimilla, o la hacienda sangrienta de Rosas, o el Paraguay lúgubre de Francia». “Que hermosas e inequívocas palabras contra todas las tiranías”.
Quería Martí la democracia, pero no una democracia de falsedades y de engaños, al servicio de camarillas audaces o de demagogos irresponsables. Una República que se levantase del pueblo y proveyera la independencia económica, la igualdad de las razas, el gobierno con los elementos reales y no importados, la educación amplia y sin abuso de lo literario la honestidad en la administración y en la vida pública. Propugnaba una democracia sin adulteraciones dentro de formas combinadas de realismo e identidad, que hiciesen posible el progreso y el bienestar de nuestro pueblo.
Por otra parte, ya Martí había superado el concepto del Estado Jeffersoniano. El mejor gobierno no era para el que gobierna lo menos posible, sino el que se atiene a la identidad del país y procura hallar soluciones reales a sus problemas. Su concepto liberal era nutrido de esencias colectivas. “Lo social – llega a decir – está ya en lo político, en nuestra tierra como en todas partes; yo no le tengo miedo, porque la justicia y el peso de las cosas son remedios que no fallan”. Es así que ve en la riqueza exclusiva un síntoma de perturbación y recomienda que cada uno tenga un poco de ella y que se brinde trabajo amplio a las poblaciones.
Cree necesario repartir la tierra y levantar el nivel de vida de los indios y llevar a cabo toda una tarea de Justicia económica y social. Su mirada de escrutador genial estaba ya al tanto de los más hondos problemas que preocupan al hombre de hoy.
Pero esa labor de redención popular no podría verificarse en modo alguno con consignas extranjeras, con fórmulas aplicables a realidades distintas de la nuestra.
Entiende el apóstol que en América se imita demasiado y que la salvación está en crear. “Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. No es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas al mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”. Postula una política de salvación para los pueblos indohispanos basándola en el equilibrio económico y la emancipación espiritual.
¡Con qué honda preocupación contempló Martí el espectáculo de las dos américas, una rebosante de vitalidad y de riquezas deseosa de expansión y de poderío, la otra incipiente de desarrollo embrionario y de grandes atrasos sociales. No se le escondió al Apóstol el peligro que ello representaba y recomendó a nuestros pueblos una gestión sumamente cautelosa, y sobre todo en el orden económico. “el pueblo que quiera ser libre – hubo de proclamar – sea libre en comercio. Hay que equilibrar el comercio para asegurar la libertad. El pueblo que quiere morir vende a un solo pueblo, y el que quiere salvarse, vende a más de uno”. Y en el mismo informe sobre la conferencia monetaria de América, Martí expone con admirable sagacidad que “la política es el arte de combinar para el bienestar creciente interior los factores diversos opuestos de un país, y de salvar al país de la enemistad abierta o la amistad codiciosa de los demás pueblos”.
De modo que en el pensamiento político de Martí, se combinan la más honda perspicacia doctrinal con un sentido muy agudo de la realidad, dentro de un equilibrio tan sabio como pocas veces se encuentran en los próceres de la historia americana.
Los valores éticos
Completemos un poco más ese contenido ideológico, esa honda sustancia espiritual que Martí nos entrega, como el mejor de sus bienes. Las vías hacia la libertad no son únicamente las de carácter político. Entiendo que es indispensable asimismo la vigencia de valores éticos en la conducta del ciudadano, que debemos forjar hombres al mismo tiempo que surgen las instituciones. El individuo ha de estar sujeto a ciertas reglas de la vida moral, sin las cuales no es posible alcanzar un estado de eficacia social y de contento consigo mismo.
Veamos como Martí formula esas ideas. En primer lugar, considera que el individuo viene al mundo para cumplir ciertos deberes insoslayables, para con la patria, para con la humanidad, para consigo mismo. Los hombres que no cumplen con su deber son individuos despreciables, que no llegan nunca a vivir para la libertad. Se refleja aquí la influencia estoica, fundamentada sobre un racionalismo que era, como en el caso de Martí, defensa insobornable contra los abusos de poder. Cuando las tiranías secuestran a la persona y le estrujan en sus garras feroces, el hombre acostumbra a salvarse por el denuedo moral, por la militancia en el deber.
Muy vinculado al concepto anterior está el del decoro, esto es, la actitud para actuar de acuerdo con nuestra conciencia, con lo que se supone sentido generoso del bien y de la justicia. Es como una elegancia magnífica del espíritu, que se sobrepone a toda coacción. Tiene Martí la pasión del decoro, aunque sabe que es difícil hallar una culminación tan alta de la personalidad. “Cuando hay muchos hombres sin decoro – dice – hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres”. Parece que la vida ofrece compensaciones salvadoras y que el bien, en definitiva, siempre vence y equilibra al mal. El pensamiento de Martí es radicalmente optimista. En esto, como en muchos otros aspectos, se aleja de los cauces románticos.
El tercer concepto central en la moral de Martí – y ya aquí se aparta un tanto de la influencia racionalista para llegar a esa dulcificación del intelecto que dijera María Zambrano de Séneca – es el amor. La humanidad se salva, la patria, la familia, y el hombre se salvan fundamentalmente por el amor. El amor en la corriente de simpatía hacia lo que nos circunda y como que el hombre debe fundirse en el medio, en la humanidad, “amar no es más que el modo de crecer”.
Martí ha vivido la misma angustia, el mismo dolor y la misma alegría de todos los seres, Gabriela Mistral la entrañable poetisa americana pudo llamarlo así “el luchador sin odios” . Y yo no sé que haya habido en América héroe, libertador o filósofo que hubiese tenido tan hondo concepto de los valores, tan elevada categoría ética y tanta ternura para el mundo, como tuvo nuestro José Martí.
Cuando convergen estas facultades, cuando se cumple con el deber y se ejercita el decoro y la obra con amor, entonces surge el carácter. Y esto es lo que importa. Los hombres preparados para la libertad son aquellos que han integrado un carácter aunque no hayan pasado por una Universidad. “El don propio y la medida del mérito – escribe- es el carácter, o sea, el denuedo para obrar conforme a la virtud” solo una vida moral elevada puede, a su juicio, conducir a la grandeza. Si se ha alcanzado ese nivel y estamos satisfechos de nosotros mismos llegamos a la verdadera gloria porque “no hay más que una gloria cierta y es la del alma que está contenta de si”.
Vigencia y
universalidad de su mensaje
¿Tiene este poderoso pensamiento aquí expuesto solo una eficacia circunstancial, un relieve de mera propaganda al servicio de la independencia cubana?. A medida que se profundiza en la obra de José Martí se comprende mejor que sus valores ostentan una calidad universal. Nos regocija que Martí sea nuestro, de esta tierra cálida y clara, pero el vacío de su pensamiento desborda ya los límites geográficos y se inserta en todo el ancho ámbito del mundo.
Su filosofía social nos ofrece la evidencia de una gran nitidez ideológica, de un dominio certero de los principios más profundos y sagaces. No es que innove en el planteamiento de sus tesis, pero en un universo confundido por los absolutismo y propagandas, Martí sabe asirse a lo eterno y fundamental. De Grecia nos trae la pasión por la libertad y el equilibrio del espíritu, la radical armonía del pensamiento, que no logran alterar ni los rudos menesteres de la empresa patriótica. Esa directriz racionalista de quien afirmó que “sobre la tierra no hay más que un poder definitivo; el de la inteligencia humana” va a edulcorarse después con las corrientes cristianas con la prédica del amor y de la justicia como normas del comportamiento humano. Le nace así una ternura inefable que conquista a las emigraciones y que logra salvar obstáculos y unir a los cubanos para la empresa de la libertad.
Tales cauces ideológicos se unen a un sentido muy agudo de la realidad. Descubre Martí el espacio americano y el tiempo ideológico que le es afín. Su sagacidad no se detiene ante la teoría o ante la cosa objetiva, sino que combina todas las dimensiones de la historia y de la vida en una admirable armonía, como de arquitectura medioeval.
Su lección es todavía aprovechable para América y para el mundo. Hay que volver a esa libertad esencial de que nos hablara Martí, a la superación moral de los pueblos y de los individuos, si no queremos que la civilización se destruya en una refriega atómica. En una República angustiada de creación y en un universo herido y anhelante, la prédica de Martí alcanza aún inspiradora vigencia.
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